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viernes, 15 de enero de 2010

El proceso contra el Temple


Capítulo 2. El curioso papel de los dignatarios del Temple (Iª Parte).

Nos quedamos perplejos ante la manera en que se comportaron los dignatarios de la Orden durante el proceso, en especial el Gran Maestre Jacques de Molay.

El 21 de octubre, Geoffroi de Charnay, comendador de Normandía, reconoció haber renegado de Cristo y la práctica de los ósculos en el momento de la recepción. Dijo también que Gérard de Soizet, preceptor de Auvergne, le había dicho que era preferible unirse entre hermanos que enviciarse con las mujeres.

El 24 de octubre, Jacques de Molay declaró que:

La astucia del enemigo del género humano condujo a los templarios a una perdición tan ciega que, desde hace tiempo, aquellos que eran recibidos en la Orden renegaban de Jesús, con peligro de su alma, escupían sobre la cruz que les era mostrada y cometían, en dicha ocasión, otras barbaridades.

Al hablar así, condenaba a la Orden entera. Con respecto a sí mismo, declaró:

“Hará cuarenta y dos años que fui recibido en Beaune, en la diócesis de Autun, por el hermano Humbert de Pairaud, caballero, en presencia del también hermano Amaury de la Roche y de otros varios cuyo nombre no recuerdo. Hice primero toda clase de promesas con respecto a las observancias y a los estatutos de la Orden, y acto seguido me fue impuesto el manto. El hermano Humbert hizo traer a continuación una cruz de bronce en la que había la imagen del crucificado y me ordenó renegar de Cristo representado en dicha cruz. De mal grado, lo hice: el hermano Humbert me dijo acto seguido que escupirá sobre la cruz, y yo escupí al suelo.”

Hugues de Payraud, visitador de Francia, había comenzado en primer lugar por negar, pero rápidamente se mostró muy locuaz. En cuanto a Geoffroi de Gonneville, preceptor de Aquitania y de Poitou, confirmó los ritos de renegación.

Por supuesto que se puede invocar la tortura para explicar tales confesiones. Pues, en efecto, cuando los dignatarios tuvieron conocimiento de que la Iglesia se hacía cargo del asunto y que no iban a seguir sometidos a la jurisdicción real, se retractaron. No fueron, sin embargo, llevados ante el Papa y su convoy se detuvo en Chinon. Recibieron en aquel lugar la visita de tres cardenales enviados por el Papa y allí, auténtico golpe de efecto, reiteraron sus confesiones. Estupefactos, los cardenales tomaron la precaución de releer bien sus declaraciones a los dignatarios y les pidieron que reflexionaran antes de firmarlas. No obstante, firmaron. Cosa curiosa, cuando el 26 de noviembre de 1309, Jacques de Molay compareció ante la Comisión pontifical, comenzó por andarse con subterfugios y evasivas, y contestando a las preguntas intentando salirse por la tangente. Se terminó por releerle las confesiones que había hecho en Chinon. Él se indignó por cuanto se le atribuía haber dicho, lo negó, mas no defendió sin embargo a la Orden. ¿Modificaron lo declarado por él? ¿Le prometieron que sus confesiones no serían divulgadas y que estaban destinadas únicamente a ilustrar al Papa? ¿Fue engañado de un modo u otro?

Tras esto, Jacques de Molay solicitó conversar en privado con Guillaume de Plaisians, consejero de Felipe el Hermoso. ¿De qué hablaron? ¿Había llegado antes a un acuerdo Jacques de Molay con él y, en tal caso, de qué naturaleza? ¿Se habría mostrado cómplice de la destrucción de una Orden que se había vuelto peligrosa? Cabe dudarlo, pero la actitud del Gran Maestre es, no obstante, muy sorprendente.

Después de su entrevista con el consejero del rey, pidió ocho días para “deliberar”. Los obtuvo. Pareció indeciso durante un tiempo y acto seguido renunció a defender a la Orden, haciéndome pasar por iletrado y por pobre, pero tratando no obstante de recordar los servicios prestados por la Orden en el pasado. ¡Qué torpeza! Declaró a pesar de todo:

“Pero iré a presencia del Santo Padre cuando él lo tenga a bien. Soy mortal como el resto de los humanos, y no tengo asegurado el porvenir.”

¿No era una manera de hacer saber que estaba atemorizado? Que el Papa le hiciera comparecer a su presencia y allí podría hablar, pero mientras su suerte estuviera diariamente en manos de los hombres del rey podía temerse cualquier cosa. Añadía por otra parte:

“Os suplico, pues, y os requiero que le comuniquéis al Santo Padre que llame delante de él al Maestre del Temple tan pronto como le sea posible: sólo entonces le diré lo que es el honor de Cristo y de la Iglesia, en la medida en que ello esté en mi poder.”

