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martes, 14 de septiembre de 2010

La trayectoria de Clemente V


Desde la encomienda de Barcelona queremos hoy tratar a uno de los protagonistas en la bochornosa acusación hacia la Orden del Temple, se trata del Papa Clemente V; el cual se vio inmerso en situaciones tanto sociales, como también políticas de dudosa reputación.


Para ello hemos escogido un texto publicado en el libro “La otra historia de los templarios” del historiador y novelista francés, Michel Lamy, donde nos relata resumidamente, la vida de este polémico Papa.


Deseamos que su lectura sea de vuestro agrado.


Los templarios no dependían de la jurisdicción regia, sino del Papa. La reacción de éste era, por tanto primordial.


El soberano pontífice, Bertrand de Got, ex arzobispo de Burdeos, había tomado el nombre de Clemente V. Debía su elección a Felipe el Hermoso. Además, había ido a instalarse en Aviñón, prefiriéndolo a Roma. Lo que hacía de él un casi cautivo del rey de Francia. Es probable que fuera puesto al corriente del proyecto de arresto muy pronto, pero Clemente V no tenía el valor de Bonifacio VIII. Su forma de resistencia no era más que una manera de obrar con astucia, de ganar tiempo. Sin duda eso es lo que le había incitado a convocar a los Grandes Maestres del Temple y del Hospital para pedirles que fusionaran ambas órdenes. Es probable incluso que fuera en esta ocasión cuando previno a Jacques de Molay de los peligros que amenazaban al Temple. Molay había respondido a esta advertencia reclamando una investigación sobre la Orden. El aviso no bastó.


Clemente V era un ser débil, esclavo de sus sentidos, un ser regalón que necesitaba vivir en la opulencia. Estos gastos armonizaban mal con su divisa familiar: Par infimis (igual a los humildes).


Había nacido en el seno de la casa de los vizcondes de Lomagne, de origen visigodo. Familia ilustre pero sin un real. Fue obispo de Comminges, “el obispado del unicornio”. Fue en concepto de tal que hizo construir Saint-Bertrand-de-Comminges, verdadera joya alquímica. Fino hombre de letras, fundó cátedras de hebreo y de árabe en varias universidades. Contrató los servicios de un alquimista célebre: Arnaldo de Villanueva. Ironías del destino: su madre, Ida de Blanchefort, era la nieta de Bertrand de Blanchefort, Gran Maestre de la Orden del Temple.


Inmediatamente después de su elección, se había dirigido a Burdeos, pasando por Mâcon, Bourges y Limoges, seguido de una nube de cortesanos y de servidores. Por todas partes por donde pasaba, pretendía que se le recibiera suntuosamente, y no se marchaba hasta que las reservas locales no estuvieran agotadas. Su corte se comportaba como en país conquistado y se pasaba de la raya con creces. Las exacciones fueron tales que levantaron ampollas. Para defenderse, Clemente V declaró:


“Somos hombres, vivimos entre los hombres y no podemos verlo todo. No tenemos el privilegio de la adivinación”.


No obstante, como indica Lavocat:


“Sin embargo, sí había algo que Clemente no podía ignorar, y era que, durante su estancia en Lyon, había sacado sumas enormes a los abates y obispos de Francia que, por necesidad de sus propios asuntos, se habían dirigido a la corte. Existe unanimidad entre todos los cronistas de aquel tiempo: ‘Llevó a cabo multitud de robos en las iglesias, tanto laicas como religiosas, en su propio provecho y en el de sus ministros”.


Un lujo que le salía especialmente caro era su barragana, la hermosa Brunissende Talleyrand de Perigord. Las malas lenguas decían incuso que le costaba más caro que Tierra Santa. Le escribía versos como éstos:


“Mas bella eres que la luz del día;

la nieve no tiene más blancor.

Para cruzar el río del amor

ninguna otra barca que tú yo querría”.


