Desde la encomienda de
Barcelona tras la vuelta a la actividad de vuestra página dedicada al
reconocimiento y divulgación de la orden del Temple, queremos retomar y añadir
más datos para conocer mejor la espiritualidad de los templarios. Hemos vuelto
a seleccionar un capítulo de la paleógrafa italiana Barbara Frale, retomado de
su libro “I templari e la sindone di Cristo”, donde nos relata aspectos
interesantes para llegar a conocer los hipotéticos rostros que veneraron la
milicia de los pobres caballeros de Cristo del Templo de Salomón..
Desde Temple Barcelona
os aseguramos que su lectura os atrapará.
Ecce homo!(III)
1.Intuiciones
En
1978, el historiador Ian Wilson publicaba un ensayo titulado. El sudario de
Turín. La sábana fúnebre de Jesucristo.
Era un libro bien escrito y bastante bien documentado, que seguía la historia
del sudario en el curso de casi dos mil años, desde las descripciones de los
evangelios hasta las últimas investigaciones científicas de 1973, y en este
inmenso panorama el autor dedicaba un capítulo de casi 15 páginas a ilustrar
una teoría particularmente audaz de su cosecha: en la historia del sudario
había un notable “agujero”, un espacio de cerca de un siglo y medio (de 1204 a 1353), durante el
cual, en cierto sentido, este objeto desaparece de las fuentes históricas.
Sobre la base de diversas pruebas extraídas a veces de documentos, a veces de
objetos pertenecientes a los templarios, el autor sostenía que el
fantasmagórico “ídolo” venerado por los templarios era en realidad el sudario
que hoy se conserva en Turín plegado y guardado en un sagrario hecho a
propósito para que sólo pueda verse el rostro.
La
teoría causó impresión porque, de acuerdo con ella, resultaban inmediatamente
comprensibles diversos puntos oscuros de la historia de los templarios; pero
Wilson no era especialista en este tema y sólo conocía las fuentes más famosas
del proceso, por lo que muchísimos datos sumamente valiosos quedaron fuera de
su alcance. En todo caso, esas quince páginas contenían una intuición de enorme
interés histórico y despertaron en la comunidad de estudiosos una gran
curiosidad, que las escasas pruebas de que disponía no podían satisfacer. En
los últimos años las fuentes del proceso contra los templarios fueron
estudiadas de modo mucho más amplio y sistemático que en el pasado, lo que nos
ha permitido sacar a la luz verdades históricas que parecían dudosas,
desenfocadas, casi irreales.
¿Es
posible decir algo sobre la relación entre los templarios y el sudario?
Afortunadamente, sí, y mucho, en particular gracias a algunos testimonios que
permanecieron “ocultos” en un documento auténtico, pero poco conocido por los
expertos. Un documento que en el marco del proceso parecía revestir una
importancia política y jurídica secundaria, pero que para el estudio de la
espiritualidad templaria tiene en cambio un valor de primera magnitud. Se trata
de noticias que los expertos en los templarios mencionan rara vez en sus
estudios, y lo mismo sucede en un sector de la investigación que viene
realizándose con el método científico desde hace ya más de un siglo: la
sindonología, esto es, el conjunto de los estudios sobre la Sábana Santa de Turín. Me
parece oportuno presentar al lector estas nuevas pruebas emergentes de las
fuentes templarias analizándolas en sí mismas, prescindiendo totalmente de la
teoría de Wilson. Es necesario hacerlo así para evitar que ambos discursos se
superpongan y que, en consecuencia, puedan condicionarse mutuamente. Así, pues,
consideraremos las fuentes sin más, tal como se muestran al investigador que
las lee por primera vez, sin influencias o ideas preconcebidas que puedan
derivarse de otros estudios. Luego se comparará todo el material con las
intuiciones que en su momento expuso Ian Wilson y se podrá verificar qué
escenario histórico se desprende de ello.
Durante
toda la segunda fase del proceso contra el Temple, o sea la que tuvo lugar
después del verano de 1308, cuando ya las investigaciones estaban a cargo de
los obispos diocesanos, los interrogadores comenzaron a estar seguros de que la
“cabeza” de los templarios era en realidad un relicario de algún santo; por
tanto, hicieron preguntas precisas en este sentido. Un caso significativo fue
el del sargento Guillaume d’Erreblay, otrora limosnero del rey de Francia, al
que interrogó la comisión de obispos que dirigía la investigación de París en
1309-1311. Este hombre había visto muchas veces, expuesto a la veneración de
los fieles que iban a rezar a las iglesias del Temple, un bello relicario de
plata que se usaba en las liturgias normales de la orden. Algunos decían que
era el relicario donde estaban los restos de una de las once mil vírgenes
compañeras de Santa Úrsula, que murieron mártires en Colonia, y así lo había
creído también él. Sin embargo, después de la detención, sugestionado por el
clima de la acusación, le pareció que había muchas cosas extrañas: en realidad,
creía recordar que el mencionado relicario tenía un aspecto monstruoso, que
poseía directamente dos caras, una de ellas con barba. Al historiador moderno
se le presenta de inmediato la sospecha de que el testimonio estuviera
negativamente influido por el contexto del proceso, a tal punto que llegara a
producir un discurso lleno de incongruencias: ¿cómo se podía exponer a la
veneración de los fieles el retrato de una santa jovencita con dos caras y,
para colmo, una de ellas con barba? En realidad, este templario simplemente vio
y describió dos objetos distintos: del relicario de las once mil vírgenes sólo
oyó hablar a otros frailes, mientras que lo que vio con sus propios ojos tal
vez tuviera de verdad dos caras. Su descripción es idéntica a las miniaturas
realizadas por el pintor Matteo Planisio en el manuscrito Vaticano latino 3550,
donde el Creador está representado con dos caras, una masculina con barba (la
persona del Padre) y otra de un joven adolescente (el Hijo), que bien puede
parecer la de una mujer. La espléndida miniatura napolitana sólo es un ejemplo,
pero ¡vaya uno a saber cuántos objetos semejantes había en las iglesias
medievales!
