Desde la encomienda de
Barcelona volvemos a seleccionar un nuevo texto del historiador francés Alain
Demurger de su libro “Vie et mort de l’ordre du Temple”. En este apartado nos
ofrece una visión de cómo fueron los orígenes de los templarios y su posterior
expansión por toda Europa y Oriente Próximo.
Desde Temple Barcelona
estamos convencidos de que su lectura os será agradable.
Se
conoce sobre todo la primera parte, en la que el autor justifica y describe la
misión que incumbe a los caballeros de Cristo. En un estilo vigoroso, opone la
nueva caballería –los templarios- a la caballería secular, es decir, a todos
los demás. La nueva caballería lleva “un doble combate, a la vez contra la
carne y contra los espíritus de malicia que invaden los aires”. El nuevo
caballero, cuyo “cuerpo se recubre de una armadura de hierro, y su alma, de una
armadura de fe”, no teme a nada, ni a la vida ni a la muerte, porque “Cristo es
su vida, Cristo es la recompensa de su muerte”. Y les tranquiliza así:
Id,
pues, con toda seguridad, caballeros, y afrontad sin miedo a los enemigos de la
cruz de Cristo…¡Regocíjate y glorifícate más aún si mueres y te reúnes con el
Señor!
En
contraposición, Bernardo denuncia y lamenta la milicia secular, más todavía,
esta “malicia del cielo” (militia y
malitia). “Los que sirven en ella han de temer que maten su alma, tanto si
matan ellos a su adversario en cuerpo, como si el adversario los mata a ellos
en cuerpo y alma.” Y traza entonces la famosa descripción de los caballeros de
su época, perdido en vigor en sus ricas vestiduras de seda, cubiertos de oro,
ligeros y frívolos, ansiosos de vanagloria.
Justifica
después el oficio de soldado, apoyándose en las enseñanzas de Cristo.
Desarrolla la idea de guerra defensiva, hecha en Tierra Santa, la tierra que
representa “la herencia y la casa de Dios”, mancillada por los infieles. La
primera parte acaba con unas palabras “sobre la manera en que se conducen los
caballeros de Cristo, para compararles a nuestros caballeros, que sirven, no a
Dios, sino al diablo”. Disciplina y obediencia, pobreza, rechazo de la
ociosidad. “La voluntad del maestre o las necesidades de la comunidad deciden
sobre el empleo de su tiempo.” Ascetismo, negación de los placeres de su clase,
como la caza…En una palabra, el ideal del Cister, aunque adaptado, pues san
Bernardo concluye: “Vacilo en llamarles monjes y en llamarles caballeros”. ¿Y
cómo se podría designarles mejor quedándoles ambos nombres a la vez, ya que no
les falta ni la dulzura del monje ni la bravura del caballero?”.
Así
quedan legitimados los templarios. Hasta entonces, san Bernardo no ha predicado
la guerra santa, ni ha hecho ningún llamamiento a favor de la nueva milicia. El
De laude no significa en absoluto un
texto del estilo: “Alistaos, reenganchaos…”. Esta disciplina sólo conviene a un
pequeño número, a la élite de los “convertidos”.
Sin
embargo, no basta con justificar la elección de los templarios. Hay que
demostrarles también que ejercen un oficio único, que nadie puede cumplir en su
lugar. En ese sentido va la segunda parte del De laude, la más trabajada y tal vez la más innovadora.
Dicho
oficio es la policía de las rutas. Pero no se trata de cualquier ruta, sino de
aquellas que constituyen la “herencia del Señor”. la exaltante misión de la
nueva milicia consiste en guiar a los pobres y los débiles por los caminos que
Cristo recorrió. Como escribe Jean Leclercq, san Bernardo ha compuesto una guía
para viajeros de Tierra Santa. “Más que animar a los guerreros, dirige a los peregrinos”.
