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jueves, 14 de enero de 2010

El proceso contra el Temple


Desde la encomienda de Barcelona, queremos tratar un tema que siempre ha despertado el interés tanto de curiosos como también de amantes del medievalismo, concretamente del mundo templario: el proceso contra los templarios. El tema en cuestión es largo, y por tanto iremos colgando las entradas paulatinamente para que el lector pueda digerir mejor la información.

El texto ha sido extraído del libro del investigador e historiador francés, Michel Lamy de su obra “La otra historia de los templarios”.

Desde este humilde espacio, deseamos que sea de vuestro agrado.

Capítulo 1. Una instrucción ilegal

La manera en que fue llevada la investigación por el gran inquisidor de Francia que comenzó sus interrogatorios a partir del 18 de octubre de 1307, falseó necesariamente el proceso. El empleo sistemático de la tortura, el hecho de no consignar más que lo que pudiera ser favorable para la acusación, correspondían a la noción dominica de verdad en el marco de la Inquisición y autorizada, evidentemente, todos los atropellos a fin de perder a los acusados. Guillaume Pâris ordenaba en sus instrucciones que no se debía levantar acta más que de la deposición de aquellos que confesaban. Ahora bien, legalmente, el inquisidor no tenía ningún poder en esta historia. Para que lo tuviera, hubiera sido preciso que lo recibiera del Papa, pues se trataba de instruir un proceso contra unos eclesiásticos que dependían exclusivamente de la Santa Sede. Clemente V le guardó rencor al inquisidor de Francia, Guillaume Pâris, pero cedió bajo la presión de Felipe el Hermoso.

Hemos visto que las prácticas de la Orden no estaban exentas de ritos curiosos, pero que éstos parecían no ser ya comprendidos por aquellos que los observaban. Esta certeza nace principalmente de testimonios obtenidos sin coacción en el extranjero. En cambio, por lo que se refiere a las confesiones arrancadas en Francia, muchas de ellas son extremadamente sospechosas. La tortura y las presiones de toda índole ejercidas sobre los templarios vencieron la mayor parte de las veces su resistencia. Así, el hermano Ponsard de Gisy describió lo que le sucedió: fue colocado en una fosa, “con las manos tan forzadamente tras la espalda que la sangre afluyó hasta las uñas y que allí se quedó, sin tener más espacio que el largo de una correa, protestando y diciendo que, si se le seguía torturando, renegaría de todo cuanto decía y que diría todo lo que quisieran”.

El 31 de marzo de 1310, un grupo de templarios hizo redactar una protesta:

“La religión del Temple es pura, inmaculada: todo lo que se ha vertido en contra de la Orden es pura falsedad: aquellos hermanos que han declarado que estas imputaciones dirigidas contra las personas y contra la orden eran verdaderas, o parte de ellas, han mentido. Los hermanos sostienen que no se les puede detener basándose en tales confesiones que no podrían perjudicarles en nada, tanto a la Orden como a las personas, porque estas confesiones han sido arrancadas mediante amenazas de muerte y tortura. Aunque haya hermanos a los que no se ha torturado, éstos se han sentido aterrorizados por el temor a los suplicios: viendo a los demás sometidos a tortura, han dicho lo que los torturadores querían que dijesen. Las penas sufridas por uno solo han espantado al mayor número de ellos. Hay quien ha sido corrompido por el ruego, el dinero, los halagos y las grandes promesas, y quien no ha podido resistirse a las amenazas”.

Podría pensarse, a partir de esto, que todo cuanto se le reprocha a la Orden es falso. Y, sin embargo, el 2 de julio de 1308, setenta y dos templarios que comparecieron ante el Santo Padre reiteraron sus confesiones, al margen de toda tortura, confesiones demasiado precisas y demasiado coherentes entre ellas para no impresionar al Papa. La mayoría de los puntos del acta de acusación tuvieron ciertamente que ser abandonados, pero aun con todo lo restante era algo muy grave: básicamente la renegación de Cristo y el escupitajo a la cruz durante la ceremonia de recepción, los ósculos en el cuerpo y la autorización de sodomía, el culto a una cabeza dotada de poderes mágicos, todos ellos elementos ligados a un ritual carente de sentido a los ojos de quienes persistían en practicarlo como una costumbre.

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