El Temple era demasiado poderoso; a principios del siglo XIV ya no tenía que mantener castillos y tropas en Tierra Santa, y aunque las rentas señoriales estaban cayendo debido a la crisis que comenzaba a sentirse en toda Europa, seguía disponiendo de dinero y propiedades; un oscuro complot empezó entonces a urdirse contra los templarios.
Desde 1285 reinaba en Francia Felipe IV, nieto de Luís IX el Santo, el que fuera ascendido a los altares por el Papa Bonifacio VIII en 1296, sólo veintiséis años después de su muerte en la que sería la última gran cruzada. Felipe IV es conocido con el apelativo de “el Hermoso”, dada su elevada estatura, su altivez, su tez pálida y su rubia cabellera. El monarca era un hombre de fuerte carácter y estaba empeñado en hacer del suyo un gran reino. Durante buena parte de su vida se había enfrascado en guerras para ampliar los menguados territorios de la corona de Francia, lo que le había costado mucho dinero; la guerra contra Flandes había hecho descender considerablemente las reales arcas francesas y que éstas sufriesen deudas a principios del siglo XIV a las cuales también había que sumar las heredadas por su padre, Felipe III con la Corona de Aragón, a las que el tesoro de Francia no podía hacer frente.
Felipe IV, un monarca ambicioso y endeudado.
Para poder hacer efectivas las dotes de su hermana Margarita, a la que casó con el rey Eduardo I de Inglaterra, y de su hija Isabel, que contrajo matrimonio con el príncipe de Gales, tuvo que pedir dinero al Temple; su amigo tesorero de la casa de París, Hugo de Peraud, se lo concedió en préstamo. Las deudas contraídas por Felipe IV con el Temple eran enormes; el rey de Francia sabía que jamás podría pagarlas. Tal vez fue entonces cuando comenzó a maquinar su plan para controlar a la Orden del Temple.
Por otra parte, Felipe IV ansiaba dominar a la Iglesia y someterla a un tributo, a lo que se opuso con firmeza el Papa Bonifacio VIII, quien en 1296 había publicado la bula Clerici laicos por la que se aplicaba la pena de excomunión a cuantos exigieran impuestos extraordinarios al clero sin el acuerdo del Papa. Con intereses tan contrarios, el conflicto entre el rey de Francia y el Papa parecía inevitable. Felipe IV consideraba que intervenir en el control de las rentas que se producían en sus dominios, incluidas las eclesiásticas, era un derecho feudal que el soberano ejercía, en tanto el Papa Bonifacio defendía que el poder del sumo pontífice estaba por encima de cualquier otro en la tierra; en la bula Unam Sanctam llegó a afirmar: “Toda criatura humana está sometida al pontífice romano y su sumisión es indispensable para su salvación”.
Bonifacio VIII, también sufrió los ataques del monarca francés.
La tensión iba en aumento; en 1297, el rey Felipe declaró antes dos delegados pontificios que el gobierno temporal de su reino era suyo, y solamente suyo; y para demostrar al Papa quién era el dueño, expulsó al obispo de París de su puesto. El siguiente paso consistió en crear un impuesto que gravaba a los eclesiásticos. El conflicto estaba servido. Felipe IV ansiaba las riquezas de la Iglesia, y entre ellas estaba la enorme fortuna que se decía que atesoraban los templarios, a quienes el Papa apoyaba pese a que el odio y el rencor hacia ellos iba en aumento en toda Europa.
Bonifacio VIII se había convertido en un estorbo para el rey de Francia, y por ello los agentes del monarca pusieron en marcha una intensa campaña para desacreditar al Papa, que fue acusado de herejía y sodomía. Eran éstos dos pecados terribles, y más si quien los cometía era el máximo responsable de la Iglesia.
El plan diseñado por los agentes de Felipe IV se fue cerrando, y lo consumó uno de sus hombres de confianza. Se trataba de Guillermo de Nogaret, nacido hacia 1265. Este personaje había estudiado leyes en Montpellier y había sido juez real en la localidad de Beaucaire en 1295. Felipe IV se fijó en él y le encomendó la misión de acabar con el Papa. Algunos historiadores sostienen que Nogaret era nieto de un cátaro que había sido excomulgado por el Papa Bonifacio VIII, y que por ello sentía un enorme rencor hacia la Iglesia. En cualquier caso, la ascensión de Nogaret fue meteórica.
