Desde la encomienda de Barcelona recuperamos un nuevo texto del ya fallecido periodista y escritor español Juan Antonio Cebrián de su libro “
Hoy resaltamos el esplendor de la ciudad cordobesa, que durante el siglo X se convertiría en la ciudad más grande del mundo conocido.
Desde esta humilde Casa, deseamos que os divirtáis recorriendo esta trepidante historia que fue “la Reconquista”.
Fotografía del interior del palacio de Medina Azahara (siglo X).
En los tiempos de Abderrahman III, Córdoba se consagra como una de las ciudades más hermosas del planeta. La población alcanza el medio millón de habitantes que viven confortablemente instalados en un eficaz entramado urbano embellecido por suntuosos edificios, ricos palacios, magníficas bibliotecas y saludables baños públicos, además de por unas tres mil mezquitas. Las fértiles huertas que circundan la ciudad surten a ésta de toda clase de productos alimentarios. Una asentada clase artesanal gestiona el fecundo comercio andalusí. Se practica posiblemente la mejor medicina de toda Europa gracias al empeño de un califa obsesionado con la idea de reunir lo mejor de cualquier disciplina del saber; de ese modo, cirujanos, arquitectos, ingenieros, escritores y filósofos viven en armonía con una ciudad que los luce orgullosa. […]
[…] La batalla de Simancas supuso un serio desbarajuste en las intenciones guerreras del califa cordobés. El desastre ocasionado entre sus tropas por la ineficiencia de los cuadros de mando musulmanes hace que Abderrahman busque culpables entre éstos, crucificando y ahorcando a más de 300 oficiales a quienes acusa de traición. El escarmiento público no consigue calmar el ánimo de un deprimido mandatario que sólo encuentra consuelo en la belleza de su querida Medina Azahara. Nunca más volverá a dirigir tropas personalmente contra los cristianos; sí, en cambio, desde ese momento, ordenará terribles aceifas de castigo que someterán la voluntad de los reinos cristianos a tal punto que, pocos años después de la derrota en Simancas, ningún reino cristiano le puede negar el vasallaje ni el arbitrio en cuitas internas.
Abderrahman III ya es el personaje más importante de su época; nada se hace ni se discute en Al-Andalus o en los reinos norteños sin contar con su parecer. Cuando fallece el 15 de octubre de 961 tiene setenta años, cuarenta y nueve de ellos dedicados por entero a la grandeza de Al-Andalus. Cuenta la historia que, poco antes de morir, el califa se detuvo a reflexionar sobre las jornadas de felicidad vividas por él a lo largo de su vida, y sólo pudo recordar catorce días alegres. Este significativo dato nos brinda una idea muy cercana a lo que debió de ser el espíritu indomable del gran luchador andalusí.
Le sucede su heredero el príncipe Al-Hakam II, quien supo mantener el legado transmitido por su padre, mejorándolo incluso, pues el segundo califa omeya había sido educado exquisitamente. Su preparación intelectual y su excelentes dotes de gobierno otorgaron a Córdoba momentos de prosperidad en los que se llenó de paz el Estado andalusí. Al-Hakam II ordenó un escrupuloso censo de la población contenida en su imperio: el resultado no sorprendió a nadie, seis ciudades se podían considerar muy pobladas, ochenta plazas eran populosas, mientras que otras trescientas villas gozaban de un buen número de habitantes; también se construyeron decenas de acequias que surtieron de agua las huertas de muchas localidades. Se importaron nuevos cultivos y se contrataron mercenarios que mantuvieron a raya cualquier beligerancia cristiana. Al margen de estos beneficios Al-Hakam II pasará a la historia por ser un califa preocupado por la literatura. En su palacio se podía ver a los mejores autores del momento, otros aprendían en las academias literarias cordobesas y, sobre todo, la población en general gozó de una red de bibliotecas públicas instaladas en las principales ciudades andalusíes.
Este hecho insospechado en cualquier reino europeo de ese siglo favoreció un impulso nunca visto hasta entonces. La propia biblioteca de Al-Hakam II disponía de unos 400.000 ejemplares que abarcaban todas las disciplinas del saber. El califa se ocupó personalmente del archivo y distribución de buena parte de los textos albergados en aquel ilustre santuario del conocimiento; fue sin duda algo digno de las mejores loas poéticas. Atender el progreso del Estado andalusí no mermó su capacidad bélica. […]
[…] Sólo un asunto distanció al califa de su pueblo, que fue la incesante contratación de extranjeros para ocupar cargos relevantes en el aparato estatal. Esta circunstancia fue motivo de afrenta para algunas influyentes familias, que se vieron relegadas del poder en su opinión de forma injusta. A pesar de todo, Al-Hakam II completó quince años de buen gobierno. Cuando falleció en 976 su pueblo lloró desconsoladamente recordando a aquel califa que tanto equilibrio había entregado para grandeza de Al-Andalus.
