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martes, 26 de abril de 2011

La vida religiosa de los Templarios: IIIª parte


Acabada ya la Semana Santa y después de haber realizado con alegría el compromiso de asistir a las procesiones de la Semana Santa en Alcobendas (Madrid) con el resto de hermanos venidos de distintas partes de España, recuperamos la normalidad con un nuevo texto de la especialista en la historia del Temple, Mrs. Helen Nicholson.

Retomando el apartado dedicado a la vida religiosa de los templarios, nuestra escritora ahonda en la importancia que tuvieron la veneración de reliquias por parte de la Orden del Temple, así como el intento por parte de algunos mandatarios templarios en intentar instruir a sus hermanos en el conocimiento de los textos religiosos.

Desde Temple Barcelona, deseamos que su lectura os reconforte.

Se creía que un santo podía actuar en la tierra por medio de sus reliquias. Si éstas eran cuidadas adecuadamente, el santo se sentía satisfecho y hacía lo que estuviera en sus manos para ayudar a los propietarios de las reliquias, de modo que todo debía de ir bien para ellos. Pero si eran abandonadas u objeto de malos tratos, el santo se enfadaba y castigaba a sus propietarios. Los templarios se sentían muy orgullosos de conservar con gran esmero las reliquias que poseían.

La Orden del Temple afirmaba tener en Chastel Pèlerin las reliquias de la ilustre santa Eufemia de Calcedonia, martirizada en 303, que habían sido trasladadas milagrosamente hasta Palestina desde Constantinopla (halladas presumiblemente durante el saqueo de Constantinopla en 1204, o cedidas posteriormente a la orden por las tropas victoriosas). Durante el proceso de la orden en Francia un grupo de templarios defendió su institución ante los comisionados papales aduciendo que el cuerpo de santa Eufemia había llegado a Chastel Pèlerin por la Gracia de Dios, y que a través de los restos de la santa el Señor había obrado milagros allí; dijeron que las reliquias no habrían estado en manos de los templarios si éstos hubieran sido unos criminales, como tampoco lo habrían hecho las demás reliquias que estaban en manos de la orden. La Orden Teutónica había utilizado una justificación parecida para hacerse con la cabeza de santa Bárbara, arrebatada a los pomeranos en el transcurso de una incursión al castillo de Sartowitz en la décad de 1240: la santa, afirmaban, había abandonado deliberadamente su antiguo lugar de reposo para ir con la orden, dando así fe de la elevada espiritualidad de sus miembros.

No se sabe con certeza si la Orden del Temple afirmaba tener todo el cuerpo de santa Eufemia o simplemente la cabeza de la santa; las distintas versiones difieren entre sí. Algunos testigos oculares dijeron que la cabeza estaba guardada en un relicario de plata que en 1307 se encontraba en la iglesia de la casa de los templarios en Nicosia, Chipre. Tras la disolución de la orden, la reliquia pasó al Hospital de San Juan junto con las demás posesiones de los templarios y, según la información que ha llegado a nuestras manos, en 1395 se encontraba en la iglesia de San Juan de Rodas; en el siglo XVII estaba en Malta con las otras reliquias del Hospital de San Juan. Este relicario, como tal, probablemente se encontrara entre los objetos saqueados por las tropas de Napoleón en junio de 1798 y se perdiera al saltar por los aires el buque insignia de la flota napoleónica durante la victoria de Nelson en la batalla del Nilo el 1 de agosto de 1798. Sin embargo, las verdaderas reliquias de santa Eufemia siguen en Constantinopla, la actual Estambul, en la iglesia patriarcal de San Jorge. No sabemos con claridad en qué consistían las reliquias que estuvieron en posesión de la Orden del Temple, pero lo importante aquí es que los templarios creían que se trataba de los verdaderos restos de santa Eufemia.

