Perdida Jerusalén, la ciudad de Acre se había convertido en 1191 en la sede en Tierra Santa de la Orden del Temple. Era una ciudad ubicada sobre un saliente rocoso, a la orilla del mar, a la altura del paralelo del norte del lago de Tiberiades, en la ruta costera entre el Líbano y Palestina. Estaba rodeada de agua por el sur y el oeste, mientras que los lados este y norte los protegía un doble recinto murado articulado con numerosas torres. El vértice donde se unían los dos lados estaba defendido por los dos torreones más potentes del recinto, llamados torre Nueva y torre Maldita. En el centro de la ciudad se levantaba un castillo y en el extremo sur, pegado a la orilla, una enorme fortaleza llamada precisamente el Temple o Bóveda de Acre, porque era en ella donde tenía su sede central la Orden. El puerto se abría en el lado sur, protegido por un muro y un malecón que lo aislaban de la playa próxima.
Los habitantes de Acre debieron de apesadumbrarse cuando contemplaron el despliegue de los miles de soldados musulmanes que se extendían por el llano fura de sus muros. Parecía obvio que, si no recibían ayuda inmediata del exterior, estaban perdidos. La suerte de Acre estaba echada. El 5 de abril de 1291 el sultán Jalil se presentó ante sus murallas; comenzaba así el último gran episodio de los cruzados en Tierra Santa.
El ejército egipcio era uno de los más imponentes jamás reclutado por los mamelucos; estaba integrado por la formidable cifra de cuarenta mil jinetes y ciento sesenta mil peones, un total de doscientos mil soldados, muchos de ellos veteranos de las campañas realizadas por los sultanes Baibars y Qala’un. Además de semejante número de combatientes, el sultán disponía de doscientos mandrones, máquinas de asedio capaces de lanzar enormes piedras a más de trescientos metros de distancia, y las dos mayores catapultas jamás construidas hasta entonces, que fueron llamadas la Victoriosa y la Furiosa y para cuyo transporte fueron necesarias varias decenas de carros arrastrados por doscientos bueyes durante un mes desde la localidad egipcia de Hosn al-Akrad, en Egipto, donde habían sido construidas a piezas.
Catapulta medieval
Frente a semejante poderío, los defensores eran unos pocos miles de cristianos divididos entre caballeros templarios, hospitalarios, caballeros de la Orden Teutónica, franceses, ingleses, pisanos, venecianos, genoveses, milicias concejiles de la propia ciudad de Acre y caballeros del rey de Chipre.
Nada más iniciarse el asedio, las catapultas comenzaron a lanzar proyectiles sobre la ciudad con el fin de minar la resistencia de los defensores, que, ante la imposibilidad de recibir ayuda, sólo podían esperar el asalto final o huir en los barcos anclados al abrigo del puerto.
Sin embargo, los templarios no estaban dispuestos a mantenerse pacientes soportando los disparos de las catapultas, así es que planearon una salida para desbaratar algunos de esos ingenios, sobre todo la Victoriosa, que estaba dirigida por uno de los hijos del sultán, el joven de dieciocho años Abu-l-Fida. El maestre del Temple planificó la salida para la noche del 15 de abril, que sería dirigida por el mariscal. Trescientos jinetes, la mayoría templarios reforzados con algunos caballeros ingleses, se concentraron en el interior de la puerta de San Lázaro, ubicada en el norte de la ciudad, cerca de la línea costera. A la orden del mariscal, los trescientos caballeros se lanzaron contra el campamento musulmán donde se agrupaban los musulmanes que asediaban Acre desde el sector norte. Lo que en principio iba a ser un golpe de mano con la intención de acabar con la Victoriosa y provocar el desánimo entre los sitiadores, acabó en un desastroso fiasco. En medio de la oscuridad de la noche, las patas de los caballos de los templarios y de los ingleses se trabaron entre el marasmo de cuerdas que sujetaban las tiendas del campamento de los musulmanes y no pudieron maniobrar. Los musulmanes acudieron prestos y liquidaron a dieciocho de ellos. El resto se retiró a Acre derrotado. A la mañana siguiente las cabezas de los dieciocho caballeros templarios fueron enviadas a la tienda del sultán Jalil como trofeo de guerra.
Los hospitalarios, que defendían la otra mitad del lado norte, decidieron realizar unos días después otra salida nocturna. Pretendían enseñar a los templarios cómo se debían hacer las cosas. La caballería de los hospitalarios salió por la puerta de San Antonio, pero los musulmanes ya estaban prevenidos, encendieron antorchas y fogatas y a la luz de las llamas los hospitalarios fueron presa fácil. Los supervivientes corrieron a refugiarse en la ciudad.
La moral de los defensores comenzaba a derrumbarse a la vez que sus murallas, golpeadas una y otra vez por los dos centenares de catapultas que arrojaban sin cesar miles de proyectiles sobre ellas y sobre la ciudad. Un rayo de esperanza llegó el 4 de mayo; el rey de Chipre arribó al puerto con víveres y dos mil soldados de refuerzo. Los mamelucos no habían llevado su flota con ellos, de modo que los barcos cristianos podían entrar y salir libremente del puerto sin impedimento alguno, por lo que los suministros a la ciudad no escaseaban.
El rey de Chipre asumió el mando, que hasta entonces nadie ejercía de manera unificada, y envió una embajada ante el sultán con el propósito de conseguir algún acuerdo. El encargado de parlamentar con el sultán fue el caballero templario Guillermo de Canfranc, que hablaba bien el idioma árabe. En plena conversación con Jalil, una piedra lanzada por una catapulta desde los muros de Acre cayó al lado de donde se estaban entrevistando. El sultán se enfureció y las negociaciones quedaron rotas de inmediato.