Los
obispos comisarios recogieron esta deposición y ordenaron de inmediato que se
realizara una verificación. De esa manera se descubrió que en el Temple de
París había realmente un relicario con los huesos de una de las once mil
vírgenes; pero, lejos de ser monstruoso, era bello y representaba con
normalidad el rostro de una muchacha:
A
esas alturas se mandó que se presentara ante la audiencia el guardián al que se
le habían confiado todos los bienes del Temple después de la detención, un tal
Guillaume Pidoye, que junto con otros administradores tenía en su poder las
cajas con las reliquias que se habían encontrado en la residencia templaria de
París. El guardián recibió la orden de aportar al proceso todos los objetos en
forma de cabeza, fueran de metal o de madera, que se encontraran en aquel
edificio; entonces entregó a los comisarios un grande y bello relicario de
plata enchapado en oro, que representaba una muchacha: dentro se hallaban unos
huesos que parecían pertenecer a un cráneo, cosidos a un tejido de lino blanco
y envueltos en otro tejido rojo. Había también una pequeña cédula tejida a la
tela, en la que se leía “testa LVIII M”: parecía ser la cabeza de una
muchachita, y algunos decían que eran reliquias de una de las diez mil
vírgenes. Puesto que el guardián afirmó que no había otros objetos en forma de
cabeza, los comisarios mandaron llamar a Guillaume d’Erreblay y lo pusieron
frente a aquel relicario: pero el templario dijo que no era el mismo y que éste
no creía haberlo visto nunca en la residencia del Temple.
Comprobar
que la fantasmal cabeza adorada por los templarios era en realidad un relicario
de plata debilitó la hipótesis de la acusación, porque daba pie a la sospecha
de que también las otras culpas que se achacaban a los templarios pudieran ser
fruto de un montaje parecido. Los comisarios, en todo caso, tomaron conciencia
de que en la orden había liturgias y cultos particulares sobre los cuales los
frailes no tenían ideas claras.
El
sargento Pierre Maurin había sido recibido en la orden por el gran maestre Thibaut
Gaudin en 1286, en una habitación de la gran residencia templaria de
Château-Pélerin, en Tierra Santa; en aquella ocasión no se mostraron imágenes
de ningún tipo, pero sintió gran curiosidad cuando le entregaron aquel
cordoncillo de lino, que tenía la obligación de no quitarse nunca, aun cuando
no se supiera bien para qué servía. Dos o tres años más tarde, un día que se
hallaba en el Château-Pélerin se enteró por el hermano Pierre de Vienne que en
el Tesoro central del Temple en Acre se conservaba un objeto de culto
misterioso y que este objeto tenía la forma de una cabeza: todos los
cordoncillos de los templarios se consagraban poniéndolos en contacto con esa
cabeza. Se decía que el relicario contenía restos de la cabeza de san Blas o de
san Pedro, pero a partir de ese día comenzó a desarrollar un acusado malestar y
no quiso seguir llevando puesto el cordoncillo.
El
tesorero del Temple de París, jean de la Tour , vio en cambio una pintura sobre madera que
a menudo se hallaba en la capilla de la orden junto al crucifijo central. No
consiguió saber quién era la persona representada y creyó que se trataba de la
imagen de algún santo, pero no cabía duda de que el hombre representado en la
tabla no era un templario, porque no llevaba la vestimenta típica de éstos. En
cualquier caso, no era en absoluto monstruoso, y aun cuando se negó a
venerarlo, su visión no lo espantó en absoluto.
La pista del
retrato masculino con la figura de un hombre cuya identidad los templarios
desconocían es, sin duda, la más interesante; parece conducir directamente a la
imagen de un personaje sumamente sagrado, venerado por los templarios con la
máxima devoción, aunque únicamente muy pocos de ellos supieran quién era. De
hecho, no era fácilmente reconocible; quienes lo han visto tienen dificultades
para describirlo. ¿De quién se trata?
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