Los
templarios tienen a su cargo la custodia de lugares religiosos particularmente
apreciados por los cristianos: Belén, donde “el pan vivo descendió del cielo”,
Nazaret, donde creció jesús; el monte de los Olivos y el valle de Josafat; el
Jordán, en el que fue bautizado Cristo; el Calvario, donde Cristo “nos lavó de
nuestros pecados, no como el agua, que disuelve la suciedad y la guarda en
ella, sino como el rayo de sol, que quema permaneciendo puro”; por último, el
Sepulcro en el que descansa el Cristo muerto, donde los peregrinos, después de
pasar por mil pruebas, aspiran a descansar también. Tras esas páginas de
turismo místico, que son otras tantas meditaciones sobre los dogmas cristianos,
san Bernardo concluye:
He
aquí, pues, que esas delicias del mundo, ese tesoro celeste, esa herencia de
los pueblos fieles han sido confiados a vuestra fe, amadísimos hermanos, a
vuestra prudencia y a vuestro valor. Ahora bien, os bastaréis para guardar fiel
y seguramente ese depósito celeste si contáis, no con vuestra habilidad y
vuestra fuerza, sino con el socorro de Dios.
El
caballero combate, el monje ora. Los primeros templarios dudaron de la
legitimidad de su actividad guerrera y lamentaron no disponer de tiempo
suficiente para dedicarlo a la oración. San Bernardo justifica su fundación
combatiente y demuestra que “su vida de oración puede encontrar alimento en los
mismos lugares en que cumplen su servicio” (Jean Leclercq).
¿Cómo
fue recibido este mensaje?
Dado
que no se conoce la fecha precisa, tendremos que limitarnos a dejar constancia
de los hechos. La orden del Temple se desarrolla de modo considerable a partir
de 1130. Sin embargo, no se puede dilucidad hasta qué punto se debió al mensaje
de san Bernardo o hasta qué punto influyó la campaña de reclutamiento efectuada
por Hugo de Payns. Verosímilmente, se apoyaron el uno en el otro.
Se
perciben mejor las consecuencias que tuvieron para la Iglesia y los pueblos
cristianos, si no el De laude, al
menos las ideas de san Bernardo. En 1139, el papa Inocencio II publica la bula Omne Batum optimum. Por primera vez, un
texto pontificio aclara la misión de los templarios:
La
naturaleza os había hecho hijos de la cólera y aficionados a las
voluptuosidades del siglo, pero he aquí que, por la gracia que sopla sobre
vosotros, habéis prestado oído atento a los preceptos del Evangelio,
renunciando a las pompas mundanas y la propiedad personal, abandonando la
cómoda vía que conduce a la muerte y eligiendo con humildad el duro camino que
lleva a la vida […]. Para manifestar que hay que considerarse efectivamente
como soldados de Cristo, lleváis siempre sobre el pecho el signo de la cruz,
fuente de vida […] Fue Dios mismo quien os constituyó como defensores de la Iglesia y adversarios de
los enemigos de Cristo.
Inocencio
II emplea las mismas palabras que el abad de Clairvaux. Más adelante, otros
textos pontificios recordarán la razón de ser y la función del Temple.
Cosa
más significativa todavía, el papel de la nueva milicia empieza a ser captado
con claridad por numerosos fieles de Occidente, que le hacen donaciones. Más de
un templario debió de sentirse reconfortado al leer el texto de la donación
siguiente, hecha en Douzens, Languedoc, hacia 1133-1134 por una tal Lauretta.
Cede todos sus terrazgueros y todas las rentas que posee en la ciudad de
Douzens, así como dos parcelas de tierras de cultivo, culturas o condominas, en
los terrenos del castillo de Blomac, “a los caballeros de Jerusalén y del
Templo de Salomón, que combaten valerosamente por la fe contra los amenazadores
sarracenos, ocupados sin cesar en destruir la ley de Dios y los fieles que la
sirven”.
Lauretta
ha asimilado bien la teoría de los teólogos sobre la cruzada-guerra defensiva.
¿Y cómo no percibir en ese gesto, aunque burdo, el estilo y la emoción del De
laude?
Pero
situémonos en un plano más general. En su estudio sobre los templarios y los
hospitalarios de Champaña y Borgoña, Jean Richard señala con justeza que los
legados hechos a ambas órdenes, suponen asimismo legados piadosos, destinados a
hombres de oración. Los fieles esperan de esas órdenes, poderosas y bien
consideradas, un acceso más fácil, más eficaz, a la gracia divina. ¿No se
deberá, también en este caso, a que se ha retenido la lección del De laude?
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