A la llamada para organizar una nueva cruzada que proclamó el Papa Urbano IV en 1263 no respondió nadie. Los templarios comprendieron que todo por lo que habían luchado durante siglo y medio comenzaba a desmoronarse y que no se advertían síntomas de que la cristiandad reaccionara. Así lo contemplaba un caballero templario en una carta que escribió en 1265 en Tierra Santa, y en la que augura el desastre ante la falta de esperanza y la corrupción de la Iglesia, a la que acusa de haberse olvidado de Tierra Santa para centrarse en sus intereses terrenales en Europa.
En 1265 Baibars sitió San Juan de Acre; doscientos templarios formaron ante la puerta y los musulmanes les dijeron que abjuraran de su fe y aceptaran el islam. El comandante templario exhortó a sus hombres a permanecer en la fe de Cristo. Los musulmanes lo sacaron de la fila y lo torturaron con tenazas. Prefirió el martirio que renunciar a Cristo Nuestro Señor.
En la segunda mitad del siglo XIII aparecieron los primeros síntomas de la larga crisis que afectó durante toda la Baja Edad Media a Europa. Por ello, el Temple se vio obligado a pactar con sus seculares enemigos. En 1266 el maestre Berard mantuvo correspondencia secreta con Qala’un, el emir del sultán Baibars. Abandonados por todos, enfrentados con media cristiandad, los templarios actuaron desde entonces de manera absolutamente autómata. Su misión ya no era proteger a los peregrinos, que cada vez llegaban en menor número a Tierra Santa, sino defenderse a sí mismos. Sus bajas en las cruzadas habían sido enormes y cada vez llegaban menos caballeros de refresco y menos rentas de sus encomiendas en Europa. Ya sólo cabía resistir desesperadamente y aguardar un final irremisible. En el ataque de los mamelucos al castillo de Safed en junio de 1266 murieron sus seiscientos defensores por no rendirse; los templarios que lo custodiaban fueron decapitados. Cada baja era muy difícil de reemplazar, y ante esa situación, Baibars entendió que había llegado el momento de acabar con la presencia cristiana en tierras del islam. De ahí que, pese a las conversaciones secretas con los templarios, su decisión fuese firme. En 1268 Baibars conquistó Antioquía, que durante casi dos siglos había sido un verdadero símbolo del triunfo cristiano en Tierra Santa.
En 1268 Baibars atacó Jaffa, el comandante templario se rindió. Antioquía fue destruida y la que había sido una de las mayores ciudades de Siria quedó convertida en un pueblucho. Los templaros iniciaron el repliegue y abandonaron sus castillos de Baghras y la Roca de Russole.
En 1269 uno de los reyes más prestigiosos de la cristiandad, el aguerrido Jaime I de Aragón, conquistador de los reinos musulmanes de Mallorca y Valencia, decidió por su cuenta organizar una cruzada. Sus embajadores habían estado negociando con los tártaros (los mongoles), sin llegar a ningún acuerdo, pero de esas conversaciones surgió la idea de acudir a Tierra Santa. Tenía sesenta años y, tras guerrear durante toda su vida contra el islam andalusí, había dedicado la última década a gobernar sus Estados y a acordar pactos y tratados con sus vecinos castellanos y franceses. Probablemente ya no estaba en condiciones de iniciar una aventura bélica pero en su vejez despertaron en él los recuerdos de sus años de infancia, en los que fue educado por los templarios en el castillo aragonés de Monzón. La armada del rey de Aragón, compuesta por más de treinta navíos, partió hacia Tierra Santa el 4 de septiembre desde Barcelona. Algunas naves continuaron su ruta y llegaron hasta las costas de Palestina, desembarcando en Acre.
Luís IX de Francia siguió el ejemplo de Jaime I de Aragón. El soberano francés, atormentado por su fracaso veinte años antes, deseoso de calmar su alma ante la proximidad de la muerte, zarpó de sus bases portuarias en la Provenza el 1 de julio de 1270 y en pocos días alcanzó las costas de Túnez. Apenas tuvo tiempo para organizar la cruzada, porque falleció el 25 de agosto. La efímera Octava Cruzada acabó de manera tan fulminante como había comenzado, pero Luís IX alcanzó tras su muerte una recompensa que había buscado en vida: fue proclamado santo, el único monarca elevado a los altares de cuantos reinaron en Francia, “la hija predilecta de la Iglesia”.
En Tierra Santa la noticia del fracaso de Jaime I, y sobretodo de Luís IX, acabó con las escasas esperanzas de ayuda, si es que todavía quedaba alguna. Baibars seguía con su ofensiva total y en 1271 conquistó el Krak de los caballeros, la formidable fortaleza de los hospitalarios que se había construido para ser inexpugnable. Un intento de organizar una nueva cruzada que predicó Gregorio X el 7 de mayo de 1274 en Lyon acabó en fracaso; de todos los soberanos de la cristiandad sólo acudió el anciano Jaime I de Aragón, que propuso construir una flota y enviar en ella cinco mil caballeros y dos mil infantes.
