Basándonos en nuestra pluralidad y la defensa a expresarse libremente; desde la encomienda de Barcelona queremos compartir un texto del escritor e historiador francés, Michel Lamy de su libro “La otra historia de los templarios”. También queremos añadir, que nos reservamos nuestra opinión del escrito en cuestión; y por tanto ni afirmamos ni desmentimos la validez del mismo.
Deseamos sea de su agrado.
El ceremonial de recepción en la Orden era en principio fijo y no parecía susceptible de crítica.
Uno se convertía en caballero del Temple como sigue. Era preciso aceptar todo un período de prueba antes de ser recibido. Aparte de que la respuesta no llegaba de inmediato, el postulante debía pasar por un período probatorio que podía durar varios meses, período durante el cual se le imponían tareas duras y pesadas. Tenía que aprender así que no entraba en la Orden por los honores, sino para servir. “Non nobis Domine, non nobis sed nomini tuo da Gloriam”, decía la divisa de la Orden.
Cuando la decisión de aceptar al postulante era, finalmente, tomada, se reunía el Capítulo para acogerle. La ceremonia de recepción tenía lugar de noche, como los misterios antiguos. El postulante esperaba afuera, flanqueado por dos escuderos que portaban antorchas. En ocasiones tenía que esperar largo rato de este modo. Entretanto, el comendador preguntaba a los hermanos si alguno de ellos pensaba que era su deber oponerse a la iniciación de este nuevo recluta. Si nadie decía nada, se le mandaba a buscar y se le introducía en una estancia próxima al Capítulo. Allí se le preguntaba si realmente deseaba convertirse en templario. Ante su respuesta positiva, se le advertía de lo dura que sería su vida, que debería obedecer ciegamente, costase lo que costase, en qué penas incurriría si violaba los reglamentos extremadamente estrictos de la Orden. Si el impetrante persistía, sus respuestas eran referidas al Capítulo. El comendador preguntaban entonces si todos estaban de acuerdo en acoger al neófito y el Capítulo respondía: “Hazle venir, de parte de Dios”. El nuevo hermano era conducido ante la asamblea reunida y decía:
Señor, he venido ante Dios, ante vosotros y ante los hermanos, y os ruego, y os requiero por Dios y por Nuestra Señora, que me acojáis en vuestra compañía y en las buenas obras de la Casa, como aquel que para siempre quiere ser siervo y esclavo de la Casa.
El comendador pasaba a explicarle entonces lo que su petición implicaba como compromiso y renuncia:
Gran cosa me pedís, buen hermano, pues no veis de nuestra religión más que la corteza que la recubre. Pues la corteza es tal que no veis sino el hecho que tenemos hermosos caballos y hermosas vestiduras, y así os parece que estaréis a gusto. Pero desconocéis las grandes exigencias que ello encierra: pues es algo grande que vos, que sois señor de vos mismo, os convirtáis en siervo de otro. Pues difícilmente haréis nunca lo que deseéis: si queréis estar en la tierra que está de este lado del mar, se os mandará del otro: si deseáis estar en Acre, se os mandará a tierras de Trípoli, o de Antioquía, o de Armenia: o se os mandará a Apulia o a Sicilia, o a Lombardía, o a Francia, o a Borgoña, o a Inglaterra, o a otras tierras donde tenemos nuestras casas y posesiones. Y si queréis dormir, se os hará velar; y si a veces queréis velar, se os mandará ir a reposar a vuestro lecho…Cuando estéis en la mesa, y queráis comer, se os mandará ir adonde sea y no sabréis nunca dónde. Muchas veces habréis de oír que se os reprende. Ahora, considerad, buen hermano, si os veis capaz de sufrir todas estas penalidades.
Ante la aceptación del postulante, se añadía:
Buen hermano, no debéis pedir la compañía de la Casa para tener señoríos y riquezas, ni para buscar ninguna comodidad para vuestro cuerpo, ni tampoco ningún honor. Sino que la debéis pedir por tres cosas: una para evitar y abandonar el pecado de este mundo; la otra para prestar servicios a nuestro Señor; y la tercera para ser pobre y hacer penitencia en este siglo a fin de salvar vuestra alma; y tal debe ser la intención por la cual la debéis pedir.
Varias veces más, se le preguntaba de nuevo al postulante si persistía en querer entrar en la Orden. Luego se le hacía salir y una vez más el Capítulo era consultado a fin de emitir por última vez su opinión sobre el candidato. Acto seguido se hacía entrar de nuevo al que iba a convertirse en un nuevo hermano del Temple.
Todos los asistentes se ponían en pie y rezaban mientras que el capellán recitaba la oración del Espíritu Santo. El comendador planteaba entonces seis preguntas al candidato. En primer lugar, si estaba casado o célibe. De hecho, se llegó a aceptar a algún hombre casado. Tenía entonces que comprometerse a que sus bienes fueran a parar a la Orden tras su muerte y su mujer debía consentir a ello. Hay que señalar también, aunque ello fuese raro, que hubo casos de mujeres que entraron en la Orden. Por supuesto, estas monjas templarias no eran guerreras y vivían aparte de los frailes. Esto no fue permitido sino para recibir donaciones y el peligro de una tal situación no escapó a nadie; la experiencia no tuvo continuidad y se precisó:
De aquí en adelante no sean aceptadas damas por hermanas.
Citemos a título de ejemplo el monasterio de mujeres templarias que existía en Combe-aux-Nonnains, en Borgoña, y que dependía de la encomienda de Épailly. Citemos también la afiliación de la madre Inés, abadesa de Camaldules de Saint-Michel del Ermo, y de toda su comunidad, a la Orden de los Templarios. Señalemos igualmente casos similares en Lyon, Arville, Thor, Metz, etcétera.
Pero volvamos a nuestro postulante. Se le preguntaba también si tenía deudas que no pudiera satisfacer, si pertenecía a otra Orden, si estaba sano de cuerpo, si había sobornado a alguien para entrar en la Orden, si era noble (para ser caballero) o al menos hombre libre (para ser paje de armas), si era sacerdote, diácono o subdiácono, y si sufría de excomunión (aunque esto no fue durante mucho tiempo un impedimento).
Luego se le recordaba una vez más la dejación que debía hacer de su libre albedrío:
Ahora bien, buen hermano, escuchad bien lo que os decimos: prometed a Dios y a Nuestra Señora que, todos los días de vuestra vida, seréis obediente al Maestre del Temple y al comendador bajo cuyas órdenes se os destine.
Entonces, los juramentos se encadenaban, hechos todos ante “Nuestra Señora la Virgen María” y destinados a inculcar en el espíritu del postulante el hecho de que no era ya dueño de sí mismo. Pronunciaba los votos de obediencia, de castidad, de pobreza, de fidelidad a la Regla. Se le hacía jurar que contribuiría a recuperar Tierra Santa por las armas, que no abandonaría el Temple para entrar en otra Orden, que haría caso omiso de la maledicencia y de la calumnia. ¿Existía el temor a que prestara oído atento a lo que en ocasiones murmuraba acerca de las prácticas de la Orden?
Luego el comendador “recibía” al nuevo hermano y le prometía “pan, agua y las pobres vestiduras de la casa, y esfuerzo y trabajo suficiente”. Le pasaba el manto de la Orden por los hombros y lo ataba con los cordones. El capellán leía un salmo que decía: “¡Qué hermoso y agradable espectáculo ofrecen los hermanos cuando viven unidos!”, y proseguía con la oración del Espíritu Santo. El comendador daba al nuevo templario el beso de la paz, besándole en la boca, lo cual era la costumbre de la época. La ceremonia había terminado.
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