De hecho, los únicos que, valientemente, salieron un poco en defensa de la Orden fueron templarios de base, prueba de que el Temple se había vuelto un cuerpo sin alma, y los que “sabían” lo había abandonado desde hacía mucho tiempo. Pero, no obstante, ¿cómo es posible que los dignatarios no clamaran alto y fuerte la inocencia de la Orden? Que tuvieran miedo, que hubieran cedido bajo tortura, sea. Pero ¿qué no hubiera ni uno capaz de reaccionar? El sufrimiento, la falta de coraje, pueden explicar muchas cosas, pero ¿no había habido un acuerdo para acabar con la Orden? Está claro que los dignatarios supieron por anticipado que los templarios serían arrestados. Aunque supiéramos que no habían sido avisados directamente, el solo hecho de que en determinados lugares el secreto hubiera sido revelado, implica que los templarios así informados fueron a avisar de inmediato a al Gran Maestre de la Orden. Ahora bien, esto no hizo nada, no emprendió la huida, ni puso a la Orden en estado de defensa. Se dejó atrapar en el nido, dejando entrar en la torre del Temple a quienes venían a detenerle. Permitía así la destrucción de su Orden. ¿No podemos imaginar que tenía buenas razones para hacer lo que hizo? ¿E incluso sin duda consignas que habrían podido provenir del círculo oculto que se había escindido de la Orden, del Temple interior? Esta hipótesis explicaría muchas cosas.

En primer lugar, los dignatarios respetaron lo convenido y dejaron que el arresto siguiera su curso. Luego reconocieron los hechos reprochados a los templarios. Sin embargo, pronto se dieron cuenta de que los frailes eran torturados y ello no debía formar parte del pacto. Entonces dudaron, no querían defender a la Orden pero tampoco estaban de acuerdo en dejar morir bajo tortura a los caballeros del Temple. Quisieron ver al Papa. No se les permitió, pero se les hizo encontrarse con unos cardenales que el soberano pontífice había enviado ante ellos. Y allí Jacques de Molay dudó, como hemos visto. ¿Qué debía decir? Por una parte, solicitó hablar con el consejero del rey; por otra, habría querido ver al Papa. Parecía perdido, como si el desarrollo de la película no se correspondiera con el guión que le habían hecho leer con anterioridad. ¡Qué diferencia con aquellos frailes que se declararon voluntarios para tomar la defensa de su Orden, más de quinientos sesenta!

El 7 de abril de 1310 nueve prisioneros remitieron una memoria a la Comisión, a la vez defensa jurídica y requisitoria contra los procedimientos de los agentes del rey.

En cualquier caso, el concilio reunido en Viena en octubre de 1311 resultó sumamente incómodo. ¿Cómo mostrarse justo sin incurrir en las iras del rey de Francia? Los participantes no querían comportarse como los del Concilio de Sens que, algo más de un año antes, habían mandado a cincuenta y cuatro templarios a la hoguera.

¿Qué hacer? Clemente V se sentía un poco más libre frente a Felipe el Hermoso, pues acababa de hacerle una serie de concesiones atacando la memoria de Bonifacio VIII. El rey se dio cuenta de ello y decidió dirigirse personalmente a Viena el 20 de marzo de 1312. Frente a la amenaza de presión, Clemente V optó por precipitar las cosas. No quería condenar a la Orden, pero corría el peligro de verse obligado a hacerlo, puñal en pecho, por parte del rey de puño de hierro. Para evitarlo, prefirió disolver al Temple “provisionalmente”. La bula proclamaba entre otras cosas:

“Una voz ha sido oída en las alturas, voz de lamento, de duelo y de lloros: pues ha llegado el tiempo, ha llegado el tiempo en que el Señor, por boca del profeta, hace oír esta queja: Objeto de ira y de furor ha sido siempre para mí esta ciudad desde el día en que fue edificada, que es como para quitármela de delante de mí, por el mal que los hijos de Israel y los hijos de Judá han hecho para irritarme, ellos, sus reyes y sus príncipes, sus sacerdotes, sus profetas, las gentes de Judá y los habitantes de Jerusalén. Me han vuelto la espalda en vez de darme la cara; yo les he amonestado desde muy temprano y sin cesar, pero ellos no han querido oír ni recibir la corrección. Han puesto sus abominaciones hasta en la casa en que se invoca mi nombre, profanándola. Han edificado los lugares altos de Baal que se hallan en el valle de Ben-Hinnon, para pasar (por el fuego) a sus hijos y a sus hijas en honor de Moloc. (Jeremías, 32 31-35). Profundamente se corrompieron, como en los días de Guibá. (Oseas, 9,9). Ante una tan horrorosa noticia, en presencia de una infamia pública tan horrenda (y ¿quién, en efecto, ha oído o visto jamás nada semejante?) he caído al oírlo, me he contristado al verlo, mi corazón se ha visto embargado por la amargura, las tinieblas me han envuelto.” [continuará…]

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