La muerte de Baibars, envenenado en 1277, concedió una tregua a los cristianos, que seguían enfrentados entre ellos. Los hospitalarios odiaban a los templarios y procuraban aliarse con cualquiera que mostrara la más mínima enemistad hacia ellos; los templarios correspondían a los hospitalarios con el mismo odio y estaban enfrentados con príncipes cristianos como Bohemundo VII y el rey de Chipre, y con los genoveses, ya abiertos rivales de los venecianos, los únicos que mantenían una cierta alianza con el Temple.
Entre 1283 y 1289 se acordó una tregua que convenía a todas las partes; los mamelucos tenían que solventar la sucesión de Baibars y los cristianos intentar resolver sus enconadas disputas. Es probable que el papado lamentara su antigua cerrazón a pactar con los mongoles, y en 1285 procuró establecer nuevos contactos con su gran kan. Pero el imperio mongol ya no tenía el menor interés en el occidente de Asia. El emperador Kubilai estaba asentado en el trono de Pekín y se había convertido en un soberano más próximo a las refinadas costumbres chinas que al espíritu aventurero de los mongoles. Una pequeña porción de tierra en un extremo perdido del mundo carecía de atractivo para “el soberano del cielo”.
Qal’un, sultán de Egipto desde 1279, juró que arrojaría a los cruzados al mar, retomó la ofensiva paralizada tras la muerte de Baibars por la tregua y el 27 de abril de 1290 conquistó Trípoli. Los templarios no podían mantener sus fortalezas y se replegaron a sus posiciones en la costa. Los dominios cristianos en Tierra Santa se habían reducido a tan sólo una estrecha franja costera de apenas veinte kilómetros de ancha entre el litoral sirio y el palestino, interrumpida por varias fortalezas ya en manos de los musulmanes.
El nuevo maestre del Temple, Guillermo de Beaujeu, que en 1273 había sucedido a Tomás Berard, carente de hombres y de recursos, ordenó a sus caballeros que se replegaran a las fortalezas que todavía conservaban en el litoral. La defensa se basaría en mantener la posesión de la ciudad de Acre, protegida por el mar y por un doble recinto de poderosas murallas.
El rey Enrique II, que en 1285 había heredado las coronas de Chipre y de Jerusalén, pidió desesperadamente ayuda al Papa. La alarma fue transmitida a toda la cristiandad, pero sólo respondió el rey de Aragón, que envió a Acre cinco galeras. También llegó a Acre una flota en la que viajaban centenares de fanáticos y aventureros dispuestos a apoderarse de cualquier botín que cayera en sus manos. Hacía tiempo que el espíritu original de las cruzadas se había perdido y estos mercenarios eran hombres de fortuna sin más ambición que robar cuanto les fuera posible.
En cuanto llegaron a Acre en 1290, se desplegaron por sus calles, atiborradas de gente que buscaba allí el último refugio, y se dedicaron a asaltar a los mercaderes musulmanes que, procedentes sobretodo de Damasco, hacían negocio aprovisionando de mercancías a la ciudad. Los templarios tuvieron que actuar como una especie de policía urbana y las autoridades cristianas apenas lograron restablecer la calma, que ese agosto volvió a romperse cuando, tras un banquete, un grupo de esos mercenarios salió a las calles a degollar a cuantos musulmanes encontraron a su paso. Los que consiguieron huir denunciaron ante el sultán Qala’un lo que estaba sucediendo en Acre y éste decidió acabar con tal situación. Envió una embajada a Acre para que le entregaran a los culpables de los asesinatos de los mercaderes musulmanes, pero las autoridades cristianas se negaron alegando que los musulmanes habían intentado violar a una cristiana, lo que había provocado la venganza de los cristianos.
Qala’un no aceptó la excusa y decidió conquistar Acre. En la mezquita mayor de El Cairo y ante un ejemplar del Corán, el sultán de Egipto juró solemnemente que no dejaría las armas hasta expulsar al último cruzado. Convocó al ejército y escribió una carta al maestre del Temple en la que le decía que Acre debía ser destruida. Los contactos secretos entre los templarios y los musulmanes seguían existiendo y el maestre le pidió al sultán que contemplara la posibilidad de dejar tranquila Acre a cambio de un rescate. Qala’un lo consideró, pero el 4 de noviembre de 1290 ordenó a su ejército que se pusiera en marcha rumbo a Palestina. Tenía setenta años y murió una semana después de iniciada la campaña. Pero su muerte nada cambió; le sucedió su hijo Jalil, quien continuó el plan trazado por su padre.
