Capítulo 2. El curioso papel de los dignatarios del Temple (IIª Parte).
La bula prosigue largamente en este tono, Clemente V recuerda a Salomón:
“Pues el Señor no eligió a la nación a causa del lugar, sino el lugar a causa de la nación; ahora bien, como el lugar mismo del Temple ha participado en las fechorías del pueblo, y que Salomón, que rebosaba de prudencia como un río, oyó estas palabras categóricas de boca del Señor, cuando él le construía un templo: Pero si os apartáis de mí vosotros y vuestros hijos, si no guardáis mis mandamientos, mis leyes, las que yo os he prescrito, y os vais tras dioses ajenos para servirlos y prosternaros ante ellos, yo exterminaré a Israel de la tierra que le he dado y echaré de delante de mí este templo, que ha consagrado a mi nombre (…)”.
Así, el Papa parecía querer relativizar una sacralidad, una legitimación que la Orden habría podido detentar por su pasada presencia en el emplazamiento del Templo de Salomón o también por lo que allí habría descubierto.
Clemente V recordaba a continuación el hecho de que había sido prevenido de las actuaciones de los templarios antes incluso de haber sido coronado:
“Se nos ha insinuado que habían caído en el crimen de una apostasía abominable contra el mismísimo Nuestro Señor Jesucristo, en el vicio odioso de la idolatría, en el crimen exacrable de Sodoma y en diversas herejías.”
El Papa expresaba entonces las dudas que había tenido, al no poder creer que aquellos que daban su vida por las cruzadas eran también unos herejes. Sin embargo, decía, el rey de Francia había terminado por convencerle. En esto el texto no carecía de humor:
“Por fin, sin embargo, nuestro muy querido hijo en Cristo, Felipe, el ilustre rey de Francia, ante quien estos mismos crímenes habían sido denunciados, impulsado no por un sentimiento de avaricia (pues no pretendía en absoluto reivindicar o apropiarse de ninguno a ellos en su propio reino y ha alejado las manos completamente de ellos), sino por el celo de la ortodoxia de la fe, siguiendo los ilustres pasos de sus antepasados, se informó en lo posible de lo sucedido y nos hizo llegar, por medio de sus emisarios y por sus misivas, numerosas e importantes informaciones para instruirnos e informarnos de estas cosas (…)”
Obrando así, Clemente V, mientras aparentaba disculpar a Felipe el Hermoso, revelaba el verdadero motivo de éste: apoderarse de las riquezas de la Orden, y tomaba al mismo tiempo precauciones para que el rey no pudiera apropiarse de todo.
Tras lo cual, el Papa recordaba las confesiones de miembros importantes de la Orden que habían testimoniado ante él. Entonces le había parecido que aquello no podía ser silenciado, decía. Insistía muy especialmente en los testimonios de los dignatarios:
“Declararon y confesaron (…) libre y voluntariamente, sin violencia ni terror que, al ser recibidos en la Orden, habían renegado de Cristo y escupido sobre la cruz. Algunos de ellos han confesado también otros crímenes y des honestidades que callaremos por ahora.”
Estas confesiones pesaron enormemente en la balanza. Clemente V no podía salvar a la Orden sin ser él mismo sospechoso de herejía. Concluía:
“Sin duda, los procedimientos anteriores dirigidos contra esta Orden no permiten condenarla canónicamente como herética por medio de una sentencia definitiva; sin embargo, como las herejías que se le imputan la han difamado de modo especial, como un número casi infinito de sus miembros, entre otros el Gran Maestre, el visitador de susodichas herejías, errores y crímenes por sus confesiones espontáneas; como estas confesiones convierten a la Orden en muy sospechosa, como esta infamia y esta sospecha la tornan completamente abominable y odiosa a la santa Iglesia del Señor, a los prelados, a los soberanos, a los príncipes y a los católicos; y como, además, creo que probablemente no se encontrará a un solo hombre de bien que quiera entrar de ahora en adelante en esta Orden, cosas todas ellas que la convierten en inútil para la Iglesia de Dios y para la prosecución de los asuntos de Tierra Santa, cuyo servicio le había sido encomendado…”
No le faltaba razón al Papa: se negaba a condenar a la Orden, pero ésta no podía ser ya realmente salvada y, además, se había vuelto inútil. A partir de ese momento, lo mejor era suprimirla, pura y simplemente, sin condena:
“Hemos pensado que era preciso interinamente proceder para suprimir los escándalos, evitar los peligros y conservar los bienes destinados a la ayuda de Tierra Santa.”