El canciller preparó hasta veintinueve acusaciones contra el Papa, entre otras las de sodomía, herejía, robo, hechicería y asesinato. El Papa respondió excomulgando a Felipe IV y colocando a todo el reino de Francia bajo interdicto.
Nogaret fue enviado entonces a la localidad italiana de Agnani, donde se encontraba Bonifacio VIII, con la misión de amedrentarlo. Las tropas francesas pusieron sitio a la ciudad en septiembre de 1303, y entraron en ella para dirigirse enseguida hasta la residencia papal. Un sicario de Nogaret, llamado Sciarra Colonna, natural de Florencia y miembro de una importante familia italiana entre la que había dos cardenales a los que Bonifacio había excomulgado (Pedro y Jaime Colonna), abofeteó al Papa sin siquiera quitarse el guante. La humillación para la Iglesia fue terrible, Bonifacio VIII no pudo soportarla; el Papa, abatido, ofendido y humillado, murió a las pocas semanas, se dijo que de vergüenza. Sus sucesores Benedicto XI, envenenado en julio de 1304 con unos higos, y sobre todo Clemente V llegó incluso a levantar la excomunión sobre los dos cardenales Colonna que habían apoyado a Felipe de Francia en contra de Bonifacio VIII.
El rey de Francia guardaba su tesoro en el enorme complejo que el Temple tenía en París; sabía por tanto que esta orden militar disponía de mucho dinero, el suficiente como para que se acabaran los apuros económicos de la corona.
Los templarios conocieron las intenciones de Felipe IV. El rey de Francia se las había comunicado al Papa y éste se las hizo saber a Jacques de Molay, que a mediados de 1305 estaba en Europa rogando que fuera elegido un nuevo Papa que predicara una cruzada. El maestre convocó un gran cónclave de la Orden en París entre los días 24 y 29 de agosto de ese año; allí les transmitió a los comendadores lo que un año antes le había dicho el Papa Benedicto XI. Pero este pontífice había muerto sin convocar la cruzada, y en noviembre fue elegido en Viterbo el arzobispo de Burdeos, un francés llamado Bertrand de Got, que era un hombre fiel al rey francés.
El maestre de Molay infravaloró las consecuencias del arresto templario.
Felipe IV tenía un plan bien diseñado. El 29 de diciembre de 1305 hizo votos de cruzado y tomó la cruz, emulando a su abuelo Luís IX, a la vez que proponía al Papa la necesidad de que se fusionaran las órdenes militares para una mayor eficacia en su labor de defensa de la cristiandad; la nueva orden resultante sería dirigida por uno de sus hijos.
En realidad, Felipe IV estaba tratando de ganar tiempo, pero la crisis que afectaba a su reino empezaba a tener serias consecuencias. Para hacerle frente tuvo que devaluar varias veces la moneda, sin que estas medidas supusieran ninguna mejora; al contrario, la situación de carestía y hambruna iba en aumento en toda Francia, y sobre todo en las ciudades, donde la población apenas tenía para comer. Los momentos más graves se vivieron en los primeros meses de 1306 en París, donde estalló una revuelta popular de tal magnitud que el mismo rey se vio obligado a refugiarse en el recinto del Temple, el bastión más poderoso de toda la ciudad. La hipocresía del monarca y su difícil situación le llevaron a solicitar ser admitido en el Temple como miembro honorífico de la Orden, pero los templarios le negaron el ingreso. El monarca consideró este rechazo como una ofensa que jamás olvidaría.
Correcta la información salvo la colosal metedura de pata en la foto del Rey: ese Felipe IV de Austria rey de España (siglo XVII) no tiene nada que ver con el nieto de San Luis, Felipe IV Capeto, rey de Francia (siglos XIII -XIV, este último considerablemente más frío, avaricioso, criminal e hipócrita: "Ni hombre ni bestia, es una estatua", se ha escrito de él.
ResponderEliminarLo de frío, avaricioso, criminal e hipócrita es lo que opinan algunos historiadores mientras que otros le consideran el iniciador de una buena y moderna manera de hacer política
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