Corría el mes de diciembre de 1224. Cerca de la iglesia de San Miguel, en Breamo, once hombres rodeaban en silencio una hoguera que les calentaba y calmaba algo de la tremenda humedad que la lluvia provocaba. Eran gente madura, de armas por las lanzas y espadones que portaban, de iglesia por las cruces que orlaban sus blancas capas. Eran caballeros del Temple, templarios venidos del Oriente a los que sus maestres habían destinado a estas tierras del Finisterre. Habían sido luchadores contra musulmanes de Saladino. Habían sufrido derrota y habían huido contraviniendo las normas de su orden. Por eso estaban aquí.
Tenían como misión guardar esta humilde iglesia. Estaba aquí, en ninguna parte, aislada, solitaria. Inmensa en la riqueza que contenía. Aunque su aspecto no dejara adivinarlo. Su humildad externa era la mascara de su tesoro oculto.
Siempre fueron los canteros templarios maestros en el labrado de la piedra y artesanos del acertijo. Tenían, además de la misión de construir, la de anotar en las obras de piedra que componían los secretos que debían ocultar y luego transmitir. Eran sabios en cantería y maestros en misterios. Se decía de ellos que guardaban en sus cabezas los grandes secretos de los enormes tesoros de Tierra Santa y de los conocimientos sublimes de sus maestres.
Y esto guardaban los once. Los signos sagrados que decoraban esta capilla. Los que eran el testamento de la humillada orden, la derrotada, la que había pasado por la ignominia de saber perjuro a su Gran Maestre. Aquí se encontraba todo. La historia de lo ocurrido, la sabiduría que no lo impidió, el escondite de sus riquezas.
Se acercaba la noche y era de natividad. Carecían de todo estos monjes y guerreros. Solo tenían su soledad. Y la capilla que custodiaban.
Caídas las primeras sombras se refugiaron en su interior. Por las estrechas y altas ventanucas, mas aspiles guerreras que miradores, penetraba breve luz de estrellas. Miraron al rosetón sobre la puerta. Once puntas. Una por caballero. Así era desde que la construyeron. Por ella estaban allí once. Uno por extremo.
Poco a poco fueron mirando más y más a la roseta. Algo extraño ocurría en ella. No sabían bien que. Algo era diferente en esta noche navideña.
Al rato lo entendieron. Un poco por si mismo, otro poco por lo extraño, supieron que en esa noche la roseta no tenía once puntas. Eran doce. Una más. Un caballero más. Y lo había. En el centro de la nave, la humilde nave de San Miguel, un niño dormía apacible sobre las brezas ante el altar.
Y así permaneció toda la noche. Hasta las primeras luces del alba. Hasta que amaneció. En ese momento el rosetón volvió a tener once puntas y el niño desapareció.
Desde entonces, todas las noches de la Navidad, los que se aproximan a esta iglesia-capilla juran que el rosetón tiene doce puntas. Las cuentan y recuentan y siempre son doce. Hasta la mañana. Hasta el Alba. Entonces, vuelven a ser once.
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