Terminaba esclarecedoramente recordando las buenas razones para proceder así:
“Suprimiendo dicha Orden y destinando sus bienes al uso para el cual habían sido destinados y, en cuanto a los miembros de la Orden aún vivos, tomando medidas prudentes más que concederles el derecho de defensa y de prorrogar el asunto.”
Clemente V salvaba lo que aún podía ser salvado, es decir, a hombres y bienes. No ignoraba en absoluto que si la cosa se prolongaba más, no quedarían ya templarios para defender la Orden, pues habrían muerto antes en las mazmorras del rey de Francia.
Asunto concluido. La Orden del Temple no existía ya y un mes más tarde, Clemente V atribuía su patrimonio a los hospitalarios de San Juan de Jerusalén. Un motivo de furia para Felipe el Hermoso que contaba con apropiarse de los despojos de la Orden. Por otra parte, a pesar de las decisiones tomadas, echó mano a numerosas propiedades que se negó a devolver. Además, reclamó una indemnización de doscientas mil libras, suma enorme que él pretendía haber depositado en el Temple y que no le habría sido jamás restituida. Nadie se llamó a engaño: Felipe el Hermoso mentía. Además, ¿había visto juntas alguna vez doscientas mil libras ese rey obligado a falsificar moneda para vivir? Por otra parte, exigió sesenta mil libras por los gastos del proceso, cuando durante todos esos años era él quien había percibido las rentas de los dominios arrebatados al Temple. Asimismo reclamó los dos tercios del mobiliario y de los ornamentos religiosos, pero lo que recogió fue más bien escaso, pues, entretanto, el Papa había puesto ya una parte de estos bienes a buen recaudo. Para aquellos que sigan todavía convencidos de que Felipe el Hermoso actuaba de manera totalmente desinteresada en esta historia, recordemos que además no reembolsó jamás los dos préstamos de quinientas mil y de doscientos mil florines prestados por el Temple, así como tampoco otra suma de dos mil quinientas libras que se había hecho entregar en 1297. Y luego, durante cinco años, no sólo había percibido los ingresos de los inmuebles del Temple en Francia, cobrando rentas y los censos, sino que había recuperado créditos de la Orden que había hecho liquidar en su provecho.
Finalmente, para ser beneficiarios de los bienes del Temple, los hospitalarios tuvieron que pasar por las exigencias del rey y pagarle, es decir, vaciar su propio tesoro. No fueron precisamente ellos quienes hicieron un buen negocio.
Al suprimir la Orden sin otra forma de proceso, el Papa había salvado lo que aún era salvable. Aprovechó la ocasión para remitir la suerte de los hombres del Temple a la apreciación de concilios provinciales, lo que tuvo por efecto inmediato devolver la tranquilidad a todos cuantos vivían en estados que no les eran demasiado hostiles. Clemente V se reservaba, por otra parte, el juicio de los dignatarios. Envió a París a tres cardenales que les pidieron hacer pública confesión de la indignidad de la Orden y que les condenaron a cadena perpetua. Delante de Notre-Dame, sobre un estrado. Hugues de Payraud y Geoffroi de Gonneville, confirmaron su culpabilidad, pero para sorpresa general, Jacques de Molay y Geoffroi de Charnay se rectractaron.
La ceremonia fue interrumpida. Se declaró a los dos hombres relapsos y se les entregó al brazo secular. Acto seguido, Felipe el Hermoso decidió su ejecución. Se levantó una hoguera a toda prisa en la isla de los Javiaux, actualmente barrio de Vert-Galant, en el extremo occidental de la isla de la Cité, el 18 de marzo de 1314.
En el momento en que las llamas comenzaron a alzarse, Jacques de Molay, que había recobrado su dignidad, habría exclamado:
“Los cuerpos son del rey de Francia, pero las almas son de Dios.”
Luego habría proferido una maldición, emplazando a sus verdugos ante el tribunal de Dios en el plazo de un año.
El 21 de abril siguiente, Clemente V moría, sin duda de un cáncer de píloro, el 29 de noviembre, una caída de caballo, según se dijo, puso punto final a la vida de Felipe el Hermoso. En realidad, cayó súbitamente enfermo el 4 de noviembre quejándose de dolores gástricos seguidos de vómitos y de diarrea, precedidos de sequedad de boca, anorexia y una sed insaciable. No tenía fiebre. El misterio de esta muerte no fue jamás dilucidado. ¿Fue envenenado Felipe IV?
Ese mismo año, Nogaret pereció en misteriosas circunstancias, Esquin de Florian fue apuñalado y los denunciantes Gérard de Laverna y Bernard Palet fueron colgados. Algunos vieron en ello el dedo de Dios y otros una venganza bien organizada: una mano negra en la sombra, que golpeaba metódicamente.
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