Desde la encomienda de Barcelona recuperamos el capítulo dedicado a conocer los lugares del Reino de Aragón, donde permanecieron los templarios.
Para ello hemos recuperado un nuevo texto de nuestro amigo, el investigador y escritor D. Jesús Ávila Granados de su libro “Templarios en las tierras del Ebro”, donde nos descubre los magníficos parajes de la ribera del río Ebro donde se asentó la Orden del Temple.
Desde Temple Barcelona deseamos que su lectura os atrape.
Fotografía del Catillo de la Suda (Tortosa), enclave gobernado por el Temple.
Tortosa, Baix Ebre (Tarragona)
Tortosa, en el tramo más inferior del Ebro, gracias a su excepcional emplazamiento y a un clima benigno, fue muy codiciada por todos los pueblos, desde tiempos prehistóricos. Los Íberos (Ilercavones) fueron el principal referente cultural, y la llamaron Hibera, o Ilerca; el principal núcleo de población fue el castrum que se alzó en el cerro de la Suda. Los romanos, después de la conquista, la bautizaron como Iulia Augusta Dertosa. La victoria de éstos en Hibera Iulia, en el año 218 a. C., durante la segunda guerra púnica, impidió que Aníbal, ya en suelo italiano, recibiera refuerzos que necesitaba para conquistar la capital imperial.
Después, esta ciudad se convirtió en una importante plaza del reino visigodo. Pero hacía falta esperar la llegada de la civilización andalusí –entre los años 714 y 1035- para ver esta ciudad, conocida como Turtuxa o Turtusha, en el nivel más elevado, como una influyente urbe medieval andalusí sobre el curso inferior del Ebro, gracias, en gran parte, a su activo puerto y a la riqueza y variedad de productos que, desde las lonjas y las tarazanas, comercializaba y exportaba al resto de Al-Andalus y a toda la cuenca mediterránea. Fue capital de un esplendoroso reino de taifa, llegando a acuñar moneda propia; de aquella época son los hamman descubiertos en el barrio de San Jaime.
Durante el floreciente periodo andalusí, Tortosa atrajo la atención de poetas, escritores, filósofos, geógrafos y científicos tanto de Oriente como de Occidente. El poeta al-Gaziri describió la espectacularidad de la Suda: “En la cima de una descarnada altura, donde nadie podría esperar encontrar asilo, los cuervos graznan y reposan sobre su cima, y se pueden sentir soplar todos los vientos. Aquellos que han ascendido una vez en su vida se queja, bastante, de haber desfallecido su corazón”. En lo que se refiere al ámbito político y geográfico, conviene tener en cuenta que durante los siglos XI y XII el curso inferior del río Ebro delimitaba la frontera de demarcación entre los territorios de la España alta-medieval, conocida como “el límite de la oración de la fe” (al norte del río se encontraban los condados cristianos, mientras que en el sur de la ribera derecha era dominio andalusí).
El pontífice Calixto II publicó entre 1122 y 1223 una bula por la cual declaraba cruzada el sitio de la ciudad de Tortosa, que, como veremos a continuación, no llegó a culminarse hasta una generación más tarde, al fracasar el intento de conquista. Este mérito, que se escribió con letras de oro en los anales de nuestra historia medieval, lo debemos a Ramón Berenguer IV, conde barcelonense que, en 1148, no dudó en buscar el soporte logístico de los templarios, así como los Montcada y el poder naval de la República de Génova; el pontífice de entonces, Eugenio II, también firmó una bula para el ejército cristiano. El acoso comenzó el día 1 de julio de este mismo año, y la conquista culminó a mediados de septiembre siguiente; no obstante, la capitulación no se firmaría hasta el 31 de diciembre, coincidiendo con la caída de la poderosa Suda, el último bastión. A partir de entonces se definió los límites territoriales de la ciudad de Tortosa, que aparecen en la Carta de Población, los cuales quedaron jijados desde el cuello de Balaguer hasta Ulldecona, y desde roca Folletero hasta el Mediterráneo. Después, se llevó a cabo el reparto de la ciudad; el conde de Barcelona donó el monasterio de San Cugat la quinta parte de la zona conquistada, los monjes no tardaron en venderla a la Orden del Temple. Al año siguiente (1149), la capital de las Tierras del Ebro recibía la Carta de Población, documento que le facultaba personalidad política y administrativa; era el núcleo iniciador del Llibre dels Costums de Tortosa (Libro de las Costumbres de Tortosa), el primer documento jurídico redactado en lengua catalana.
