Desde la encomienda de Barcelona queremos tratar un tema que hemos considerado de interés; puesto que formaba parte directa del combate y de la vida cotidiana de un templario.
Se trata pues de su ajuar. Para ello hemos extraído el siguiente texto publicado en el libro “Codex Templi”, el cual ha sido realizado por el investigador español D. José Luis Delgado Ayensa.
Desde este humilde rincón, deseamos disfrutéis con su lectura.
Cuando un caballero entraba a formar parte de la Orden, se le entregaba un ajuar completo, del que debía hacerse totalmente responsable; no podía deshacerse de ninguno de los objetos y prendas que se le cedían. Los templarios recibían dos pares de fajas de paño, una pelliza, dos calzones, un sayo, una capa, dos mantos –de los cuales uno iba forrado con una piel de poco coste y lujo-, una túnica, dos camisas, un cinturón ancho de cuero, un bonete de fieltro y otro de algodón. Además de este bien dotado ajuar de ropajes, el templario recibía una servilleta, una toalla, un jergón –una especie de colchón-, dos sábanas, una manta ligera y otra gruesa –que debían ser de color blanco o negro o rayas blancas y negras, pues éstos eran los colores representativos del Temple-.
Como ajuar militar, cada hermano recibía una cota de malla, que se fabricaba en cuero, en la cual se insertaban anillas o placas metálicas; la cota cubría cuello, hombros, torso y espalda; se le daba también un yelmo que cubría por completo la cabeza; este yelmo sólo tenía una serie de aberturas frontales, a modo de visor rectangular, y respiraderos; unas calzas de malla, que se anudaban en la parte posterior de la pierna; unos zapatos de armas; un casco que cubría la cabeza por su parte posterior pero dejaba el rostro al descubierto y otro con los bordes abatidos.
El armamento del templario también reflejaba el doble carácter militar y religioso de la Orden. Llevaban una espada recta con doble filo y la punta redondeada; esta espada no debía ser lujosa ni podía tener inscripción alguna. Probablemente sólo estaban “marcadas” con la cruz paté, el emblema de la Orden y quizá llevaban la inscripción de su divisa: “Non nobis Domine, non nobis, sed Nomini tuo da gloriam” (“No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu Nombre da la gloria”), del prólogo de la Regla de San Benito, párrafo 30). También se les proveía de un escudo ovalado –que en su extremo inferior adoptaba una forma triangular-, de madera, forrado en metal por su parte interior y en cuero por la exterior; además, los monjes-guerreros tenían tres cuchillos: uno para cortar la carne y los alimentos, otro como arma de combate propiamente dicha (un puñal) y una navaja recta.
Cada templario tenía derecho a llevar tres caballos con su equitación completa, un caldero, un cuenco para medir la cantidad de comida de sus caballos y tres pares de alforjas.
Como soldados prestos al combate, era imprescindible que los templarios estuvieran en forma y que no se entregaran a la molicie. El soldado templario debía entrenar a diario, independientemente de que se hallara en una encomienda situada en Europa o batallando en ultramar. Pero es un error –bastante frecuente- creer que tanto los templarios como los caballeros cruzados en general eran “superhombres” con una corpulencia enorme que les permitía manejar armas pesadísimas.
Unos y otros usaban las llamadas espadas “de mano”: su peso debía de estar entre los 1.300 gramos y los 1.600 gramaos y la longitud de su hoja probablemente no superaba los 85 centímetros. Hay que recordar que las armas de la Edad Media estaban pensadas y fabricadas para la batalla y, por tanto, no pueden compararse con las imitaciones actuales, cuya única función es el ornamento. Si la gran mayoría de nobles y príncipes cruzados se cuidaban mucho de que sus espadas fuesen ligeras, resistentes, afiladas y equilibradas, los caballeros templarios debieron de ocuparse aún más de todos estos aspectos: la espada era su “instrumento de trabajo”. Respecto a la ostentación y el lujo en las armas, la Regla Primitiva prohibía cualquier clase de ornamento que no fuese puramente funcional; todo aquello que fuera superfluo no habría hecho sino incrementar el peso de la espada o del escudo.
Los aficionados a la arqueología bélica habrán observado que, muy a menudo, las espadas medievales tenían una acanaladura en el centro, en ambos lados de la hoja. Los especialistas han discutido cuál podría ser la función de esta hendidura; algunos autores advierten que la acanaladura permitiría la entrada de aire en las heridas y ello provocaría un efecto mortal inmediato en su víctima. Pero es más probable que esta característica sólo contribuyera a disminuir el peso de la hoja, sin riesgo de perder consistencia. La espada es un arma poderosa y letal: no necesita de artificios para infligir heridas mortales. Una vez asestado el golpe, los daños ya eran suficientemente graves como para poder causar la muerte sin necesidad de acudir a otras estrategias rebuscadas, como la famosa acanaladura.
Dadas las necesidades de la Orden del Temple en Tierra Santa y la extensa red de encomiendas situadas en Europa, con capacidad para abastecer de cualquier recurso a la Orden, es muy posible que los templarios fabricaran sus propias espadas, cotas de mallas, escudos, etcétera. Sin embargo, debe recordarse que las espadas eran más bien escasas en los ejércitos cristianos. Sólo los reyes, príncipes, nobles y caballeros utilizaban estas armas. La tropa común solía emplear hachas, mazas y otros instrumentos de muerte. El caso templario es excepcional en este punto: la organización tenía que proveer a todo el contingente de caballeros desplazados a ultramar, a los hermanos sargentos, a los escuderos, etcétera, de modo que las forjas del Temple, probablemente estaban equipadas con los mejores recursos y, quizá, eran las factorías más avanzadas de su época.
