Desde la encomienda de Barcelona recuperamos el apartado destinado a conocer la faceta más destacada de
Para ello hemos seleccionado un nuevo texto de la paleógrafa italiana Barbara Frale, recogido de su libro “I templari e la sindone di Cristo”, donde nos recuerda episodios históricos sobre los templarios.
Desde Temple Barcelona estamos seguros que su contenido os será enriquecedor.
El misterioso ídolo de los templarios (II)
5 Los cofrades del glorioso baussant
La fundación de la orden templaria se remontaba a los inicios del siglo XII. En los años inmediatamente posteriores a
Unos años más tarde, el grupo se hizo más grande y llegó a sumar una treintena de personas; ya fuera porque eran demasiadas para continuar junto a los canónigos en la basílica del Sepulcro, ya porque el rey de Jerusalén había intuido la potencialidad de la confraternidad y decidió tomarla bajo su protección, lo cierto es que los conmilitones pobres de Cristo” fueron a vivir a un ala del palacio que el soberano usaba como residencia. El edificio se levantaba junto a unas ruinas que se tenían por los restos del antiguo Templo de Salomón, por lo que la gente comenzó a llamarles militia Salomonica Templi o también milites Templi, y luego más comúnmente templarii.
Hugo de Payens y sus compañeros habían hecho los tres votos monásticos –de pobreza, obediencia y castidad- ante el patriarca de Jerusalén; aunque sin la ordenación sacerdotal, incompatible con la práctica militar que caracterizaba su misión, formaban una especie de confraternidad al servicio del Santo Sepulcro y habían encontrado en
El proyecto afrontaba muchas dificultades: en la milenaria historia del cristianismo, el oficio de las armas nunca había sido bien visto, y algunos de los antiguos Padres de
En 1126 o 1127, Hugo de Payens dejó Oriente y fue a Europa para presentar las virtudes de su proyecto a los diversos señores feudales y buscar nuevos apoyos. Se reunió incluso con el famoso abad, que hasta aquel momento se había mostrado sordo a sus ruegos; tal vez entonces, después de mantener una conversación personal con el máximo responsable de la confraternidad religiosa y oír de su boca las dificultades por las que pasaban los cristianos en Jerusalén, Bernardo reconsideró la propuesta del soberano. Se dio centa de que la actividad militar de estos frailes, si se limitaba estrictamente a la defensa de los peregrinos y de otros cristianos desarmados, podía darse por buena e incluso muy útil para el reino de Tierra Santa. A partir de ese momento, el abad trabajó con todo el peso de su autoridad en la fundación de la nueva orden. Bernardo expuso su gran entusiasmo por el nuevo proyecto en un tratado titulado Elogio de la nueva milicia, en el que se consideraba al caballero templarios como un guerrero santo. Además, implicó también a otras grandes personalidades religiosas de su época, como el anciano y venerado Esteban Harding, que había redactado las reglas de importantes fundaciones monásticas, y logró incluso el visto bueno del Papado a través del apoyo de Aymeric de Borgoña, jefe de
Los cofrades del Temple vivían en comunidad, apartados del mundo, y dividían su tiempo entre la plegaria y el servicio de las armas en defensa de la población cristiana. Estaban organizados en dos niveles jerárquicos principales: los milities, aquellos a los que se les habían investido caballeros, que vestían de blanco en señal de pureza y perfección, y los suboficiales (servientes), que debían contentarse con hábitos oscuros y se dedicaban esencialmente al trabajo. El favor popular y la protección de los gobernantes hicieron de la orden una institución poderosa, condición que se acrecienta con el tiempo merced a sus inmunidades especiales: en 1139 el papa Inocencio II, discípulo de San Bernardo, otorgó a los templarios un privilegio titulado Omne Batum optimum, que echaba las bases de la independencia de la orden respecto de toda autoridad, laica o eclesiástica, y que posteriormente, potenciado por otras concesiones, la convirtió en una entidad completamente autónoma, tan sólo sometida a la persona del papa.
En 1147, el papa Eugenio III decretó que el hábito de los templarios se agregara una cruz roja como signo distintivo, en recuerdo de la sangre que los hermanos guerreros vertían en defensa de la fe. En síntesis, en la nueva orden se adoptó el principio de ora et labora, que regulaba la vida de todos los monasterios benedictinos, pero en este caso el trabajo manual de los frailes del Temple se materializaba en la actividad militar. Apenas treinta años después de su fundación, la orden conoció un crecimiento tal que fue necesario dividir sus instalaciones en varias provincias y el desarrollo continuó a lo largo de todo el siglo XII. En efecto, poco antes de 1200, el Temple ya estaba presente en toda la cuenca del Mediterráneo, de Europa del Norte a Sicilia y de Inglaterra a Armenia, con centenares de propiedades entre fortalezas, encomiendas y bienes raíces de distinto tipo. Las provincias fueron puestas bajo el gobierno de un superintendente general, llamado visitador, que tenía precisamente la tarea de visitar las diversas regiones del mundo templario, con el fin de informar luego al gran maestre y al Capítulo General de la orden, que se reunía una vez al año; a finales del siglo XIII había incluso dos visitadores, uno para Oriente y otro para Occidente. Además de ser admirados por su reputación de héroes de la fe y envidiados por las riquezas y la multitud de privilegios de que su orden era objeto, los templarios tenían también un notable carisma religioso en la sociedad de su tiempo, pues se tenía a sus autoridades por grandes expertos en el reconocimiento de las auténticas reliquias, de las que la orden poseía una ingente colección. Es legítimo preguntarse sobre qué base la gente de la época habría llegado a semejante convicción, o bien cómo hacían los templarios para distinguir la autenticidad de estos objetos. Sin duda, tenían en su favor el profundo conocimiento del mundo oriental, en el que la orden había nacido; pero, según algunas fuentes, parece que los sacerdotes de la orden usaban las reliquias de Jesús porque su poder sagrado reforzaba el efecto de la oración durante los exorcismos.
Los guerreros del Temple se encuadraban en una férrea disciplina militar que a la hora de la lucha los convertía en un contingente compacto con gran capacidad de coordinación; a las dotes militares se sumaban un gran espíritu de cuerpo, que la normativa trataba de estimular por todos los medios, y la aplicación de un código de honor muy estricto, que no toleraba excepciones. El estandarte era el glorioso pendón llamado baussant –porque estaba dividido en una parte blanca y otra negra-, que simbolizaba el orgullo y la excelencia del Temple. Junto a los combatientes de la otra gran orden religiosa militar, la de los hospitalarios, constituían la parte fundamental del ejército cristiano en Tierra Santa, pero entre una y otra orden había una diferencia importante: mientras que el Temple había nacido como una institución religiosa destinada exclusivamente a la defensa militar de Tierra Santa, el Hospital de San Juan en Jerusalén había sido originariamente una confraternidad para la cura de los peregrinos enfermos y sólo más tarde se había transformado también en orden militar para ayudar a la defensa del reino.
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