Desde la encomienda de Barcelona, continuamos con el apartado dedicado a los “pensadores más grandes de toda la historia”, escrito por el filósofo, escritor e historiador estadounidense, Will Durant, en su obra “Las ideas y las mentes más grandes de todos los tiempos”.
Después de Copérnico, le toca el turno al que fuera canciller de Inglaterra, Sir Francis Bacon, que con sus aportaciones, ayudó a potenciar el pensamiento del viejo continente.
Deseamos que el texto sea de vuestro agrado.
Retrato de Sir Francis Bacon.
No vaciló ante esta repentina madurez. Antes al contrario, el siglo que siguió a Copérnico fue uno de audacia y valor juvenil en todos los campos. Pequeños barcos empezaron a explorar la Tierra, ahora redonda y limitada; mentes frágiles empezaron a explorar el globo intelectual sin que les importara el dogma, sin ser molestadas por la tradición y sin soñar nunca que la humanidad pudiera fracasar. ¡Oh, qué celo el de esos brillantes días del Renacimiento, cuando la pobreza de un millar de años se había casi olvidado y los trabajos de un millar de años habían hecho que el hombre fuera más rico y más atrevido, burlándose de las barreras y los límites! El centelleo de esos ojos alerta, la rica sangre en esos fuertes cuerpos, el cálido color de su lujosa indumentaria, la poesía espontánea de esa oratoria apasionada, los deseos creativos insaciables, la búsqueda, la envergadura y el arrojo de una mentes recién liberadas ¿volveremos alguna vez a conocer de nuevo esos días?
¿A quién podemos citar como voz y símbolo de esa era de fermentación? ¿A Leonardo? ¡Pintor, músico, escultor, grabador, arquitecto, anatomista, fisiólogo, físico, inventor, ingeniero, químico, astrónomo, geólogo, zoólogo, botánico, geógrafo, matemático y filósofo! Lástima que nuestras definiciones y criterios le excluyan: fue (¿o no?) primordialmente un artista y sólo de manera secundaria un filósofo o un científico; le recordamos por su Última cena y su Gioconda y no por su teoría de los fósiles, o por sus anticipación de Harvey, o su majestuosa visión de una Ley universal y eterna. ¿O será Giordano Bruno, ese alma en busca constante, insatisfecha con lo finito, hambrienta de una unidad inconmensurable, impaciente con las divisiones, sectas, dogmas y credos, sólo menos controlable que los vientos del invierno y menos fiera que el Etna y destinada inexorablemente por su propio espíritu turbulento a una muerte de mártir?
No, no puede ser Bruno, porque hubo uno más grande que él: “el hombre que tañó la campana que hizo que se reunieran los ingenios”; que lanzó un desafío a todos los amantes y servidores de la verdad de todas partes para que se unieran en el nuevo orden y ministerio de la ciencia; que proclamó la misión del pensamiento de un modo que ningún vano erudito puede discutir, sin especulación académica vacía, sino la inquisición inductiva en las leyes de la naturaleza, la extensión resulta del dominio del hombre sobre las condiciones de su vida; el hombre que con autoridad real trazó un mapa de los campos de investigación no conquistados, indicó a un centenar de ciencias sus tareas y predijo sus increíbles victorias; que inspiró la Real Sociedad de Gran Bretaña y la gran Enciclopedia de Francia, que alejó a los hombres del conocimiento como meditación y les llevó al conocimiento como un poder remodelador; que despreció la adoración y ansió el control; que desmontó la lógica aristotélica de la razón inobservante y llevó la mirada de la ciencia a la cara de la naturaleza que se revela por sí sola; que llevó en su valiente alma, más que cualquier otro hombre de esa dilatada era, todo el espíritu y el propósito de lamente moderna. Por supuesto, era Francis Bacon.
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