Vale la pena detenerse, siquiera un instante, en el antiguo, misterioso y complicado arte de la forja de espadas. El oficio de forja eran en la Edad Media –lo sigue siendo en la actualidad- un arte complejo, rodeado de secretos celosamente guardados. El maestro forjados estaba envuelto en un halo de misticismo: era el artesano que moldeaba el poderoso hierro, el que daba forma de cruz a un objeto de muerte, el que creaba espadas únicas a las que se le daban nombres gloriosos, el que sacaba del fuego al objeto con el que se investía a los caballeros…Una buena espada era un tesoro de valor incalculable. El aprendiz de maestro forjados había de pasar muchos años aprendiendo el manejo de las herramientas, la composición exacta de las distintas aleaciones y las diferentes formas de tratar a las mismas; eran secretos transmitidos de generación en generación por los maestros forjadores. La hoja de una buena espada había de tener un filo cortante, pero debía trabajarse de tal modo que no se corriera el riesgo de que pudiera quebrarse o doblarse a causa de un golpe fuerte. Para ello, los maestros forjadores endurecían el hierro aleándolo con carbono, cuidándose mucho de aportar la cantidad exacta de cada uno de los elementos de la aleación, para no obtener un acero demasiado quebradizo, a causa de una excesiva cantidad de carbono o, por el contrario, un acero demasiado blando que, aún siendo difícil de quebrar, pudiera deformarse con facilidad y perder el filo. Para la forja utilizaban, preferentemente, mineral obtenido del fondo de los ríos, más puro que el de las minas, aunque se usara este último si escaseaba el primero. En un horno se mezclaban la cantidad de hierro deseada con su correspondiente cantidad de carbón vegetal; el fuego unía los dos materiales y se obtenía un lingote de acero con un contenido en carbono superior al uno por ciento. Para que el acero tuviera la consistencia adecuada, el proceso se realizaba a una temperatura que oscilaba entre 750 y 900 grados centígrados. Conseguir la temperatura exacta y mantenerla constante era fundamental, tanto como acertar con la aleación correcta de hierro y carbón; de modo que las forjas se solían emplazar en las cercanías de algún bosque, para tener la posibilidad de procurarse madera de una manera constante y, así, poder mantener vivo el fuego. Una vez que se había obtenido el lingote, que solía ser de pequeño tamaño, se procedía a su modelado a base de golpes de martillo. Para conseguir una buena espada, lo habitual era unir varios lingotes modelados que, en ocasiones, poseían distinta composición, dependiendo de la zona del arma: la punta de la espada o la cruz debían tener distintas características. Después, las distintas piezas se soldaban golpeándolas continuamente hasta conseguir una sola pieza. La última fase de la forja era el templado. El templado era otro de los procesos clave en la realización de una buena espada de acero. El mejor maestro forjador era aquel que pudiera controlar la temperatura del horno, las cantidades de la aleación y, sobre todo, el templado de la espada. Con el proceso de la forja, el acero resultante sería bastante rígido, pero quebradizo, de modo que se procedía a enfriarlo bruscamente, sumergiendo la pieza en agua o aceite, para conseguir que la hoja resultase, además de dura, flexible y resistente. Este proceso se repetía cada vez que el acero se calentaba para su moldeado y, finalmente, la operación se efectuaba nuevamente una vez acabada la espada. De la destreza del artesano para controlar el tiempo y la rapidez de enfriamiento dependía la dureza, flexibilidad y resistencia de una buena espada.
Otro de los elementos bélicos de uso común entre los caballeros templarios era la cota de malla; esta pieza era muy útil para protegerse de las flechas disparadas por los arqueros a caballo de los ejércitos musulmanes. Los artesanos de las encomiendas templarias hacían las mallas cortando finas planchas de hierro, trabajadas hasta que obtenían un grosor adecuado. Las planchas se cortaban después en tiras. Cuando tenían las tiras preparadas, las enrollaban para formar unos muelles espirales, de los cuales cortaban más tarde los anillos correspondientes. Una vez cortados, los anillos eran taladrados para, acto seguido, unirlos entre sí y colocarles un remache que dejara sellada la unión. Dado que en una cota de malla era común utilizar entre 15.000 y 30.000 anillos, puede imaginarse fácilmente que estas piezas requerían un trabajo inmenso. Un buen artesano era capaz de fabricar una cota de malla en unos seis meses, aunque habitualmente los herreros no trabajaban solos. En la confección de la cota de malla participaban también los aprendices: éstos preparaban los anillos y el experimentado maestro se ocupaba de enlazarlos posteriormente.
Con seguridad, los guerreros sarracenos de Tierra Santa observaron a los caballeros templarios con temor y admiración: frente a ellos estaban aquellos hombres sobre sus caballos, vestidos completamente de blanco, con sus yelmos y sus cotas de malla reluciendo tras las nubes de polvo del desierto, y con sus espadas reflejando el brillo del sol, como envueltas en fuego. Esta imagen de los caballeros templarios debió de ser, por sí misma, impactante y desalentadora. Desde el punto de vista psicológico, la apariencia casi sobrenatural de las huestes templarias tuvo que mermar forzosamente los ánimos de los ejércitos musulmanes.
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