La denominada “cabeza de los templarios” probablemente fuera el cráneo de santa Eufemia. Durante el proceso del temple en Chipre, el pañero de la orden y dos caballeros declararon que nunca habían oído hablar de la existencia de ídolos en la orden, pero que ésta custodiaba la cabeza de santa Eufemia. Algunos templarios franceses declararon que habían oído decir que la orden tenía una cabeza en Chipre, y es posible que fuera el ídolo que la orden era acusada de venerar. El hermano Guido Delphini declaró lleno de orgullo ante los comisionados papales que el cordón que llevaba atado a la cintura había tocado las reliquias de san Policarpo y de santa Eugenia (la orden guardaba las del santo en nombre del abad del Templo del Señor de Jerusalén, que las había confiado a los templarios para su custodia). Pero las reliquias de san Policarpo no eran propiedad de la orden, y ningún otro templario las menciona. Era la cabeza de santa Eufemia la que la orden estaba tan orgullosa de poseer. Sin embargo, santa Eufemia era una mujer joven, y los templarios fueron acusados en 1307 de venerar la cabeza de un hombre barbudo. Esta curiosa discrepancia entre la devoción de los templarios y los cargos que les fueron imputados la estudiaremos con el proceso de la orden.

Durante el proceso del Temple en Francia hubo otros hermanos que declararon que había una cabeza guardada en la capilla de la casa de París, y que tal vez fuera ése el ídolo en cuestión. No obstante, las investigaciones efectuadas por los comisionados papales revelarían que se trataba también de una cabeza de mujer.

El hermano Guillermo de Arreblay, antiguo limosnero al servicio del rey Felipe IV de Francia, testificó haber visto a menudo una cabeza de plata sobre el altar de los templarios en París, y a los principales oficiales de la orden adorándola. Le habían dicho que se trataba de la cabeza de una de las once mil vírgenes martirizadas con santa Úrsula en Colonia a comienzos del siglo IV, pero que desde que había sido detenido se había dado cuenta de lo equivocado que estaba. Que siempre le había parecido la cabeza de una mujer, pero que ahora se daba cuenta de que la cabeza en realidad tenía dos rostros y barba (¡curiosa confusión!). Los comisionados papales le preguntaron si sería capaz de identificar la cabeza si se la mostraban de nuevo, a lo que el hombre respondió que sí; así pues, se envió a los funcionarios pertinentes a buscar la cabeza.

Cuando llegó la cabeza, su apariencia coincidía perfectamente con la descripción original. En un gran relicario de plata había el cráneo de una joven envuelto con tela de lino blanco, cubierta con un retal de muselina roja: los dos colores que simbolizaban el martirio. Y para colmo de colmos, había un trozo pequeño de pergamino cosido a la tela que decía: “Cabeza nº 58”. La cabeza de la mártir llevaba su certificado de autenticidad.

Según parece, tras la disolución de la orden, la cabeza de los templarios parisienses pasó a manos del Hospital de San Juan. Se cree que los caballeros teutónicos también tenían la cabeza de una de las once mil vírgenes en su encomienda de la Santísima Trinidad de Venecia. El culto de santa Úrsula y su doncellas se difundió mucho durante toda la Edad Media, y no es de sorprender que los templarios estuvieran en posesión de algunas de sus reliquias, pues todas las órdenes religiosas deseaban tener ese tipo de objetos para demostrar su piedad y santidad.

Los templarios también sentían una gran devoción por san Jorge, santo que, como ellos, había sido un activo guerrero. Había sufrido con resignación un martirio terrible a manos de los paganos por su fe cristiana. La vida de san Jorge fue para los templarios un modelo a seguir. El santo aparece representado en varios sellos de la orden; había una estatua suya en la capilla del castillo templario de Safed, y, según los documentos que han llegado a nuestras manos, la orden creía que era el protector de dicho castillo; su imagen aparece también en un fresco de la capilla de la orden de Cressac (departamento de Charente), Francia. En diversas anécdotas relacionadas con la actividad militar de los templarios se habla de san Jorge. Una de las oraciones de la orden citadas en las actas del proceso del Temple hace referencia a san Jorge.

