Desde la encomienda de
Barcelona queremos compartir una vez más un nuevo capítulo de la paleógrafa
italiana Barbara Frale, extraído de su libro “I templari e la sindone di
Cristo”, donde esta vez nos habla sobre la carga que tuvo para el Temple la
cesión de fortalezas templarias a Saladino por parte de su maestre Ridefort, a
cambio de recuperar su libertad.
Desde Temple Barcelona
os recomendamos su distraída lectura.
La sombra de Ridefort
Dado
el estado actual de la investigación, creo que los templarios que declararon
que el ídolo era un retrato de Mahoma tal vez vieron una imagen de forma
vagamente humana, pero extraña o, en todo caso, distinta de la de los santos
que había por todas partes en las iglesias. Sin idea acerca de la identidad del
hombre representado, y presionados por la tortura, se vieron arrastrados a
semejantes declaraciones. No había duda de que se trataba del retrato de un
hombre; pero como no se conseguía saber quién era, algo ilícito debía haber
seguramente en ello. Lo cierto es que en el mundo medieval no había posibilidad
de interpretar libremente una obra de arte, porque todas las imágenes estaban
controladas y, por tanto, los diversos personajes se reconocían a primera
vista. El arte sagrado medieval tenía formas iconográficas fijas precisamente
porque su finalidad era instruir a las almas además de servirles de guía; ya el
papa Gregorio el Grande (590-604) había recomendado vivamente que se respetara
este precepto: los fieles eran en gran parte analfabetos y no podían comprender
conceptos demasiado elaborados, de modo que las figuras que ilustraban la
historia sagrada en las paredes de las iglesias representaban un gran
patrimonio popular porque constituían la doctrina de la gente común.
Había
una antigua y consolidada tradición que todos conocían y que hacía las veces de
guía: San Pedro debía tener siempre en la mano una gran llave como símbolo de
su poder, y San Antonio abad debía figurar siempre con el hábito monástico y el
dulce cerdito enroscado a sus pies para que el fiel pudiera reconocerlo de
inmediato. Los artistas debían seguir esquemas fijos, su libertad creativa se
aplicaba únicamente a detalles de segundo orden y, en todo caso, su trabajo
pasaba por la criba de la autoridad eclesiástica competente. Una representación
sagrada que no se conformaba a la tradición de la Iglesia resultaba
sospechosa y era condenada, pues en realidad podía crear confusión en quien no
tenía la cultura necesaria para defenderse del error. Si el ídolo de los
templarios hubiera sido la imagen tradicional de cualquier santo, los frailes
lo habrían reconocido en seguida: en cambio, todos los que vieron este retrato
concuerdan en que no lograron saber quién era, en que no había elementos que
permitieran identificarlo. Las presentaciones se producían a menudo por la
noche: en la iglesia oscura, agitada por la temblorosa luz de las velas, la
atmósfera daba al conjunto un aire de culto misterioso y siniestro. Obligados a
venerar el retrato de alguien a quien no conocían, y conscientes de que se
trataba de un culto secreto, los frailes quedaban sugestionados y vivían con
terror estas liturgias.
Los
agentes del rey de Francia aprovecharon este hecho y los asociaron a la
acusación de que los templarios se habían pasado al islam valiéndose de un
silogismo fácil (y antihistórico): la orden del Temple favorece a los
musulmanes; en sus ceremonias se venera el rostro de un hombre de identidad
desconocida; probablemente ese hombre misterioso es el profeta del islam, o sea,
Mahoma, por lo que, incluso si de verdad muchos templarios se hubieran hecho
musulmanes, este culto descrito en el proceso nunca habría podido existir; pero
a Nogaret no le preocupaba que la acusación fuese verdadera, con tal de que
pareciera creíble a los ojos de aquella sociedad occidental a la que se pedía
que condenara la orden del Temple. El gran estratega de la realeza había
desempolvado un rumor de más de cien años atrás, pero que en un tiempo había
tenido gran difusión y había afectado momentáneamente el buen nombre de la
orden.
Cuando,
en 1187, Saladino obtuvo su memorable victoria en los Cuernos de Hattin y
recuperó Jerusalén para el islam, observó un comportamiento extraordinariamente
generoso de la población cristiana, pues no sólo concedió la libertad a los
ricos que podían pagar su rescate, sino también a los pobres, por puro amor a
Dios. Únicamente con los templarios y los hospitalarios, que eran para él un
verdadero motivo de inquietud desde el punto de vista militar, el sultán no
quiso dar muestra alguna de piedad y los mandó decapitar. En semejante contexto
se vio el gran maestre templario Gérard de Ridefort, caído en manos del
enemigo, regresar sano y salvo cuando ya todos lo daban por muerto. Sabiendo
cuáles eran los sentimientos que albergaba el sultán con respecto a los
templarios, el hecho despertó de inmediato graves sospechas en todo el mundo.
