Si por alguna cosa se podían destacar los templarios, es por su “seguridad” en los diferentes compromisos que adoptaban. Los frailes del Temple pusieron a punto toda una panoplia de instrumentos financieros prácticos y seguros, de los que podemos decir que apenas si difieren en sus principios de los de los modernos bancos. Las encomiendas de la Orden se transformaron en un principio en agencias bancarias de depósito. Ellas no eran, por otra parte, las únicas ni las primeras en desempeñar este papel. Tal era a menudo el caso de los monasterios, bastante seguros en la medida en que los salteadores dudaban en violar los lugares de culto. En el caso de los templarios, a parte de dicha protección de entrada, los depositantes podían contar con una defensa a mano armada de sus bienes. Estos monjes eran soldados y ello constituía una garantía suplementaria digna de ser tenida en cuenta por si la otra no hubiera bastado. Esto no impidió por otra parte que el Temple de Londres se viera atacado en un par de ocasiones. En 1263, el joven príncipe Eduardo, sin blanca, forzó las arcas del Temple y se apoderó de diez mil libras pertenecientes a unos londinenses y, en 1307, Eduardo II sustrajo al Temple cincuenta mil libras de plata, joyas y piedras preciosas.
Sea como fuere, y aun cuando el rey de Inglaterra no siempre fuera honesto, los soberanos de este país tuvieron la suficiente confianza en la propiedad y seguridad de la Orden como para confiarle, como fue también el caso de Francia, la guarda y custodia del tesoro real. Un tal “Roger el Templario”, preceptor en el Temple de Londres, fue asimismo limosnero del rey Enrique II de Inglaterra y era él quien repartía a su entender las limosnas reales entre los menesterosos que venían a mendigar a palacio.
Templarios tales como Ugoccione de Vercelli y Giacomo de Montecuco fueron asimismo los consejeros financieros del Papa.
Aparte de estos clientes célebres, eran numerosos los que utilizaban los servicios del Temple para depositar en él sus riquezas. El dinero de cada depositante era encerrado en un arca que estaba provista en ocasiones de dos cerraduras con una llave para el cliente y otra para el tesorero.
La gente dejaba en depósito en el Temple también sus joyas, así como objetos preciosos, incluso títulos de renta o de propiedades. En ocasiones, los depósitos servían de garantía a préstamos solicitados por los particulares. Los templarios practicaban, en efecto, el préstamo con prenda y el préstamo hipotecario. Desempeñaban asimismo funciones de notarios, conservando actas y sirviendo de ejecutores testamentarios.
Eran igualmente administradores de bienes por cuenta ajena, pero, en este caso, se designaba a un fraile distinto del tesorero. No se mezclaban las cosas.
Como banqueros, llevaban las cuentas corrientes de los particulares que les confiaban su dinero, que podían retirarlo, hacer que efectuaran pagos en su nombre o encargar a los templarios que realizaran cobros. Cada cierto tiempo, se procedía a una liquidación de cuentas. Se volvía a comenzar entonces a partir del saldo resultante del período anterior. En general, salvo algún motivo especial, la Orden del Temple cerraba cuentas tres veces al año: en la Ascensión, en Todos los Santos y en la Candelaria.
Además los templarios llevaban para sus grandes clientes una contabilidad por tipo de operaciones.
El capítulo de los gastos estaba dividido en préstamos, donaciones, gastos de las fincas, etc… A la cuenta le seguía un estadillo que mencionaba a los diferentes deudores. Encontramos en él la información de anticipos muy importantes otorgados a monasterios y abadías.
En el dorso del documento, el contable escribía también otras informaciones que servían como complemento a la información general.
Además el cotejo de ambas contabilidades (una para el cliente y otra para la encomienda) constituía un embrión de doble contabilidad.
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