Concluimos este apartado de “los diez progresos más importantes de la humanidad”, tratando la escritura y la imprenta, fundamentales e imprescindibles para el desarrollo intelectual, tanto personal como colectivo de la humanidad.
Deseamos desde la encomienda de Barcelona, que este apartado haya sido de vuestro agrado.
De nuevo nos encontramos con que nuestra imaginación tiene unas alas demasiado débiles para elevarnos hasta alcanzar una perspectiva completa; no somos capaces de ver o de recordar las largas eras de ignorancia, importancia y miedo que precedieron a la llegada de las letras. A través de esos siglos de los que no se tiene noticia, los hombres podían transmitir el saber popular ganado duramente por medio de la palabra, de padres a hijos; si una generación se olvidaba de algo o lo comprendía mal, había que volver a subir nuevamente por la débil escalera del conocimiento. La escritura otorgó una permanencia nueva a los logros de la mente; preservó durante miles de años y a través de un milenio de pobreza y superstición, la sabiduría hallada por la filosofía y la belleza tallada en dramas y poesías. Unió a las generaciones con una herencia común; creó ese País de la Mente en el que, a causa de la escritura, los genios no han de morir.
Y ahora, cuando la escritura ha unido a las generaciones, la imprenta, a pesar de sus miles de prostituciones, puede unir a las civilizaciones. Ya no es necesario que la civilización desaparezca antes de que nuestro planeta fallezca. Cambiará su hábitat; no hay duda de que, al final, la tierra de cada nación se negará a dar su fruto ante la atención imprevisora y el inquilinato descuidado; será inevitable que nuevas religiones atraigan con suelo virgen a las cepas más hermosas de cada especie. Pero una civilización no es algo material, unido de manera inseparable, como un antiguo siervo a un punto determinado de la tierra; es una acumulación de conocimiento técnico y de creación cultural; si puede transmitirse a la nueva sede de poder económico, la civilización no muere sino que se hace el hogar en otro lado. Nada que no sea la belleza y la sabiduría se merece la inmortalidad. Para un filósofo no es indispensable que su ciudad natal dure para siempre; se contentará con que sus logros sean transmitidos para que pasen a formar parte de las posesiones de la humanidad.
Así pues, no tenemos necesidad de inquietarnos por el futuro. Estamos cansados de demasiadas guerras y en nuestra fatiga de mente escuchamos de buena gana cómo Spengler anuncia la caída del mundo occidental. Pero este arreglo aprendido del nacimiento y la muerte de las civilizaciones en ciclos igualados, es quizá demasiado preciso; podemos estar seguros de que el futuro hará bromas salvajes con esta desesperada matemática. Ya ha habido guerras antes, y el hombre y la civilización han sobrevivido a ellas; al cabo de quince años de Waterloo, la Francia derrotada producía tantos genios que todos los áticos de París estaban ocupados. Nuestra herencia de civilización y cultura no ha estado nunca tan segura y nunca ha sido la mitad de rica. Podemos contribuir con nuestra pequeña parte a aumentarla y transmitirla, confiados en que el tiempo la limpiará de la escoria y que lo que es bello y valioso, al final será preservado para que ilumine a muchas generaciones.
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