El maestre del Temple, que sabía cuáles eran las intenciones del sultán, había intentado convencer a los defensores de Acre para llegar a un acuerdo, pero fue tachado de cobarde y de estar más preocupado de sus intereses económicos y de sus negocios con los mercaderes musulmanes que de luchar por la defensa de los Santos Lugares.
En 1265 Baibars sitió San Juan de Acre; doscientos templarios formaron ante la puerta y los musulmanes les dijeron que abjuraran de su fe y aceptaran el islam. El comandante templario exhortó a sus hombres a permanecer en la fe de Cristo. Los musulmanes lo sacaron de la fila y lo torturaron con tenazas. Prefirió el martirio que renunciar a Cristo Nuestro Señor.
En la segunda mitad del siglo XIII aparecieron los primeros síntomas de la larga crisis que afectó durante toda la Baja Edad Media a Europa. Por ello, el Temple se vio obligado a pactar con sus seculares enemigos. En 1266 el maestre Berard mantuvo correspondencia secreta con Qala’un, el emir del sultán Baibars. Abandonados por todos, enfrentados con media cristiandad, los templarios actuaron desde entonces de manera absolutamente autómata. Su misión ya no era proteger a los peregrinos, que cada vez llegaban en menor número a Tierra Santa, sino defenderse a sí mismos. Sus bajas en las cruzadas habían sido enormes y cada vez llegaban menos caballeros de refresco y menos rentas de sus encomiendas en Europa. Ya sólo cabía resistir desesperadamente y aguardar un final irremisible. En el ataque de los mamelucos al castillo de Safed en junio de 1266 murieron sus seiscientos defensores por no rendirse; los templarios que lo custodiaban fueron decapitados. Cada baja era muy difícil de reemplazar, y ante esa situación, Baibars entendió que había llegado el momento de acabar con la presencia cristiana en tierras del islam. De ahí que, pese a las conversaciones secretas con los templarios, su decisión fuese firme. En 1268 Baibars conquistó Antioquía, que durante casi dos siglos había sido un verdadero símbolo del triunfo cristiano en Tierra Santa.
En 1268 Baibars atacó Jaffa, el comandante templario se rindió. Antioquía fue destruida y la que había sido una de las mayores ciudades de Siria quedó convertida en un pueblucho. Los templaros iniciaron el repliegue y abandonaron sus castillos de Baghras y la Roca de Russole.
En 1269 uno de los reyes más prestigiosos de la cristiandad, el aguerrido Jaime I de Aragón, conquistador de los reinos musulmanes de Mallorca y Valencia, decidió por su cuenta organizar una cruzada. Sus embajadores habían estado negociando con los tártaros (los mongoles), sin llegar a ningún acuerdo, pero de esas conversaciones surgió la idea de acudir a Tierra Santa. Tenía sesenta años y, tras guerrear durante toda su vida contra el islam andalusí, había dedicado la última década a gobernar sus Estados y a acordar pactos y tratados con sus vecinos castellanos y franceses. Probablemente ya no estaba en condiciones de iniciar una aventura bélica pero en su vejez despertaron en él los recuerdos de sus años de infancia, en los que fue educado por los templarios en el castillo aragonés de Monzón. La armada del rey de Aragón, compuesta por más de treinta navíos, partió hacia Tierra Santa el 4 de septiembre desde Barcelona. Algunas naves continuaron su ruta y llegaron hasta las costas de Palestina, desembarcando en Acre.
Luís IX de Francia siguió el ejemplo de Jaime I de Aragón. El soberano francés, atormentado por su fracaso veinte años antes, deseoso de calmar su alma ante la proximidad de la muerte, zarpó de sus bases portuarias en la Provenza el 1 de julio de 1270 y en pocos días alcanzó las costas de Túnez. Apenas tuvo tiempo para organizar la cruzada, porque falleció el 25 de agosto. La efímera Octava Cruzada acabó de manera tan fulminante como había comenzado, pero Luís IX alcanzó tras su muerte una recompensa que había buscado en vida: fue proclamado santo, el único monarca elevado a los altares de cuantos reinaron en Francia, “la hija predilecta de la Iglesia”.
En Tierra Santa la noticia del fracaso de Jaime I, y sobretodo de Luís IX, acabó con las escasas esperanzas de ayuda, si es que todavía quedaba alguna. Baibars seguía con su ofensiva total y en 1271 conquistó el Krak de los caballeros, la formidable fortaleza de los hospitalarios que se había construido para ser inexpugnable. Un intento de organizar una nueva cruzada que predicó Gregorio X el 7 de mayo de 1274 en Lyon acabó en fracaso; de todos los soberanos de la cristiandad sólo acudió el anciano Jaime I de Aragón, que propuso construir una flota y enviar en ella cinco mil caballeros y dos mil infantes.