Un mes de insistente bombardeo había causado estragos en los muros; algunas torres estaban en ruinas y en el exterior miles de guerreros mamelucos aguardaban ansiosos la orden de asalto. Los minadores habían cavado túneles bajo las torres y acumularon leña, a la que prendieron fuego. Varias torres comenzaron a caer; el 8 de mayo se vino abajo la torre Maldita, una de las principales; por primera vez en mucho tiempo se vio luchar sobre sus ruinas codo con codo y en el mismo bando a caballeros templarios y a hospitalarios; el 15 de mayo lo hizo la llamada torre de Enrique II. Pese a la defensa heroica de los sitiados, los musulmanes ganaban cada día una torre y un tramo de muralla. El 16 de mayo había caído la exterior de las dos líneas de muralla.
El vértice central del recinto estaba a punto de quebrarse y con ello toda la ciudad caería de inmediato. Para evitarlo, el 18 de mayo templarios y hospitalarios lanzaron una contraofensiva para recuperar la torre Maldita. En el combate cayó gravemente herido el maestre del Temple Guillermo Beaujeu, alcanzado en la axila derecha por una flecha. De todos los que participaron en ese intento, sólo sobrevivieron diez templarios y siete hospitalarios. El maestre murió pocas horas después y también su lugarteniente, caído sobre las ruinas de la torre. El maestre del Hospital también resultó herido de gravedad, aunque pudo ser retirado y puesto a salvo en un barco.
La desbandada fue total y los que pudieron se abalanzaron sobre los muelles del puerto en busca de un barco en el que poder huir. El rey Enrique II de Chipre embarcó con sus caballeros rumbo a su isla. El patriarca de Jerusalén se hundió con su galera porque cargó con más peso del que podía soportar. La confusión en el puerto era absoluta y algunos desaprensivos la aprovecharon para enriquecerse. Uno de ellos fue precisamente un sargento templario llamado Roger de Flor, natural de Brindisi, quien se hizo con una galera propiedad del Temple llamada El Halcón, gracias a la cual amasó una fortuna cobrando pasaje a ricas damas a cambio de un medio huir de Acre. Roger de Flor fue expulsado del Temple por ello, se convirtió en un corsario y acabó dirigiendo a los almogávares en la famosa Compañía catalana que arrasó el oeste de Anatolia a comienzos del siglo XIV.
Roger de Flor fue expulsado del Temple.
El ataque general que los musulmanes lanzaron a continuación desbordó el segundo recinto en la zona de la puerta de San Antonio, en el centro de las murallas, por donde penetró un torrente de soldados musulmanes prestos a acabar con toda resistencia. Cuantos cristianos se encontraron en la ciudad fueron asesinados y sus casas y tiendas saqueadas.
Los defensores que no habían huido en alguno de los barcos que escapaban del puerto se replegaron hasta el extremo occidental de la ciudad, encerrándose en “el Temple”. Durante diez días resistieron todos los ataques y el permanente bombardeo de las catapultas. Los arquitectos que habían construido aquel edificio los habían levantado a conciencia, de modo tan sólido que parecía inexpugnable.
Pedro de Sévry, mariscal del Temple, era el encargado de dirigir la defensa tras la muerte del maestre. El sultán le ofreció un pacto: todos quedarían libres y podrían marcharse con sus armas y propiedades si entregaban el edificio. Sévry aceptó. Un destacamento de mamelucos entró en la fortaleza para hacerse cargo de la rendición, pero los soldados musulmanes amenazaron a las mujeres y se entabló una lucha en la que los templarios acabaron con todo el destacamento. Esa misma noche Teobaldo de Gaudin embarcó con el tesoro de los templarios a través de un portón que daba directamente desde la fortaleza al mar y puso rumbo norte, hacia el castillo del Mar, junto a Sidón.
Al día siguiente los mamelucos pidieron excusas por lo sucedido el día anterior e invitaron a Sévry a que acudiera ante el sultán para recibirlo en persona. El confiado mariscal del Temple así lo hizo y con una escolta de caballeros salió de la fortaleza. Todos fueron decapitados allí mismo.
Entretanto, una brigada de zapadores egipcios había construido dos túneles bajo la fortaleza y los había entibado con maderos; les prendieron fuego y un lienzo de los muros exteriores de la fortaleza templaria se vino abajo, abriendo una brecha por donde dos mil mamelucos se lanzaron al asalto. La lucha que se entabló a continuación entre los defensores templarios y los asaltantes duró poco. Las minas que habían abierto los zapadores eran demasiado grandes y como quiera que los maderos allá depositados seguían ardiendo, todo el edificio se vino abajo aplastando tanto a los defensores templarios como a los soldados musulmanes que habían penetrado por la brecha. Era el día 28 de mayo de 1291; esa noche no quedaba ya un solo cristiano vivo en Acre.
La caída de Acre (1291)
En el verano de 1291 fueron cayendo una a una las pocas ciudades y fortalezas que mantenían los cruzados: Haifa, Tortosa, Tiro, Beirut y Sidón. Los templarios evacuaron el castillo Peregrino, la gran fortaleza nunca conquistada, el 14 de agosto; recogieron a todos sus caballeros en Tierra Santa, y marcharon a Chipre. Una guarnición quedó apostada en el islote de Ruad, a unos tres kilómetros frente a la ciudad costera de Tortosa, y allí se mantendría hasta 1303. La época de las cruzadas, la presencia de los templarios en Tierra Santa y su razón de ser habían terminado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario