Desde la encomienda de Barcelona recuperamos
el apartado destinado a clarificar algunos aspectos de la historia de la Orden del Temple.
Por ello, hemos seleccionado con un
nuevo texto de la paleógrafa italiana Barbara Frale, extraído de su libro “I
templari e la sindone di Cristo”, donde nos ayuda a interpretar cómo fue el
montaje de falsas acusaciones contra los monjes templarios.
Desde Temple Barcelona os invitamos a
continuar indagando sobre la vida de los “Pobres Soldados de Cristo”.
8
Un proceso sin
veredicto
En
presencia del papa, los templarios tuvieron la posibilidad de explicar que los
gestos del rito de ingreso eran una simple escenificación sin ninguna
correspondencia con una verdadera convicción íntima y que todo aquello no era
otra cosa que un tremendo disgusto por el que había que pasar porque la orden
lo imponía.
El
hecho de haber renegado por haberse
visto obligado a hacerlo excluía la libertad personal y no podía haber
verdadera culpa si el ultraje a la religión no se había realizado de manera
voluntaria; Clemente V se convenció de que los templarios no eran herejes, aun
cuando la orden no pudiera ser absuelta, puesto que había tolerado la
existencia de una tradición militar vulgar y violenta, absolutamente indigna de
hombres que habían pronunciado los votos religiosos. Finalmente, su juicio fue
severo, pero no de condena; no herejes, pero tampoco exentos de mancha, los
templarios debían hacer enmienda pública pidiendo perdón a la Iglesia por sus culpas,
para ser luego absueltos y reintegrados a la comunión católica. Entre el 2 y el
10 de julio de 1308, el papa se disponía a escuchar estas demandas de perdón y
absolver a los templarios en calidad de penitentes, pero a su maniobra le
faltaba algo importante: el gran maestre y los otros dignatarios de la orden,
que habían salido de París con el resto del convoy, habían sido retenidos por
soldados realistas en la fortaleza de Chinon, sobre la orilla del Loira, con el
pretexto de que estaban demasiado enfermos para cabalgar hasta Poitiers.
Clemente V comprendió de pronto que el soberano intentaba quitar todo valor a
la investigación apostólica: si en realidad el papa no podía escuchar a los
principales jefes del Temple, que eran quienes conocían toda la verdad, siempre
se podía decir que su juicio no era completo ni significativo, porque se basaba
en testimonios de poca monta. Tras la finalización de su investigación
exclusivamente entre los templarios que había tenido ante él, Clemente V envió
secretamente a tres cardenales al castillo de Chinon, quienes del 17 al 20 de
agosto de 1308 escucharon a los máximos responsables del Temple, recibieron de
ellos la solicitud de perdón y los absolvieron en nombre del papa. No fue lo
que hoy entendemos por absolución jurídica, sino una absolución sacramental,
que, no obstante, tenía también aspectos jurídicos, puesto que la causa por la
que los templarios habían terminado acusados era un agravio a la religión.
Agredido
en sus derechos por la detención ilegal de los templarios, luego engañado una
vez más por la estratagema del rey que quería impedirle el encuentro con las
cabezas de la orden, el papa podía pensar que la investigación de Chinon era
una notable victoria moral; sin embargo, era también el único éxito que podía
obtener, dada la extremada debilidad de su condición política. Ya en el mes de
octubre siguiente, poco después de que el acontecimiento de Chinon tuviera
relevancia pública, los estrategas de Felipe el Hermoso pusieron en marcha una maniobra que tenían preparada
desde hacía tiempo y que atacaba directamente a la Iglesia de Roma: el obispo
Guichard de Troyes, previamente caído en desgracia ante la corte de Francia y
luego implicado en un escándalo económico, fue acusado de brujería y quemado en
la hoguera por orden del rey, pese a que el propio Clemente V lo había
exculpado de esas acusaciones. El acontecimiento repetía la trama de un proceso
que había tenido lugar pocos años antes contra el obispo de Pamiers, Bernard
Saisset, perseguido por Felipe el Hermoso y luego condenado por un delito de
lesa majestad independientemente de la voluntad del papa.
El
hecho guardaba relación con el proceso contra Bonifacio VIII y con el de los
templarios, pues en conjunto constituían un plan de desestabilización: un
obispo, un papa y toda una orden religiosa habían terminado bajo la acusación
de gravísimos agravios, como la herejía y la brujería, lo cual demostraba que la Iglesia de Roma estaba
impregnada de corrupción en todo su cuerpo. Los juristas de Felipe el Hermoso
proyectaron exhumar el cadáver de Bonifacio VIII con el propósito de someterlo
a un proceso público, a cuyo término sería quemado bajo la acusación de
herejía, blasfemia y brujería. La quema del papa difunto pondría a toda la Iglesia en una posición de
ilegalidad: todo el pontificado de Bonifacio VIII quedaría invalidado, y todo
lo sucedido tras la abdicación de Celestino V, incluida la propia elección de
Clemente V, quedaría en consecuencia anulado. Con el Colegio Cardenalicio
dividido y la fidelidad de buena parte de los obispos franceses en su favor,
Felipe el Hermoso amenazaba con un cisma que separaría a la Iglesia de Francia de la
de Roma. Clemente V se encontró ante un terrible dilema: tenía que elegir entre
condenar la orden del Temple, como pretendía el soberano, o bien salvarla, con
lo que tendría que afrontar la quema de Bonifacio VIII en la hoguera y el cisma
de la Iglesia
francesa con todas sus funestas consecuencias.
El
pontífice escogió salvaguardar la integridad de la institución de la que era
responsable y, para ello, sacrificar una parte con el fin de salvar el todo. La
orden del Temple ya había sido destruida en la realidad concreta, derrumbada
por la ola del escándalo y la difamación. Muchos frailes habían muerto en las
prisiones del rey y muchos otros habían perdido para siempre la motivación. En
la primavera de 1312 se reunió en Viena un concilio ecuménico que, entre otras
cosas, debía decidir la suerte de la orden templaria; al pontífice no se le
ocultaba que el juicio era extremadamente controvertido y que una buena parte
de los padres conciliares se oponía a su condena. Tras una prolongada
reflexión, le pareció que sólo había una manera de resolver la cuestión si se
quería conjurar escándalos irreparables y servir al interés de la cruzada:
evitar el pronunciamiento de un veredicto (definitiva
sentencia) y adoptar en cambio una disposición administrativa (provisio), es decir un acto de autoridad
necesario por razones de orden práctico. Gran experto en derecho canónico,
buscó un recurso para no condenar la orden del Temple, de cuya inocencia estaba
convencido, al menos en lo relativo a las acusaciones más graves: en la bula Vox in excelso, el papa declaró que la
orden no podía ser condenada por herejía, y que por eso era “clausurada”
mediante una providencia administrativa y sin veredicto, con el fin de evitar
un grave peligro para la Iglesia. Los
bienes de los templarios fueron devueltos a la otra gran orden religiosa
militar de los hospitalarios: de esa manera quedaban protegidos de la avidez de
la corona francesa y podían servir todavía para la recuperación del Sepulcro de
Jerusalén, motivo por el que tantas personas habían donado en el pasado sus
bienes al Temple. Felipe el Hermoso no aceptó de buen grado esa decisión; de
todos modos, finalmente los hospitalarios pudieron quedarse con una parte
considerable de lo que había sido el patrimonio del Temple.
El
final de la orden templaria no era justo, pero resultaban históricamente
oportuno: había que aplacar el escándalo que había provocado el proceso y
disipar la duda que las confesiones de los templarios habían motivado; a causa
de este escándalo la orden se había vuelto odiosa a los soberanos y a todos los
católicos, por lo que ya no se encontraría un hombre honesto dispuesto a hacerse
templario. En todo caso, la orden se había vuelto inútil para la causa de la
cruzada, que era para lo que se la había creado, y además, si no se tomaba
pronto una decisión al respecto, el rey dilapidaría rápidamente los bienes del
Temple. Por tanto, Clemente V decidía
“quitar de en medio” la orden de los templarios absteniéndose de emitir una
sentencia definitiva. Pero prohibía que se continuara empleando el nombre, el
hábito y los signos distintivos del Temple, so pena de excomunión automática
para quien osase proclamarse templario en el futuro. Actuando de esta manera,
el papa eliminaba la orden en la realidad histórica de su momento, pero al
negarse a emitir una sentencia dejaba de hecho en suspenso al juicio sobre
ella.
Finalmente,
por tanto, no hubo un culpable, sino únicamente un imputado, severamente
castigado por delitos distintos de los que figuraban en la acusación. Algo
semejante ocurrió también en el proceso a la memoria de Bonifacio VIII, lo que
no debe sorprender, puesto que ambas cuestiones estaban doblemente vinculadas y
su solución fue el fruto de una larga lucha diplomática, llevada a veces a
fuerza de negociaciones y otras de chantajes por ambas partes.
Las
máximas autoridades de la orden de los templarios seguían bajo sospecha. El 18
de marzo de 1314, mientras asistían al juicio contra el papa y tras haber
proclamado que la orden era inocente, el gran maestre Jacques de Molay y el
preceptor de Normandía Geoffroy de Charny fueron raptados por soldados del rey
y condenados a la hoguera en una islita del Sena, sin mediar consulta con el
pontífice. Viejo, enfermo desde hacía años y también gravemente desgastado por
el largo pulso que había sostenido con la monarquía francesa, Clemente V y ano
estaba en condiciones de trabajar: murió alrededor de un mes después, y con su
desaparición comenzó para la
Iglesia de Roma el perídodo de cautiverio de Aviñón. Los
pontífices que le sucedieron, presionados por otras urgencias, prefirieron no
ocuparse de la extraña situación de la orden templaria, que nunca fue
condenada, sino prácticamente “clausurada” en virtud de una disposición
absolutamente excepcional.
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