El desasosiego llegó con Hisham II y razones no faltaban para intuir que lo conseguido por su padre Al-Hakam se podría desvanecer dada la preocupante edad del heredero (once años) y la supuesta debilidad física y mental del niño. En medio de la incertidumbre surgió vigorosa la imagen de alguien llamado a protagonizar el último cuarto de ese siglo. Nacía para la historia Muhammad Ibn Abi Amir, más conocido por su sobrenombre “Al-Mansur”, que significa “el Victorioso” y los cristianos tradujeron como “Almanzor”.
Almanzor es uno de esos personajes apetecibles para cualquier biógrafo. Nacido en Turrus, comarca de Algeciras, en 939, todavía hoy en día se discute sobre su origen étnico: unos autores piensan que era almohade, otros llegan a afirmar que tenía orígenes eslavos. En todo caso pertenecía a la dinastía amirí, linaje de rancia tradición y escaso patrimonio. Lo encontramos hacia 960 en Córdoba donde se forma en las disciplinas de teología, filosofía y derecho.
El refinado joven es tutelado por el prestigioso general Galib, hombre de confianza de Abderrahman III y Al-Hakam II. El matrimonio con una hija del militar le sitúa en círculos próximos al poder califal. En poco tiempo gana la confianza de Subh, esposa favorita de Al-Hakam II y madre del principal heredero Hisham. En esos años Almanzor consigue de su suegro la preparación militar necesaria para afrontar las futuras campañas guerreras de Al-Andalus. […]
[…] Almanzor obtiene gracias a diversas estrategias un lugar preminente en el mundo andalusí, desde su flamante cargo de hayib, arrebatado al antiguo aliado Al-Mushafi, emprende una serie de crueles aceifas contra los cristianos. Les arrebata la fortaleza de San Esteban de Gormaz, vital para la estabilidad fronteriza por ser muro de contención para los ataques leoneses y navarros. Tras la mencionada desaparición del general Galib, quien fallece en su residencia de Medinaceli, Almanzor se ve con las manos libres para reducir al joven califa Hisham II a un ostracismo rodeado de toda clase de lujos y placeres. Siam invierte el abundante tiempo libre en una entrega casi total al estudio del Corán y las acciones piadosas. Mientras tanto, el activo Almanzor forma ejércitos compuestos por beréberes, eslavos y nubios lanzándolos contra territorio cristiano. […]
[…] Almanzor intenta por todos los medios crear un ambiente adecuado que le facilite su proclamación como califa de Al-Andalus. Medina de Azahara, la suntuosa ciudad palatina de los omeya, era un obstáculo en su camino hacia la cima. En 987 se terminan las obras de Madinat al-Zahra, “la ciudad resplandeciente”, desde donde el líder andalusí tomará decisiones y depositará los tesoros obtenidos de sus correrías. El palacio amirí no consigue anular el resplandor de Medina Azahara, donde permanece temeroso el atribulado Hisham II. Sin embargo, los legitimistas defienden a ultranza la posición califal –son demasiados y muy poderosos-, lo que incita al dictador a plegar velas en espera de más favorables acontecimientos.
A pesar de su manifiesta erudición, Almanzor no tuvo ningún pudor en entrar de forma demoledora en la exquisita biblioteca de Al-Hakam II cuando ordenó el espigamiento del catálogo documental y la quema posterior de miles de valiosos textos. El propósito de este acto debemos atribuirlo a las ganas de Almanzor por satisfacer las demandas de algunos religiosos puristas del Corán que veían en la fantástica biblioteca un centro divulgador del mal. […]
[…] En 997 arrasa Santiago de Compostela, expoliándola de sus míticas campanas catedralicias, con lo que eso suponía de menoscabo para el ánimo cristiano. Entra impunemente en los reinos norteños y se mueve por ellos a su antojo, quitando o poniendo monarcas según le place. Somete Barcelona tras una horrible aceifa de perenne recuerdo, gracias a la que obtuvo respeto y tributo de los condes catalanes.
Finalizado el siglo X Almanzor se encuentra en el cenit de su poder personal, parejo a esto se halla el punto álgido del califato omeya. Todos temen al antiguo mayordomo palatino, nadie osa contravenirle. Sus enemigos han sido diezmados y goza de excelente reputación en el imperio andalusí, incluso tiene el apoyo de un reconciliado Hisham II; de esa manera llega el año 1000, cuando Almanzor obtiene su última gran victoria militar sobre los cristianos en Cervera del Pisuerga; curiosamente este suceso bélico condicionó la historia y leyenda del caudillo musulmán.
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