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lunes, 21 de diciembre de 2009

Los elegidos del Temple.



Queremos desde la encomienda de Barcelona, compartir un texto de Jesús Ávila Granados, de su libro “La mitología templaria”.

Esperamos sea de vuestro agrado.

En un capitel de la iglesia de Saint-Nectaire, en Puy-de-Dôme (Auvernia, Francia), aparece un ángel cabalgando sobre un cansado corcel. Se trata del ángel exterminador, que, con su mano derecha, lleva tres flechas, cada una de ellas representando las tres pesadillas del mundo occidental de la alta Edad Media: el hambre, la guerra y la mortandad.

De todas las órdenes religioso-militares que conformaron la Edad Media en el mundo occidental, sólo los templarios pasaron a la leyenda, gracias, fundamentalmente, a sus profundos conocimientos esotéricos, que sólo un grupo muy reducido de miembros fue capaz de desarrollar; porque los templarios practicaron en secreto el arte de Hermes. El erudito francés Claude d’Yge lo resume muy bien: “Si los templarios han creado una leyenda, esa leyenda es el reflejo de su fantasma, su contrario analógico. Si creemos que fue una “asociación de cambistas y banqueros” es debido a que sus riquezas reales provenían de una fuente muy distinta. Sólo vagamente sabemos lo que hacían en las salas superiores de sus fortalezas, pero ignoramos por completo qué hacían en los sótanos y en los túneles, en donde circulaba, activa e imperceptible, la verdadera vida de la orden”.

Nueve fueron, pues, los primeros caballeros que constituyeron el germen de la Orden del Temple –los Pobres Compañeros de Cristo-, fundada en la ciudad de Jerusalén en 1118; nueve caballeros temerosos de Dios, que se regían por dos doctrinas: una para el restringido número de sus nobles fieles, y otra, la católico-romana, para el círculo exterior. Todo ello organizado en dos niveles: una minoría esotérica (dirigente), en donde se hallaban los magos o los iniciados a los saberes más profundos del conocimiento, y una mayoría exotérico, formada por guerreros y servidores.

Los miembros, a su vez, se organizaban en tres clases, en función de sus menesteres y procedencias:

1. Caballeros, de origen noble, su cuya misión era guerrear. Su traje era blanco.

2. Sirvientes, de cuna más baja, dedicados al cuidado de peregrinos y clérigos. Su traje era negro y en él portaban, al igual que los caballeros, una cruz encarnada (por concesión del Papa cisterciense Eugenio II, en 1145). La forma de esta cruz era, para algunos historiadores, octogonal, y para otros, doble, similar a la patriarcal; según otras versiones, era la parte inferior de esta última. Aparecen documentos que en total suman 15 diferentes formas (cinco patés –pateadas- o célticas, tres de las ocho beatitudes y cuatro patriarcales o lignum crucis, más la tau griega y la última utilizada en Portugal por la Orden de Cristo).

3. Y, y por último, los clérigos, que actuaban como capellanes.

Entre los primeros, es preciso destacar la importancia que para el Temple tuvo la caballería. En este sentido, debemos recordar el clima de armonía que, durante mucho tiempo, llegaron a respirar las tres culturas monoteístas de la España medieval –judíos, cristianos e hispano-musulmanes-, que compartían las artes y tradiciones populares –arquitectura, alquimia, cosmología, medicina, etcétera- cuando Alfonso X el Sabio (1252-1284), el monarca castellano mediador entre Oriente y Occidente, y los caballeros del Temple establecieron unas pautas de conducta verdaderamente ejemplares, que deberían seguirse en nuestros días. Entre estas artes, debemos destacar la caballería islámica, que fue antecesora de la caballería occidental. “La observancia de la ley coránica proporcionaba un marco donde el sacrificio, el heroísmo, la nobleza, la abnegación y el hermetismo conformaban toda una actividad con fondo espiritual”, recuerda el erudito Bartolomé Bioque. El arte de cabalgar a galope tendido a pelo es una estrategia militar que los cristianos aprendieron de los hispano-musulmanes; en numerosas crónicas de las tres culturas se hace referencia a hechos muy concretos. Por ejemplo, el destacamento de nazaríes que, llamado por el monarca catalano-aragonés Pedro III (1276-1285), se desplazó desde Granada a la ciudad de Igualada para enseñar a los caballeros cristianos los secretos del arte de cabalgar. Este encuentro se llevó a cabo bajo el auspicio de los templarios.

Los templarios, ante el patriarca de Jerusalén, Gordoud de Piquigny, efectuaron tres votos: pobreza, castidad y obediencia.

También adoptaron la divisa: “Non Nobis, Domine, non nobis, sed Nomini tuo da Gloriam.” (No a nosotros, Señor, no a nosotros, sea la Gloria en Tu Nombre.)Entre sus estatutos: “Siempre deberán aceptar el combate contra los herejes, aunque estén en proporción de tres a uno.”

Y en cuanto a sus obligaciones, entre otras, se dictó la siguiente: “Comerán carne tres veces por semana. Los días que no coman de ella, podrán comer tres platos.”

Y en lo que se refiere al aspecto religioso, la obligación de los caballeros templarios consistía en comulgar tres veces al año, oír misa tres veces por semana y hacer limosna tres veces por semana.

Para el historiador francés Louis Charpentier, se trataba de la más perfecta organización que hay podido concebir la humanidad: el campesino que alimenta, el artesano que crea la herramienta, el comerciante que distribuye y el guerrero, guardián de los bienes a cuya posesión no tiene acceso. El especialista Rafael Alarcón lo define muy bien: “Los templarios civilizaron el mundo occidental, convirtiendo a los siervos en seguidores y a los nobles en caballeros.”

En torno a toda esta filosofía de vida, y desde los espacios más profundos del microcosmos templario, gravita una gran riqueza simbólica, que representa la esencia cultural de una sabiduría que ahonda sus raíces en los credos y filosofías del mundo oriental. Porque aquellos originarios nueve caballeros, con sus correspondientes servidores, enviados en 1118 a Tierra Santa por Bernardo de Claraval, se nutrieron de las culturas de los monjes armenios, de los cabalistas hebreos, de los místicos sufíes y también de los ismaelitas aglutinados en torno al Viejo de la Montaña, patriarca de la Orden de los Assasins. Muchas de estas claves, en forma de símbolos, pueden interpretarse a través de unos códigos secretos, basados en los saberes recogidos en el mundo occidental; otros símbolos, en cambio, fueron traspasados a la Edad Media de las culturas clásicas (Grecia y Roma), sin olvidarnos de las fuentes empíricas de los mitos celtas.

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