Hasta aquí, parece que los templarios fueron un modelo de católicos piadosos de los siglos XII y XIII. Veneraban a los santos, asistían piadosamente a los servicios religiosos y eran constantes en la oración. No obstante, no constituían un modelo de religiosos de una orden monástica, porque no observaban la clausura y tampoco habían recibido una instrucción teológica. La clausura implicaba que todos los miembros de la orden tenían que vivir en un convento cerrado, y no se les permitía salir de él salvo en circunstancias excepcionales. Las órdenes militares no podían llevar una vida de clausura porque sus miembros debían salir de las casas religiosas para ir a la guerra; del mismo modo, las nuevas órdenes de canónigos y posteriormente de frailes tampoco llevaban una vida de clausura porque también salían a trabajar al mundo exterior. El relato de Jocelin de Brakelond acerca de la vida cotidiana a finales del sigo XII en la abadía benedictina de Bury Saint Edmunds, en Suffolk, pone de manifiesto los inconvenientes de la clausura, con sus murmuraciones, cotilleos y envidias, y sus reuniones capitulares acabando en verdaderos alborotos y escándalos. En una casa abierta, en la que se podía entrar y salir, era más difícil que se produjeran disputas entre los distintos miembros, de modo que las relaciones entre ellos solían ser más armoniosas. Sin pensamos de nuevo en el ejemplo de Bury, es fácil comprender por qué muchos individuos de la época preferían realizar donaciones a las nuevas órdenes religiosas que no eran de clausura.

La falta de instrucción era algo más que un simple obstáculo. Las órdenes religiosas eran centros de enseñanza cristiana; de hecho fueron las órdenes religiosas las que se encargaron de preservar el desarrollo cultural entre los siglos V y XI, época en que las escuelas seculares brillaban por su ausencia y la mayoría de los laicos no sabían ni leer ni escribir. Sin embargo, la función de la Orden del Temple consistía en luchar en la defensa de la Cristiandad, y sus máximas autoridades no consideraban prioritaria la educación. Los hermanos procedían en su mayoría de las clases guerreras más bajas y, aunque podían leer y escribir en su propia lengua, desconocían el latín, la lengua culta. En efecto, parece que la formación cultural fue un aspecto que se pasó por alto en la orden, pues inducía a que los hermanos pensasen demasiado por ellos mismos y discutieran las órdenes de sus superiores, socavando así la disciplina.

No obstante, sí hubo algunos intentos formativos. La provincia inglesa tomó la iniciativa de producir traducciones de obras religiosas en latín al francés anglonormando, lengua que los hermanos podían entender. Esas traducciones fueron realizadas durante la segunda mitad del siglo XII, al mismo tiempo que el priorato ingles de la Orden del Hospital de San Juan procedía a la traducción de su Regla y sus leyendas al francés anglonormando. La Iglesia católica todavía no se había afianzado y no había emprendido su labor de traducción de obras religiosas (que no empezaría hasta el 1230), por lo que seguía aceptándose comúnmente que las obras religiosas fueran traducidas a una “lengua vulgar” siempre y cuando se contara con la autorización correspondiente. El libro de los Jueces del Antiguo Testamento en latín fue traducido al francés por dos de los principales hermanos de la Orden del Temple en Inglaterra, a saber, Ricardo de Hastings y Osto de Saint-Omer, entre 1150 y 1175. En él se cuenta cómo los hijos de Israel defendieron la Tierra Prometida que había sido conquistada en el Libro de Josué. Como el papel de los templarios consistía en defender Tierra Santa, que había sido conquistada por la primera cruzada, el paralelismo existente resulta más que obvio. Esa traducción podía ser leída a los templarios en voz alta durante las comidas, como preceptuaba la Regla (apartado 288). (continuará)

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