Desde la encomienda de
Barcelona damos inicio a un nuevo apartado dedicado a conocer la vida de un
monje capuchino que llegó a realizar muchos milagros tanto en vida como también
una vez que fue llamado por el Altísimo. Sus extraordinarias sanaciones
hicieron que la Iglesia
lo proclamase santo en el año 2002, treinta y cuatro años después de su muerte
corpórea. Su nombre, Padre Pío de
Pietralcina
Por ello hemos
seleccionado un capítulo del libro “Padre Pío: los milagros desconocidos del
santo de los estigmas, realizado por el periodista D. José María Zavala, donde
de manera desglosada nos acerca su vida y obra para que podamos contemplarla.
Desde Temple Barcelona
estamos seguros que esta nueva sección os resultará fascinante.
¡Papá, aquí está
Jesús!
Me
hallaba yo entonces en el pueblo toledano de Oropesa, dos meses después de
regresar de mi viaje a Roma, San Giovanni Rotondo y Tarento, cuando al abrir el
correo electrónico descubrí aquel precioso tesoro que sólo el Padre Pío y el
propio Joaquín pudieron enviarme desde el Cielo el mismo día de la onomástica
de Joaquín y Ana.
No
en vano los protagonistas de este hermoso testimonio se llaman igual que el
padre de la Virgen María.
En
cuanto leí los dos folios redactados por Joaquín Hernández, natural de Santa Fe
(Argentina), tuve la certeza de que debía enlazar su testimonio con el de
Gianna Vinci.
Contaba
él que en 2007 diagnosticaron un cáncer de hígado a su hijo de tres años. Aquel
aldabonazo del destino debilitó aún más sus ya de por sí frágiles creencias
religiosas. Joaquín padre no hizo más que lamentarse desde entonces, sin
entender cómo el Señor podía cebarse con una criatura tan desvalida como
Joaquín hijo.
El
hombre decidió rebelarse así contra el Cielo: dejó de ir a Misa; tampoco
confesaba ni comulgaba. Todo lo contrario que su hijito, quien, pese a su corta
edad, amaba con locura a Jesús y a la Virgen.
El
pleno calvario de quimioterapias, cirugías e incontables ingresos
hospitalarios, el pequeño Joaquín seguía bendiciendo al Señor con todas sus
fuerzas. Divina paradoja. Con cuatro años, su hígado pesaba nada menos que dos
kilos, cuando el de cualquier otro niño de su edad no excedía de trescientos
gramos. La muerte rondaba a Joaquín. Los médicos dispusieron un transplante
urgente, peor no había donantes. Entonces, inesperadamente, surgió uno: Joaquín
padre comprendió al final que si quería salvar a su hijo debía donarle una
porción de su propio hígado, compatible con el de aquél.
Poco
antes había irrumpido en su hogar el Padre Pío, gracias a una buena amiga,
Claudia Sutter, que les habló del santo de Pietrelcina, regalándoles estampas
con una pequeña reliquia suya y una bella imagen de su rostro.
Hasta
que llegó el día más temido y esperado. El propio Joaquín padre relataba con
todo lujo de detalles el pavoroso combate por la vida:
La
imagen del Padre Pío estuvo presente en el quirófano durante el trasplante. El
doctor Carlos Luque, hombre de mucha fe, me repetía que el Padre Pío sería el
jefe del quirófano y que él nos guiaría durante las más de dieciocho horas que
duraría la operación. Nos advirtió que el estado crítico de mi hijo elevaba
mucho el riesgo de la intervención. Por si fuera poco, su compleja patología
hacía muy peligrosa la anestesia pues el hígado era tan grande que comprimía
uno de sus pulmones, encharcándolo de agua. De hecho, algunos médicos
desaconsejaron la operación. Pero finalmente entramos en el quirófano a las
siete de la mañana. Al cabo de dieciocho horas y media, desperté. El cirujano
se me acercó para confirmar que todo había salido bien: una parte de mi hígado
funcionaba ya ene le cuerpecito de mi hijo.
Cuatro
días después, a punto de recibir el alta, Joaquín padre siguió ingresado a
causa de la fiebre. La herida se le había infectado peligrosamente. El cirujano
tuvo que desprender los puntos de sutura uno a uno, dejando la incisión al
descubierto. Por más antibiótico que administraban al paciente, la fiebre
seguía aumentando. Preocupado por su evolución, el doctor le advirtió que debía
operarle por segunda vez al día siguiente y limpiar minuciosamente la zona
infectada.
La
noche en que me dijo eso –advierte Joaquín- reflexioné sobre mi fe como jamás
lo había hecho antes. Ensimismado en mis pensamientos, apareció mi esposa
Luciana: “Joaquín te envía esto para que le reces mucho y lo pongas bajo tu
almohada”, dijo, tendiéndome una estampa del Padre Pío con una reliquia de su
hábito. Observé en ella señales de sangre. Era la misma estampa que mi hijo
había conservado a su lado durante el transplante. Recé con gran devoción la
oración al Padre Pío y me dormí. De madrugada, desperté. Sentí una repentina
mejoría, seguida de una intensa sensación de humedad en la zona de la herida.
Comprobé que, durante el sueño, había drenado gran cantidad de pus verde.
Avisaron enseguida al cirujano. Tras examinarme, advertí su atónita alegría:
“Yo venía para curarte pero tú has decidido hacerlo solo”, me dijo.
Días
después, padre e hijo recibieron el alta. Una mañana, Joaquín padre sintió la
necesidad de entrar en la iglesia de Guadalupe para agradecer al Señor tantas
gracias recibidas. Su hijo aceptó encantado. Tras persignarse con agua bendita,
mostró a su padre el recipiente para que hiciese lo mismo. Luego, ambos
humedecieron con ella la zona del hígado. A continuación, se instalaron en un
banco para rezar.
Antes
de irnos –recuerda Joaquín-, mi hijo me asió la mano para conducirme al fondo
del templo donde se hallaba la imagen del Sagrado Corazón de Jesús. Sólo
exclamó: “¡Papá, aquí está Jesús!” Permaneció inmóvil frente a Él, agarrado de
mi mano. No dejaba de mirarle a la cara, desde abajo, como si quisiese decirle:
“Misión cumplida”.
Cuatro
meses después, el chiquillo se fue al Cielo. Un nuevo tumor en el hígado segó
su existencia en la tierra, donde vivió con plenitud gracias a Jesús y al Padre
Pío.
No hay comentarios:
Publicar un comentario