Desde la encomienda de Barcelona recobramos nuevamente el apartado dedicado a la figura controvertida de Federico de Hohenstaufen, escrita por el autor y novelista Piers Paul Read en su libro “The Templars”.
Desde Temple Barcelona deseamos que os distraigáis con su lectura.
La responsabilidad del fracaso de esa quinta Cruzada se le atribuye invariablemente al terco e insensible cardenal Pelagio, y es indudable que su naturaleza áspera hacía de él un comandante poco satisfactorio y que el fervor religioso distorsionaba sus cálculos estratégicos. Pero los ejécitos cruzados siempre fueron débiles cuando no tenían un líder militar indiscutible. Ricardo Corazón de León le había hecho frente a Saladino no sólo por su coraje y carisma, sino porque era rey. Juan de Brienne también era rey, pero su derecho al título de rey de Jerusalén era demasiado vago para inspirar la lealtad de los barones europeos e incluso de Outremer; en cuanto a Pelagio, muchos pensaban que su condición de clérigo lo inhabilitaba para el mando. El único líder indiscutible a quien los papas, sus legados y todos los príncipes feudales esperaron durante toda la campaña fue el nieto de Federico Barbarroja, el emperador Hohenstaufen, Federico II.
El 7 de setiembre de 1228, Federico de Hohenstaufen desembarcó en Acre para asumir el mando de la cruzada, quince años después de haber tomado la cruz. Tenía treinta y seis años y ya se había labrado la extraordinaria reputación que le valdría el título de stupor mundi et immutator mirabilis. Su padre, el emperador Enrique VI, había muerto cuando él tenía tres años. Su madre, la emperatriz Constanza, heredera del reino normando de Sicilia, lo había llevado entonces a Palermo, donde falleció tan sólo un año más tarde. Federico fue criado por tutores elegidos por el papa Inocencio III, el custodio designado por Constanza. La falta de amor familiar, junto con la mezcla de influencias normandas, griegas y musulmanas que conformaban la cultura de la corte siciliana, crearon un carácter peculiar en un espíritu excepcionalmente cultivado. “Era un hombre hábil –escribió Salimbene, un contemporáneo-, astuto, codicioso, disipado, malicioso y malhumorado. Pero a veces, cuando quería revelar sus cualidades buenas y refinadas, era alegre, ocurrente, encantador y trabajador”. Sabía cantar y componer música, hablar alemán, italiano, latín, griego, francés y árabe. Era un diestro jinete y experto halconero. Salimbene lo describe como “un hombre apuesto, bien formado, aunque de estatura media”; pero el cabello rojizo heredado de su abuelo, Federico Barbarroja, y sus ojos ligeramente saltones, no causaron una buena impresión a un observador musulmán para quien, “si hubiese sido un esclavo, no hubiera valido ni 200 dirhams”.
Al ser coronado en Frankfurt rey de Germania, en 1212, Federico había jurado con ímpetu tomar la cruz. Eso no entraba en los planes de su custodio, el papa Inocencio III, y fue por lo tanto momentáneamente ignorado. Al año siguiente, Inocencio fue sucedido por el tutor de Federico, Celsio Savelli, como Honorio III, y Federico pareció ser en sus primeros años un hijo predilecto de
Igualmente amenazante era el escepticismo desarrollado en la mente del joven rey. A diferencia de los monarcas del norte de Europa, cuya educación estaba limitada por el programa que fijaba
[…] Por la oscura propaganda que le harían más tarde sus enemigos, es difícil distinguir realidad de ficción: pero es significativo que incluso sus contemporáneos musulmanes, como el cronista damasceno Sibt Ibn al-Jawzi, pensaran que Federico era “casi seguro un ateo”. El católico Salimbene escribió también que “en cuanto a la fe en Dios, no tenía ninguna” y que “si hubiera sido un buen católico y amado a Dios y a su Iglesia, y a su propia alma, habría tenido pocos pares entre los emperadores del mundo”. Se dijo que Federico se mofó de
[…] Su moral sexual discrepaba sin ningún género de dudas de la doctrina cristiana, aunque aquí una vez más es difícil distinguir entre verdad, exageración y mentira. El apólogo papal, Nicolás de Carbio, “excepto en el arte de asesinar personajes”, lo acusó de convertir las iglesias en burdeles y de usar un altar como lavatorio. Escribió que Federico prostituía no sólo a muchachas sino también a muchachos, satisfaciendo “un vicio vergonzoso siquiera de pensarlo o mencionarlo, y más asqueroso de practicarlo”. Algunos eruditos, quizá con algo de ingenuidad, han sostenido que esas dos pasiones suelen ser incompatibles. Lo que no se discute es que Federico mantenía un harén compuesto por huríes musulmanas y cristianas, y que engendró una serie de hijos ilegítimos, entre ellos Manfredo, futuro rey de Sicilia, y Violante, la condesa de Caserta.
Una vez que se libró del tutelaje de los papas, Federico aplicó sus creencias racionales y seculares al gobierno de sus dominios. Tras ser coronado emperador por el papa Honorio III en 1220, reemplazó a los clérigos y sirvientes feudales de su administración siciliana por abogados, y fundó una universidad en Nápoles para instruir a sus funcionarios en los procedimientos legislativos y judiciales de la antigua administración romana. El viejo Papa le había concedido la corona imperial a su díscolo alumno como una forma de comprometerlo con la cruzada, y no hay duda de que Federico tomó con seriedad su deber, no porque le importara que Jerusalén estuviese o no en manos de los cristianos, sino porque conducir una cruzada confirmaría su estatus de soberano supremo de la cristiandad. Al mismo tiempo émulo de los déspotas de la antigüedad y precursor de los dictadores modernos, Federico evitaba la virtud cristiana de la humildad y terminó creyendo en su propio derecho divino, como emperador, a la autoridad suprema ejercida por los emperadores romanos del pasado. “Desde nuestros primeros tiempos –escribió-, nuestro corazón nunca cesó de arder por el deseo de restituir su antigua dignidad al fundador del Imperio romano y a su fundadora, Roma misma.”
Esto inevitablemente lo ponía en conflicto con el papado, que reivindicaba para sí la misma autoridad si no mayor, y también con las ciudades de
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