Desde la encomienda de Barcelona recobramos
el apartado creado para terminar con las posibles sombras que a día de hoy
pueden envolver a la Orden
del Temple. Suposiciones, mayoritariamente inventadas, que llegaron a imaginar
a los templarios como enemigos de Nuestra Amada Iglesia.
Por ello, hemos recogido un nuevo capítulo
de la paleógrafa italiana Barbara Frale, extraído de su libro “I templari e la
sindone di Cristo”, donde esta vez nos aclara algunas supuestas vinculaciones de
la Orden del
Temple con la religión musulmana.
Desde Temple Barcelona esperamos
disfrutéis con su interesante lectura.
11
Retratos del
islam
La
descripción del ídolo como retrato para el islam se encuentra en seis
testimonios, pero no puede decirse que sea idéntica en todos los casos: el
fraile sargento Guillaume Collier, de Buis-les-Baronnies, dijo de manera muy
explícita que los cofrades llamaban Magometum
a esta extraña cabeza, mientras que dos frailes interrogados en Florencia y en Clermont
dijeron que habían visto un ídolo al que llamaron respectivamente Maguineth y Mandaguorra; en la investigación que se llevó a cabo en
Carcassonne, los frailes Gaucerand de Montpézat y Raymond Rubei sostuvieron que
estaba hecho in figura baffometi y el
segundo especificaba que se dirigían a él con una palabra árabe, Yalla. En la investigación realizada en
el Patrimonio de San Pedro en Tuscia, el sargento Gaultiero di Giovanni, de
Nápoles, contó que durante su ceremonia de ingreso en el Temple había habido
una verdadera discusión teológica para negar los dogmas del cristianismo, y el
ídolo, una representación de Alá, era el centro del discurso:
“…dijo
que el hermano Alberto lo hizo renegar de Cristo y le dijo que no debía creer
en él. Fray Gualtiero preguntó: ‘Entonces, en quién debo creer?’. El mismo fray
Alberto respondió: ‘En ese Dios grande y único que adoran los sarracenos’.”
Luego
agregó que no tenía que creer en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo porque
eran tres dioses distintos, no un Dios único; finalmente, terminó afirmando que
el gran maestre del Temple y los preceptores responsables de una provincia
tenían una imagen que representaba a aquel gran Dios, lo adoraban como creador
y exponían su retrato en los capítulos generales y en las asambleas de mayor
relevancia. A este testimonio se puede aproximar tal vez el de Pierre Segron, a
quien el preceptor le dijo que no debía creer en Jesucristo, sino únicamente en
el Padre Omnipotente: pero esta última confesión no contiene ninguna alusión a
la religión islámica.
Bajo
la forma del nombre que se daba a este presunto retrato hay un testimonio muy
claro que lo llama Magometum, forma
que se aproxima mucho a la pronunciación auténtica; según dos frailes
interrogados en Carcassone, se decía baffometum,
palabra que deriva de la primera, pero modificada cuando el sonido original del
árabe es traspuesto a la lengua francesa: esta forma extraña es la que ha dado
vida a las fantasiosas etimologías que en un tiempo propuso Hammer-Purgstall y
que hoy sólo encuentran crédito entre los lectores aficionados a la literatura
fantástica. Las otras dos variantes, Maguineth
y Mandaguorra, también son
deformaciones de la palabra original, mientras que la extraña invocación al
ídolo a la que hace referencia un templario, es decir, Yalla, pretende reproducir la forma árabe Allah, con una marcada aspiración inicial que el notario encargado
de transcribir las actas vierte al latín con la letra Y.
Pero
¿es de suponer que los templarios, a excepción de una pequeña minoría, se
hubieran vuelto realmente musulmanes?