Las relaciones entre el Temple y la familia Montcada no fueron nada cordiales, especialmente después de las donaciones que el monarca Pedro II realizó a estos señores feudales. Estas diferencias llevaron a situaciones de violencia, y concluyeron en 1129, en el encuentro entre Guillem de Montcada y el maestre provincial del Temple Guillem Cadell; esta situación se confirmaría, en 1241, con la llamada Sentencia de Flix, por la cual tanto la ciudad como el castillo de Suda eran libradas a la Orden del Temple. Durante medio siglo, Tortosa estuvo bajo la tutela de los templarios, que permitieron el clima de diálogo intercultural y religioso necesario; no es una casualidad que en Tortosa llegasen hasta colectivos cátaros, entre los cuales el último prefecto Guilhèn Belibasta, como una etapa de su viaje hacia la población de Sant Mateu. También confirma este clima de diálogo conseguido en Tortosa la redacción del Llibre dels costums generals de la insigne ciutat de Tortosa (Libro de las costumbres generales de la insigne ciudad de Tortosa), recopilación de normas jurídicas llevadas a cabo en 1279, con textos anteriores al siglo XI, desarrollados en tiempos del maestre provincial Pere de Montcada; fue otro de los manuscritos redactados originariamente en lengua catalana.
Todo el tejido social de la ciudad funcionaba a la perfección; los moriscos, que llevaron a cabo las tareas agrarias; los judíos, las actividades artesanales; los cátaros, como excelentes tejedores; mientras tanto, desde lo alto, en la Suda, los templarios velaban por todos ellos, al mismo tiempo que garantizaban el paso de los peregrinos en su camino compostelano por las Tierras del Ebro. Desde el puerto fluvial de Tortosa, y también el de Campredó, salían diariamente los más preciados productos manufacturados por barcos a la Ciudad Condal, Nápoles y Sicilia.
Desde la encomienda de Barcelona recuperamos el capítulo dedicado a conocer los lugares del Reino de Aragón, donde permanecieron los templarios.
Para ello hemos recuperado un nuevo texto de nuestro amigo, el investigador y escritor D. Jesús Ávila Granados de su libro “Templarios en las tierras del Ebro”, donde nos descubre los magníficos parajes de la ribera del río Ebro donde se asentó la Orden del Temple.
Desde Temple Barcelona deseamos que su lectura os atrape.
Fotografía del Catillo de la Suda (Tortosa), enclave gobernado por el Temple.
Tortosa, Baix Ebre (Tarragona)
Tortosa, en el tramo más inferior del Ebro, gracias a su excepcional emplazamiento y a un clima benigno, fue muy codiciada por todos los pueblos, desde tiempos prehistóricos. Los Íberos (Ilercavones) fueron el principal referente cultural, y la llamaron Hibera, o Ilerca; el principal núcleo de población fue el castrum que se alzó en el cerro de la Suda. Los romanos, después de la conquista, la bautizaron como Iulia Augusta Dertosa. La victoria de éstos en Hibera Iulia, en el año 218 a. C., durante la segunda guerra púnica, impidió que Aníbal, ya en suelo italiano, recibiera refuerzos que necesitaba para conquistar la capital imperial.
Después, esta ciudad se convirtió en una importante plaza del reino visigodo. Pero hacía falta esperar la llegada de la civilización andalusí –entre los años 714 y 1035- para ver esta ciudad, conocida como Turtuxa o Turtusha, en el nivel más elevado, como una influyente urbe medieval andalusí sobre el curso inferior del Ebro, gracias, en gran parte, a su activo puerto y a la riqueza y variedad de productos que, desde las lonjas y las tarazanas, comercializaba y exportaba al resto de Al-Andalus y a toda la cuenca mediterránea. Fue capital de un esplendoroso reino de taifa, llegando a acuñar moneda propia; de aquella época son los hamman descubiertos en el barrio de San Jaime.
