Desde la
encomienda de Barcelona recobramos el apartado pensado para conocer con más
detalle a la Orden del Temple. Para ello hemos vuelto a extraer algunas líneas
del catedrático en historia Alain Demurger de su libro “Vie et mort de l’ordre
du Temple”, donde ahora que está de moda dudar de los políticos, nos explica las distintas posturas políticas que
defendió el Temple en Estados tan singulares como Inglaterra, Francia, Italia; donde se hizo imprescindible el protagonismo de los templarios en sus
respectivas cortes.
Desde
Temple os invitamos que recorráis los pasillos de su historia
Uno se imagina más bien a los templarios en el
papel de mediadores, árbitros o embajadores. En Inglaterra, durante la guerra
civil que opone Matilde y Esteban de Blois, recibieron dones de ambos lados. Al
analizar el papel que desempeñaron en las relaciones franco-inglesas, se diría
que “sacaron tajada de todas partes”. En 1160, firman como testigos el tratado
concluido entre Enrique II y Luis VII. El matrimonio previsto entre el hijo de
Enrique II, Enrique el Joven, y la hija de Luis VII, Margarita, se celebrará al
cabo de tres años, puesto que los futuros esposos son todavía unos niños.
Entretanto, se confía a los caballeros del Temple la custodia de los tres
castillos de Gisors, Neuphle y Neufchâtel, dote de la pequeña Margarita de
Francia. Enrique II precipita las cosas y casa a los dos niños en noviembre de
1160. Los tres templarios encargados de la guardia de los castillos los
entregan al rey de Inglaterra. Sólo en esta ocasión, y únicamente durante esos
meses, estuvo el castillo de Gisors en manos de los templarios. La duración de
su estancia es inversamente proporcional a las toneladas de estupideces
contadas al respecto y difundidas por los medios de comunicación en masa.
Luis VII, descontento, expulsó a los tres
templarios, pero no modificó su actitud frente a la orden. Algunos de los
miembros de ésta figuran entre sus consejeros más íntimos, Godofredo de
Fouchier, por ejemplo, que mantuvo con el rey una correspondencia abundante y
amistosa, o Eustaquio Chien, que se ocupó de sus asuntos financieros.
El 11 de marzo de 1186, Margarita, viuda de
Enrique el Joven, cede sus derechos sobre Gisors y los otros castillos a cambio
de dos mil setecientas cincuenta libras en moneda angevina, cantidad pagada por
intermedio de templarios y hospitalarios. Los maestres del Temple y el
Hospital, en Francia y en Normandía, actúan como fiadores en el acuerdo.
Ser consejeros íntimos de un rey de Francia y
un rey de Inglaterra en conflicto perpetuo, sin poner por ello en peligro la
unidad de la orden, fue la hazaña realizada por los templarios. A veces
tuvieron que bailar sobre la cuerda floja. Por ejemplo, en los años 1222-1224,
el alcalde y los burgueses de La Rochelle acusan a los templarios de alentar
los disturbios y favorecer un cierto partido francés. Enrique III de Inglaterra
transmite al papa la carta del alcalde, que les denuncia por violencia contra
el Hospital de la ciudad. El papa publica una bula para “reprimir la insolencia
de los templarios”.
Otro ejemplo de intervención directa de las
cuestiones políticas lo proporciona el caso del templario Ricardo el Limosnero,
que figura en 1255 entre los consejeros del partido proinglés de Comyn, en Escocia.
Mostrarse demasiado partidista expone a malas
consecuencias. Los templarios de los Estados italianos de Federico II pagaron
cara la hostilidad de la orden contra él. Sin embargo, todo había comenzado
bien. En 1209-1210, el joven soberano multiplica sus donaciones y confirma sin
problemas las hechas por otros. En 1223, toma bajo su protección los bienes de
los templarios en Alemania y ratifica los privilegios concedidos por sus
antecesores, Enrique IV y Federico I.
Las cosas se estropean incluso antes de la
partida de Federico II a la cruzada, aunque la documentación proporciona datos
contradictorios. Al parecer, Federico empezó a confiscar bienes del Temple y
del Hospital a partir de noviembre de 1226. Por otro lado, los castillos y las
construcciones militares del reino de Sicilia están bajo la dirección de dos
“maestres y provisores de los castillos imperiales”. Ahora bien, en los años
1228-1229, uno de ellos es templario, el otro hospitalario. Las constituciones
de Melfi, en 1231, modificarán el sistema y multiplicarán los “provisores”, que
dejarán de reclutarse entre las órdenes militares. Sea cual sea la verdad,
durante esos años se procede a confiscaciones masivas de bienes templarios y
hospitalarios y –precisa Ernoul- Federico “hizo expulsar a todos los hermanos
de la tierra de Sicilia”. Se dispone de una lista impresionante de
confiscaciones en la región de Foggia: casas, huertos, viñas, olivares,
trigales, salinas, todos ellos embargados y redistribuidos por la corona.
Cuando Federico II se reconcilia con el papa
en 1231, este último le pide que restituya los bienes confiscados al Temple y
al Hospital, que, como hemos visto, atenúan sus críticas. Federico II
remolonea. En 1238, se justifica por sus retrasos. No le ha quedado más remedio
que devolver sus bienes al Hospital, convertido en su aliado, pero desde luego
no al Temple, puesto que, al final de su vida, en su testamento, pedirá que
“todos los bienes de la milicia, todas las casas del Temple que nuestra corte
retenía le sean restituidas”. Los lazos estrechos que el Temple que mantiene
con el papado en Italia explican el celo desplegado en 1257 por el preceptor de
la encomienda del Temple en Perusa, Bonvicino, para resolver un conflicto entre
Pisa y Génova a propósito de la fortaleza sarda de Sant’Igia. Un templario y un
hospitalario guardarán desde entonces el castillo. En realidad, se trata de una
prolongación en Occidente de la “guerra de San Sebas”, que opone a las comunas
italianas en Acre. Resulta curioso ver al Temple, tan medito en el conflicto en
Oriente, servir de mediador en Italia.
Durante la segunda mitad del siglo XIII, el
desarrollo del Estado monárquico multiplica las ocasiones de tensión con las
órdenes internacionales, puesto que el Estado intenta recuperar sus derechos y
disminuir los privilegios de aquéllas. Su situación “de Iglesia dentro de la
Iglesia, de Estado dentro del Estado” las coloca en una posición difícil. ¿Se
puede servir a la vez a Dios y al príncipe?
El problema se les plantea muy crudamente
durante el conflicto Bonifacio VIII-Felipe el Hermoso. Los templarios de
Francia aprueban al rey. Pero en Anagni, el papa, humillado por Guillermo de
Nougaret y sus esbirros, se ve “casi solo con los hermanos templarios y
hospitalarios”. El 6 de febrero de 1304, Benedicto XI, sucesor de Bonifacio
VIII, confirma todos los privilegios del Temple, devolviéndole una credibilidad
en aquel momento vacilante. Benedicto sabía que podía contar con la orden para
poner una barrera a los asaltos de la monarquía francesa contra el papado. La
actitud de las preceptorías de Francia constituía la excepción a la regla del
apoyo al papa. Una contradicción peligrosa, no cabe duda, cuando el Estado,
siempre en busca de medios financieros, tal vez sienta la tentación de servirse
de las riquezas, reales o supuestas, de las órdenes. Sin contar con que su
fuerza militar puede inquietar. A pesar de sus diferentes enfoques, el aragonés
Jaime II, el inglés Eduardo I y el francés Felipe el Hermoso perciben el
problema de la misma forma.
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