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martes, 1 de febrero de 2011

Templarios en Palestina: IIª parte


Desde la encomienda de Barcelona continuamos con la segunda parte del Temple en Palestina y que gracias al libro “The Templars” del novelista Piers Paul Read, nos ofrece a unos Templarios con un peso específico desde el punto de vista financiero y militar en las cruzadas, incluso cuando éstas no eran favorables a los intereses de la Cristiandad.

Desde Temple Barcelona deseamos que su lectura os resulte interesante.

La bula dictaminaba que la Orden del Temple quedaba eximida de toda jurisdicción eclesiástica intermediaria, estando sujeta solamente al Papa. Incluso el patriarca de Jerusalén, ante quien los caballeros fundadores habían hecho sus votos, perdía toda autoridad sobre la Orden. La bula le permitía al Temple tener sus propios oratorios y autorizaba a los sacerdotes a unirse a la hermandad en calidad de capellanes, lo que hacía a los Templarios totalmente independientes de los obispados diocesanos tanto de Outremer como de Occidente. El Temple tenía derecho a percibir diezmos pero no necesitaba pagarlos, exención que hasta entonces sólo se había aplicado a la orden cisterciense; y podía tener cementerio contiguos a sus casas y enterrar a viajeros y a sus confrâtes; ambos, derechos de un considerable valor pecuniario. Los miembros tenían también derecho al botín tomado al enemigo y sólo debían responder ante su gran maestre, que sería uno de ellos elegido por el cabildo sin ninguna presión de los poderes seculares.

¿Qué había detrás de esa generosidad papal? Inocencio II, nacido Gregorio Papareschi, provenía de las clases altas romanas, pero su elección había sido impugnada por un candidato rival que, adoptando el nombre de Anacleto II, obtuvo el respaldo del rey normando de Sicilia, Roger II. Inocencio escapó entonces a Francia, donde se ganó el apoyo de Bernardo de Clairvaux, cuya influencia fue suficiente para poner de su lado a Luis VI de Francia y Enrique I de Inglaterra. Por su parte, Norberto, el arzobispo de Magdeburgo, intercedió con éxito a favor de Inocencio ante los obispos germanos y el rey Lotario III; así, en definitiva, las iglesias de Escocia, Aquitania y de la Italia Normanda fueron las únicas en reconocer a Anacleto II.

Anacleto murió en 1138 y en 1139 Inocencio regresó a Roma, poniendo fin a un cisma de ocho años. ¿La bula Omne Batum optimun fue la recompensa recibida por Bernardo a cambio de su apoyo? La gratitud bien puede haber sido un factor; sin embargo, las bulas expedidas durante los subsiguientes papados de Celestino II y Eugenio III –Milites Templi, en 1144 y Militia Dei, en 1145- refuerzan los privilegios de los Templarios y sugieren que el respaldo a la Orden era desde ese momento la política oficial de la curia romana. Retener Tierra Santa seguía siendo una prioridad quienquiera que fuese el que llevara la tiara papal, y la Orden del Temple, que había comenzado gracias al carisma de unos pocos caballeros devotos, ya se había convertido en un pilar de la guerra de la cristiandad contra el Islam. […]

[…] En enero de 1147, el papa Eugenio III viajó a Francia a través de los Alpes. Fue recibido por el rey Luis en Dijon y prosiguió hasta la abadía de Clairvaux, de la que una vez había sido monje. Desde Clairvaux continuó hacia París, donde en la abadía de Saint-Denis pasó el día de Pascua. El domingo de Pascua le obsequió al rey Luis con el estandarte real, la oriflama, y un cayado de peregrino; luego, el 27 de abril, la octava de Pascua, asistió a la reunión del cabildo de los Templarios franceses en su nuevo enclave construido justo al norte de la ciudad de París.

Fue un acto solemne y magnífico, que dejó sentada la importancia de la Orden. Eugenio designó al hermano Aymar, el tesorero templario de París, como recaudador del impuesto que el Papa había instituido para financiar la cruzada: una vigésima parte de todos los bienes eclesiásticos. Acompañando al Papa estaban el rey Luis de Francia, el arzobispo de Rheims, otros cuatro obispos y ciento treinta caballeros. El gran maestre de la Orden, Everardo de Barres, había llamado a sus mejores hombres de España y Portugal. Con ellos había, por lo menos, la misma cantidad de sargentos y escuderos. El cuadro de los caballeros barbados vistiendo sus hábitos blancos impresionó a todos los cronistas que registraron el acontecimiento; y fue probablemente allí donde el papa Eugenio les concedió el derecho de usar una cruz escarlata sobre su pecho “para que el signo sirva triunfalmente de escudo y ellos jamás retrocedan ante los infieles”: la sangre roja del mártir fue añadida al blanco de la casta. […]

Varios nobles germanos habían seguido el ejemplo de Conrado de tomar la cruz. Pero a algunos de los que tenían tierras en el este, como Enrique el León, duque de Sajonia, y Alberto el Oso, margrave de Brandeburgo, el papa Eugenio les otorgó los mismos privilegios por una cruzada contra los paganos wendos en las fronteras orientales de la Europa cristiana. A pesar de esas deserciones, en mayo de 1147 un ejército de unos veinte mil hombres partió de Regensburgo para seguir la ruta terrestre tomada por la primera Cruzada. El ejército francés que se había reunido en Metz lo hizo unas semanas más tarde; el rey Luis iba acompañado por su vehemente esposa, Leonor de Aquitania. […]

[…] Ansioso por avanzar, Conrado cruzó el Bósforo con su ejército de germanos. En Nicea se separaron. Otto, obispo de Freising, siguió con los no combatientes por la ruta costera, más larga, controlada todavía por los bizantinos, mientras que Conrado condujo el ejército por la ruta directa a través de Anatolia. En Dorylaeum fue atacado y derrocado por los turcos selyúcidas. Los supervivientes, Conrado entre ellos, volvieron a Nicea, en donde se les unieron los franceses. Los dos reyes dirigieron ahora sus tropas hacia el sur, a Éfeso, manteniendo en su búsqueda de comida constantes escaramuzas con los bizantinos.

