Desde la encomienda de Barcelona, volvemos a compartir con todos vosotros un nuevo texto del catedrático de historia, Alain Demurger, en su libro “Vie et mort de l’ordre du Temple”.
Esta vez nos da su visión sobre el ideal del caballero de Cristo, comprometido en defender a
Desde Temple Barcelona, recomendamos su lectura.
Liberar
La expresión es antigua. San Pablo se había referido ya al combate espiritual del soldado de Cristo. En los siglos V y VI, la militia estaba representada por el clero secular, que combatía por la fe en el siglo, distinguiéndose de los monjes. En los umbrales del siglo XII, el obispo Yves de Chartres, firme en cuanto al los principios, pero abierto al compromiso, escribe a un tal Roberto: “Debes combatir el espíritu del mal; por lo tanto si quieres luchar con confianza, entra en el campo de los soldados de Cristo, habituados a la táctica de las batallas”. Un vocabulario tan marcial para referirse a un combate ante todo espiritual no sorprenderá en absoluto al hombre del siglo XX.
Pera Gregorio VII innova, puesto que toma la expresión al pie de la letra. La milicia de Cristo abandona el campo espiritual por el campo de batalla. Se convierte en una compañía de caballeros dispuesta al combate contra los adversarios de la cristiandad. Los antigregorianos se indignan: Gregorio VII invita a verter sangre y promete la remisión de los pecados a todo aquel, quienquiera que sea y cualquier cosas que haya hecho, que defienda por la fuerza el patrimonio de san Pedro. ¡Un verdadero escándalo! ¡El asesinato justificado, incluso sacralizado…!
No obstante, las ideas gregorianas se imponen y, tras la muerte de Gregorio, sus sucesores las perfilan. Los obispos, dicen en sustancia, no pueden combatir…
“…pero esto no significa que los creyentes, en particular los reyes, los magnates, los caballeros, no deban ser llamados a combatir por las armas a cismáticos y excomulgados. Pues si no lo hicieran, el ordo pugnatorum sería inútil en la legión cristiana”.
Así se expresa Bonizo, teólogo gregoriano. Tales ideas alcanzaron un auge considerable, sobre todo a finales del siglo XI.
La salvación propuesta por Gregorio denota una concepción profundamente distinta, puesto que afirma que los laicos disponen de un terreno de lucha propio contra los adversarios de Cristo. No deben desertar. En 1079, el papa amonesta al abad de Cluny por haber acogido como monje a Hugo I de Borgoña, quien tenía cosas mejores que hacer como laico. No hay que extrañarse de que esas ideas no fueran aceptadas sin más, hasta tal punto chocaban con la tradición cristiana. Se comprende la actitud de san Bernardo, caballero que había abandonado el mundo, cuando, en 1126, lamenta la profesión del conde Hugo de Champaña en la milicia del Temple, que no haya entado como él en el Cister.
Sin embargo, tales ideas respondían a una necesidad profunda de la sociedad caballeresca. ¿Cómo explicar si no el éxito de la cruzada? Al fijar como objetivo para la guerra santa la liberación del sepulcro de Cristo, la cruzada proporciona al mismo tiempo una meta al camino del caballero hacia su salvación:
“En nuestro tiempo, Dios ha instituido la guerra santa, de modo que los caballeros y la multitud inestable, que tenían la costumbre de enzarzarse en matanzas recíprocas, a la manera de los antiguos paganos, encuentren un camino nuevo para obtener la salvación”.
El monje Guiberto de Nogent era más perspicaz que el monje Bernardo de Clairvaux.
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