La muerte de Baibars, envenenado en 1277, concedió una tregua a los cristianos, que seguían enfrentados entre ellos. Los hospitalarios odiaban a los templarios y procuraban aliarse con cualquiera que mostrara la más mínima enemistad hacia ellos; los templarios correspondían a los hospitalarios con el mismo odio y estaban enfrentados con príncipes cristianos como Bohemundo VII y el rey de Chipre, y con los genoveses, ya abiertos rivales de los venecianos, los únicos que mantenían una cierta alianza con el Temple.
Entre 1283 y 1289 se acordó una tregua que convenía a todas las partes; los mamelucos tenían que solventar la sucesión de Baibars y los cristianos intentar resolver sus enconadas disputas. Es probable que el papado lamentara su antigua cerrazón a pactar con los mongoles, y en 1285 procuró establecer nuevos contactos con su gran kan. Pero el imperio mongol ya no tenía el menor interés en el occidente de Asia. El emperador Kubilai estaba asentado en el trono de Pekín y se había convertido en un soberano más próximo a las refinadas costumbres chinas que al espíritu aventurero de los mongoles. Una pequeña porción de tierra en un extremo perdido del mundo carecía de atractivo para “el soberano del cielo”.
Qal’un, sultán de Egipto desde 1279, juró que arrojaría a los cruzados al mar, retomó la ofensiva paralizada tras la muerte de Baibars por la tregua y el 27 de abril de 1290 conquistó Trípoli. Los templarios no podían mantener sus fortalezas y se replegaron a sus posiciones en la costa. Los dominios cristianos en Tierra Santa se habían reducido a tan sólo una estrecha franja costera de apenas veinte kilómetros de ancha entre el litoral sirio y el palestino, interrumpida por varias fortalezas ya en manos de los musulmanes.
El nuevo maestre del Temple, Guillermo de Beaujeu, que en 1273 había sucedido a Tomás Berard, carente de hombres y de recursos, ordenó a sus caballeros que se replegaran a las fortalezas que todavía conservaban en el litoral. La defensa se basaría en mantener la posesión de la ciudad de Acre, protegida por el mar y por un doble recinto de poderosas murallas.
El rey Enrique II, que en 1285 había heredado las coronas de Chipre y de Jerusalén, pidió desesperadamente ayuda al Papa. La alarma fue transmitida a toda la cristiandad, pero sólo respondió el rey de Aragón, que envió a Acre cinco galeras. También llegó a Acre una flota en la que viajaban centenares de fanáticos y aventureros dispuestos a apoderarse de cualquier botín que cayera en sus manos. Hacía tiempo que el espíritu original de las cruzadas se había perdido y estos mercenarios eran hombres de fortuna sin más ambición que robar cuanto les fuera posible.
En cuanto llegaron a Acre en 1290, se desplegaron por sus calles, atiborradas de gente que buscaba allí el último refugio, y se dedicaron a asaltar a los mercaderes musulmanes que, procedentes sobretodo de Damasco, hacían negocio aprovisionando de mercancías a la ciudad. Los templarios tuvieron que actuar como una especie de policía urbana y las autoridades cristianas apenas lograron restablecer la calma, que ese agosto volvió a romperse cuando, tras un banquete, un grupo de esos mercenarios salió a las calles a degollar a cuantos musulmanes encontraron a su paso. Los que consiguieron huir denunciaron ante el sultán Qala’un lo que estaba sucediendo en Acre y éste decidió acabar con tal situación. Envió una embajada a Acre para que le entregaran a los culpables de los asesinatos de los mercaderes musulmanes, pero las autoridades cristianas se negaron alegando que los musulmanes habían intentado violar a una cristiana, lo que había provocado la venganza de los cristianos.
Qala’un no aceptó la excusa y decidió conquistar Acre. En la mezquita mayor de El Cairo y ante un ejemplar del Corán, el sultán de Egipto juró solemnemente que no dejaría las armas hasta expulsar al último cruzado. Convocó al ejército y escribió una carta al maestre del Temple en la que le decía que Acre debía ser destruida. Los contactos secretos entre los templarios y los musulmanes seguían existiendo y el maestre le pidió al sultán que contemplara la posibilidad de dejar tranquila Acre a cambio de un rescate. Qala’un lo consideró, pero el 4 de noviembre de 1290 ordenó a su ejército que se pusiera en marcha rumbo a Palestina. Tenía setenta años y murió una semana después de iniciada la campaña. Pero su muerte nada cambió; le sucedió su hijo Jalil, quien continuó el plan trazado por su padre.
El maestre del Temple, que sabía cuáles eran las intenciones del sultán, había intentado convencer a los defensores de Acre para llegar a un acuerdo, pero fue tachado de cobarde y de estar más preocupado de sus intereses económicos y de sus negocios con los mercaderes musulmanes que de luchar por la defensa de los Santos Lugares.
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