Durante el floreciente periodo andalusí, Tortosa atrajo la atención de poetas, escritores, filósofos, geógrafos y científicos tanto de Oriente como de Occidente. El poeta al-Gaziri describió la espectacularidad de la Suda: “En la cima de una descarnada altura, donde nadie podría esperar encontrar asilo, los cuervos graznan y reposan sobre su cima, y se pueden sentir soplar todos los vientos. Aquellos que han ascendido una vez en su vida se queja, bastante, de haber desfallecido su corazón”. En lo que se refiere al ámbito político y geográfico, conviene tener en cuenta que durante los siglos XI y XII el curso inferior del río Ebro delimitaba la frontera de demarcación entre los territorios de la España alta-medieval, conocida como “el límite de la oración de la fe” (al norte del río se encontraban los condados cristianos, mientras que en el sur de la ribera derecha era dominio andalusí).
El pontífice Calixto II publicó entre 1122 y 1223 una bula por la cual declaraba cruzada el sitio de la ciudad de Tortosa, que, como veremos a continuación, no llegó a culminarse hasta una generación más tarde, al fracasar el intento de conquista. Este mérito, que se escribió con letras de oro en los anales de nuestra historia medieval, lo debemos a Ramón Berenguer IV, conde barcelonense que, en 1148, no dudó en buscar el soporte logístico de los templarios, así como los Montcada y el poder naval de la República de Génova; el pontífice de entonces, Eugenio II, también firmó una bula para el ejército cristiano. El acoso comenzó el día 1 de julio de este mismo año, y la conquista culminó a mediados de septiembre siguiente; no obstante, la capitulación no se firmaría hasta el 31 de diciembre, coincidiendo con la caída de la poderosa Suda, el último bastión. A partir de entonces se definió los límites territoriales de la ciudad de Tortosa, que aparecen en la Carta de Población, los cuales quedaron jijados desde el cuello de Balaguer hasta Ulldecona, y desde roca Folletero hasta el Mediterráneo. Después, se llevó a cabo el reparto de la ciudad; el conde de Barcelona donó el monasterio de San Cugat la quinta parte de la zona conquistada, los monjes no tardaron en venderla a la Orden del Temple. Al año siguiente (1149), la capital de las Tierras del Ebro recibía la Carta de Población, documento que le facultaba personalidad política y administrativa; era el núcleo iniciador del Llibre dels Costums de Tortosa (Libro de las Costumbres de Tortosa), el primer documento jurídico redactado en lengua catalana.
Las relaciones entre el Temple y la familia Montcada no fueron nada cordiales, especialmente después de las donaciones que el monarca Pedro II realizó a estos señores feudales. Estas diferencias llevaron a situaciones de violencia, y concluyeron en 1129, en el encuentro entre Guillem de Montcada y el maestre provincial del Temple Guillem Cadell; esta situación se confirmaría, en 1241, con la llamada Sentencia de Flix, por la cual tanto la ciudad como el castillo de Suda eran libradas a la Orden del Temple. Durante medio siglo, Tortosa estuvo bajo la tutela de los templarios, que permitieron el clima de diálogo intercultural y religioso necesario; no es una casualidad que en Tortosa llegasen hasta colectivos cátaros, entre los cuales el último prefecto Guilhèn Belibasta, como una etapa de su viaje hacia la población de Sant Mateu. También confirma este clima de diálogo conseguido en Tortosa la redacción del Llibre dels costums generals de la insigne ciutat de Tortosa (Libro de las costumbres generales de la insigne ciudad de Tortosa), recopilación de normas jurídicas llevadas a cabo en 1279, con textos anteriores al siglo XI, desarrollados en tiempos del maestre provincial Pere de Montcada; fue otro de los manuscritos redactados originariamente en lengua catalana.
Todo el tejido social de la ciudad funcionaba a la perfección; los moriscos, que llevaron a cabo las tareas agrarias; los judíos, las actividades artesanales; los cátaros, como excelentes tejedores; mientras tanto, desde lo alto, en la Suda, los templarios velaban por todos ellos, al mismo tiempo que garantizaban el paso de los peregrinos en su camino compostelano por las Tierras del Ebro. Desde el puerto fluvial de Tortosa, y también el de Campredó, salían diariamente los más preciados productos manufacturados por barcos a la Ciudad Condal, Nápoles y Sicilia.