El
extraño ritual de ingreso que practicaban después de la ceremonia lícita y
prevista por su normativa se basaba efectivamente en una relación directa con
el mundo islámico: en oriente era sabido que los sarracenos obligaban a los
prisioneros cristianos a renegar de Jesucristo y a escupir sobre la cruz so
pena de muerte, como demuestra la crónica del franciscano Fidencio de Padua, y
el ritual de obediencia acuñado por los templarios para poner a prueba a sus
reclutas repetía estos mismos gestos, como ya se ha dicho, mediante la creación
de una especie de pantomima. Los juristas del rey de Francia estaban al tanto
de esto tras años de indagaciones secretas: conseguir la confirmación de la
acusación de que los templarios se habían pasado en masa al islam habría sido
de vital importancia para lograr la condena, y mejor aún si se podía demostrar
que el fantasmagórico ídolo sobre el cual el rey había recogido ciertas
informaciones era en realidad una imagen de Mahoma.
Hay
dos circunstancias que demuestran que esta acusación era absolutamente falsa:
son elementos incoherentes, cosas incompatibles entre sí que, no obstante, en
la mentalidad europea de comienzos del siglo XIV podían darse una junto a otra.
En primer lugar, se sabe que la religión islámica prohíbe terminantemente
representar el rostro del profeta, y todas las imágenes de Mahoma son en
realidad representaciones de su cuerpo con el rostro velado por una cortina de
fuego sagrado; en cambio, el “ídolo” atribuido a los templarios es sin ninguna
duda un retrato normal que presenta el rostro de un hombre con barba, y por
tanto no se lo puede tener por una imagen de Mahoma. Las mismas consideraciones
son válidas para el testimonio del templario según el cual el ídolo era una
imagen de Alá: el Corán prohíbe taxativamente representar a Dios en ninguna
forma, porque esto sería idolatría, y la cultura islámica ha sido siempre muy
respetuosa de esa norma.
El
segundo elemento es más indicativo aún: según un testimonio, el retrato de este
supuesto Machomet tenía directamente
cuernos. Eso demuestra sin lugar a duda que el relato no tiene ninguna relación
real con el islam, que es producto de la tortura que infligían los inquisidores
y se dirige exactamente a donde estos verdugos, de acuerdo con sus fines,
querían conducir los testimonios. Jamás ningún cristiano que hubiese estado
realmente en contacto con grupos islámicos habría podido pensar que los
musulmanes adoraran al diablo: aparte de las claras diferencias religiosas, los
musulmanes eran personas muy devotas y tenían en común con los cristianos la
adoración de un Dios único, creador, pero también Padre misericordioso y bueno.
Testimonios históricos precisos nos demuestran que en Jerusalén había un cierto
diálogo interreligioso, y por otro lado se sabe que san Francisco de Asís fue
recibido por el sultán de Egipto y mantuvo con él un debate teológico. En
Tierra Santa los musulmanes eran esencialmente adversarios políticos, gente que
disputaba a los cristianos la posesión de Jerusalén y el control de
Siria-Palestina; a lo largo de toda la historia del reino de Jerusalén hay
documentación relativa a un gran número de alianzas entre los gobernantes
cristianos y los diversos emires locales, alianzas que se basaban en el interés
común y se establecían dejando al margen las divergencias religiosas.
En
un país como Francia, donde no había comunidades musulmanas insertas en la
población, la gente tenía ideas muy vagas sobre sus costumbres religiosas: el
pueblo, en su mayor parte ignorante y habituado a la idea simplista de que se
iba a Tierra Santa a dar muerte a los enemigos de la fe, podía ser fácilmente
convencido de que estos “enemigos de la fe” tenían en su naturaleza algo oscuro
y demoníaco. Probablemente no sea casual que este tipo de inferencias no
encontrara terreno propicio ni en España ni en Chipre, donde los contactos con
gente de religión islámica eran frecuentes y los cristianos tenían ideas mucho
más claras al respecto. Para la visión de Nogaret, no había ninguna diferencia
si los frailes veneraban a Mahoma o directamente al diablo, con tal de que se
los pudiera acusar de un crimen imperdonable con el que sugestionar a las masas
populares.
No hay comentarios:
Publicar un comentario