Clemente era ambicioso. Obispo a los treinta y dos años, cardenal a os treinta y seis, consideraba como algo normal convertirse en Papa a los cuarenta. Ahora bien, la lucha de los clanes Colonna y Orsini tuvo bloqueado al cónclave durante diez meses y la llave de la elección estaba en buena medida en manos del rey de Francia. Se estableció un acuerdo entre ambos hombres. Se ha hablado a este respecto de un encuentro que habría tenido lugar en un bosque cercanos a Saint-Jean-d’Angély. A pesar de una crónica que lo menciona, éste fue materialmente imposible. En cambio, unos enviados de los dos hombres pudieron perfectamente llegar a un acuerdo. Felipe el Hermoso le habría garantizado a Bertrand de Got su elección a condición de suscribir seis cláusulas. Cinco de ellas estaban establecidas: reconciliarle con la Iglesia y lavar la mancilla del arresto de Bonifacio VIII; levantar la excomunión que pesaba sobre él; concederle los diezmos del clero en Francia por cinco años a fin de contribuir a los gastos realizados durante la guerra de Flandes; abolir la memoria de Bonifacio VIII; devolver todos los privilegios y títulos a los cardenales de la familia Colonna y a sus aliados que Bonifacio había combatido. La última cláusula habría quedado “en blanco”. No le sería precisada hasta más tarde. Se trataría de la destrucción de la Orden del Temple. Por eso Clemente declaró:


“Hacia la época de nuestra promoción, antes incluso de dirigirnos a Lyon para ser coronado, habíamos oído hablar en secreto de los desórdenes de la Orden del Temple”.


Tras haber dado su conformidad a las cláusulas reales, Bertrand de Got se convirtió en Papa.


Este pontificado no comenzaba, a decir verdad, bajo los auspicios de la santidad. La coronación de Clemente V en Lyon, el 14 de noviembre de 1305, estuvo por otra parte marcada por nos acontecimientos trágicos, como señales del destino.


En el momento del paso del cortejo pontificio, un muro repleto de curiosos se desmoronó. Felipe el Hermoso, queriendo poner de manifiesto su humildad de manera más aparente que real, iba a pie, llevaba de la brida el caballo montado por Clemente V. Pero ¿no era también simbólicamente (y tal vez inconscientemente) una forma de mostrar que llevaba al Papa por la brida? En cualquier caso, el rey salió del percance únicamente con unos rasguños, el duque de Bretaña pereció y el Papa fue derribado de su caballo. Otras once personas perdieron la vida, entre las cuales se encontraba el cardenal Mathaeo Orsini y Gaillard de Got, hermano del Papa. Otros fueron gravemente heridos, como Carlos de Valois.


La tiara rodó por el pavimento y la piedra más hermosas, un carbúnculo de seis mil florines, se desprendió de ella, prefiguración de ese florón de la Iglesia que era el Temple y que el Papa no iba a tener en breve ya a su servicio.


Al día siguiente, con ocasión de un banquete ofrecido por Clemente V, estalló una riña entre los partidarios del Papa y de los cardenales italianos. El hermano segundo del pontífice fue muerto en esa ocasión. Decididamente, al nuevo sucesor de San Pedro no parecía sonreírle en absoluto la fortuna.


La primera decisión de gobierno de Clemente V fue nombrar a cuatro cardenales elegidos en el entorno del rey de Francia: Bérange Frédol, obispo de Béziers; Étienne de Suisy, canciller; Pierre de La Chapelle-Taillefer, obispo de Toulouse, y Nicolas de Freauville, ex confesor del rey. Aprovechó igualmente la oportunidad para nombrar a algunas personas de su familia y de su clan. Además, dio la absolución al rey por el atentado de Anagni. Sin embargo, no se pronunció sobre el caso de Guillaume de Nogaret y se negó incluso a recibirle. Llevó a cabo lo que le había prometido al rey de Francia y se empleó, en este sentido, en vilipendiar la memoria de Bonifacio VIII.

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