En Éfeso, Conrado cayó enfermo y regresó por mar a Constantinopla. Los franceses prosiguieron con su avance por el valle del Meandro. Ya el rey Luis había comprobado el valor del gran maestre de los Templarios franceses, Everardo de Barres, al enviarlo como uno de sus tres embajadores a negociar con el emperador bizantino, Manuel Comneno. Ahora apreciaría el valor de sus caballeros. En su marcha bajo el frío glacial del invierno –la reina y sus damas de honor temblaban en sus literas- los cruzados fueron constantemente hostigados por la caballería ligera de los turcos, jinetes con un talento particular para arrojar flechas incendiarias mientras galopaban. La caballería pesada de los francos, tan efectiva en una batalla campal, no tenía cómo desplegarse en los estrechos pasos de las montañas Cadmo. Allí los turcos intensificaron sus ataques y el ejército francés estuvo al borde de la desintegración. En tal extremo, Luis recurrió a Everardo de Barres. Everardo dividió el ejército en diferentes unidades, conducida cada una por un Templario: “Una suerte de organización comunal salvó la situación; los cruzados formaron una fraternidad con los Templarios, cuyas órdenes juraron obedecer”. De esa manera, la columna llegó al puerto bizantino de Attalia, desde donde el rey Luis se embarcó a Antioquía con los hombres más destacados que quedaban de su ejército, dejando que el resto marchase hasta Siria como mejor pudiera. […]

[…] La posición de Luis en ese momento se veía empeorada por la falta de dinero: había gastado todo su tesoro en comida y transporte proporcionados a precio exorbitante por sus aliados bizantinos. Una vez más, recurrió al maestre francés de los Templarios. Everardo de Barres zarpó hacia Acre, donde utilizó los fondos del Templa para juntar la suma requerida. El rey le escribió al abad Suger ordenándole devolver al Temple dos mil marcos de plata, una suma equivalente a la mitad del ingreso anual de los bienes reales, demostrando no sólo el alto coste de la cruzada sino también los considerables recursos financieros del Temple. […]

[…] Algunos refuerzos musulmanes llegaron a Damasco desde el norte, uniéndose a las fuerzas nativas en contantes y repentinas salidas. Mientras los líderes del invencible ejército de los cruzados discutían acerca de quién gobernaría la ciudad una vez capturada, sus hombres fueron obligados a pasar a la defensiva y comenzaron a circular rumores de que habían sido traicionados. Al campamento llegó el rumor de que Nur ed-Din iba en camino para liberar Damasco a condición de que se le permitiera entrar en la ciudad. Los barones locales comprendieron entonces de la locura de su estrategia, y el 28 de julio persuadieron a los monarcas europeos de abandonar el sitio. Hostigado por la caballería ligera damascena, el una vez invencible ejército retrocedió con dificultad hasta Galilea. La humillación de los cruzados fue absoluta. […]

[…] Llevado a probarse a sí mismo y a buscar venganza, Luis le pidió una vez más a Bernardo de Clairvaux que preconizara la nueva cruzada. Como antes, Bernardo no pudo rehusar. Anhelando siempre la paz del claustro, se sintió no obstante obligado a tratar de salvar algo de la que se había perdido. Había mantenido correspondencia con la reina Melisenda de Jerusalén, y con su tío Andrés de Montbard, el senescal templario de Outremer, y sabía bien de su necesidad de ayuda. Sabía también que muchos de los que habían tomado la cruz a instancia suya lo consideraban responsable del desastre. Se defendió en el segundo libro De consideratione. Allí, los chivos expiatorios no eran los barones traidores ni los griegos intrigantes: para Bernardo, la gran derrota fue un castigo de Dios por los pecados de los hombres. Para sus críticos, esa hipótesis volvía a Dios demasiado inescrutable: algunos, como Gerhoh de Reichersberg, preferirían ver las cruzadas como la obra del Demonio.

En un concilio de la Iglesia celebrado en Chartres en 1150, a Bernardo se le pidió no sólo que preconizara una nueva cruzada sino que la encabezase. […]

[…] Llegado el momento, la Orden cisterciense desoyó la voluntad del Concilio. Tampoco la nobleza de Europa occidental respondió al llamamiento del abad de Clairvaux. Demasiados habían muerto ya recientemente, y en vano. El fervor del rey Luis se vio contrabalanceado por el escepticismo del rey Conrado. La idea de una nueva cruzada fue abandonada y, en tres años, cinco de los principales actores dejaron el escenario. El abad Suger, de Saint-Denis, murió en enero de 1151; el rey Conrado murió en febrero de 1152. Ese mismo año, el gran maestre de los Templarios, Everardo de Barres, renunció a su puesto para convertirse en monje de Clairvaux. El papa Eugenio III murió en julio de 1153, y el abad Bernardo de Clairvaux fallecía un mes más tarde.

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