Por lo demás, a Ridefort se lo conocía como un aventurero, un oportunista, un
traidor a los amigos que se había abierto camino en las filas del Temple; por
tanto, no gozaba de buena reputación, en absoluto. Pero ésta empeoró aún más
cuando se supo que había recuperado la libertad a cambio de la cesión de las
fortalezas templarias. En resumen, había traicionado a la orden de la manera
más vil.
Las
condiciones estipuladas en su momento por Ridefort con Saladino conmovieron
hasta tal punto a la sociedad cristiana, que el eco del escándalo perduró en la Crónica de Saint-Denis: la
sociedad cristiana se sentía conturbada por la gran ofensa que había padecido y
todo el mundo señalaba a las órdenes militares como las principales
responsables del desastre, de modo que se hacía inevitable la búsqueda de un
archivo expiatorio. El vil, arrogante e indigno Ridefort, por su naturaleza,
parecía la persona ideal para ese papel.
Fue
precisamente a esta fuente a la que Guillaume de Nogaret recurrió para acusar a
los templarios de su inclinación al islam. Similares rumores se difundieron
también a finales del siglo XIII, cuando determinados acuerdos diplomáticos
celebrados entre los jefes cristianos de Tierra Santa y el enemigo islámico no
fueron entendidos en Occidente y dieron lugar a enconadas polémicas. Durante el
proceso se presentó de improviso Guillaume de Nogaret y sacó a la luz el
siguiente asunto, que Jacques de Molay tenía que explicar:
“En
las crónicas que se guardan en la abadía de Saint-Denis estaba escrito que en
la época de Saladino, el sultán de Babilonia, el gran maestre templario de
entonces y los otros jefes de la orden habían rendido homenaje a Saladino; el
propio Saladino, cuando se enteró de la gran adversidad de la que los
templarios eran objeto, dijo públicamente que todas las dificultades por las
que estaban pasando se debían a que estaban mancillados por el vicio de Sodoma
y porque habían abjurado de su fe y su ley. El gran maestre (Jacques de Molay)
quedó estupefacto ante aquellas palabras y contestó que jamás había oído decir
nada parecido. En cambio, sabía que en un tiempo, cuando Guillaume de Beaujeu
estaba al frente del Temple, él, que se hallaba en Tierra Santa junto con
muchos frailes templarios jóvenes y con deseos de entrar en combate, como es
habitual en los jóvenes caballeros ansiosos de presenciar hechos de armas, pero
también otros que no pertenecían a su grupo, murmuraban contra el gran maestre:
en realidad, mientras estuvo en vigencia la tregua que con los sarracenos había
pactado el soberano inglés, quien moría prematuramente poco después, el gran
maestre servía al sultán y lo tenía por amigo. Así tanto Jacques de Molay como
los otros terminaron por aceptar de buen grado aquella actitud, pues
comprendían que el gran maestre no podía hacer otra cosa; según él, en aquellos
tiempos la orden templaria tenía bajo su custodia muchas ciudades y fortalezas
situadas en el confín de los territorios sometidos al sultán y que daban nombre
a esos lugares, que no habrían podido permanecer en manos cristianas si el rey
de Inglaterra no hubieses dispuesto el envío de víveres”.
En
Tierra Santa tal vez se combatía más con la negociación diplomática que con las
armas: los primeros decenios de vida del reino cruzado conocieron una relativa
tranquilidad precisamente porque a menudo los gobernantes islámicos
individuales de territorios limítrofes preferían aliarse con los cristianos y
permanecer autónomos antes que aceptar la sumisión a un poder islámico mucho
más grande que el de ellos. La operación del gran maestre Beaujeu, que luego
moriría heroicamente a manos sarracenas mientras protegía la fuga de los
civiles por mar, respondía a necesidades políticas, mientras que de su plena
buena fe daba testimonio la colaboración del rey de Inglaterra, promotor de
aquella alianza. En esos años, cuando la incapacidad de las órdenes militares
para recuperar Jerusalén comenzaba a dar nacimiento a proyectos que se
proponían reformarlas, la noticia de aquella singular alianza había inducido a
los malpensados a sospechar que los templarios eran tan ineptos porque en
realidad no tenían ninguna intención de atacar a aquel islma con el que habían
comenzado a simpatizar. El contexto del proceso y sus dinámicas transformaron
este simple rumor en una verdadera acusación.
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