En agosto de 1291 y tras la derrota en Acre, fue elegido maestre del Temple Teobaldo de Gaudin; la elección se llevó a cabo en la ciudad de Sidón unos días antes de ser definitivamente abandonada por los cristianos. Gaudin gobernó la Orden poco más de un año, hasta el 16 de abril de 1293. A los pocos meses fue elegido Jacques de Molay, natural del Franco Condado, que sería el último maestre del Temple. El cargo le fue disputado por Hugo de Pearud, tesorero de la encomienda de París y amigo del rey Felipe IV, que le dio apoyo. El proceso de elección fue muy acalorado y tuvo que intervenir como mediador el maestre de los hospitalarios. Felipe IV no olvidaría la derrota de su candidato, que era la suya propia.
El maestre Jacques de Molay
Se ha llegado a decir que Molay era un hombre poco cultivado, de escasa inteligencia, muy reducida elocuencia y sin profundidad de pensamiento. Era sobre todo un soldado al que según las crónicas de la época, no le faltaba valor. Su ascenso al cargo de maestre coincidió con el peor momento de la Orden. Abandonada Tierra Santa, en la Cristiandad surgieron muchas voces que cuestionaron la validez de los templarios, e incluso hubo quien abogó por su disolución al carecer de objetivos concretos que cumplir. La Orden de los caballeros templarios se había identificado de manera muy profunda con Tierra Santa, y más en concreto con la defensa de los peregrinos y de los cristianos que allí habitaban, aunque mantenía intactas todas sus encomiendas y posesiones en Europa. Sin embargo, desaparecido el dominio cristiano de tierras de Palestina y Siria, la función para la que había sido creada y que había venido desarrollando durante casi dos siglos había dejado de existir, y con ella su razón de ser.
Molay había nacido poco antes de 1240 y entró en la Orden en una encomienda en Beaune, cerca de Dijon, con el rango de caballero en 1265, pues era miembro de una familia de la baja nobleza afincada en la ciudad de Besançon. Su carrera en la Orden debió de ser brillante, pues si bien no es muy conocida, eso parece deducirse del cargo de mariscal que ocupaba en el momento de su elección. Desde luego, era un reconocido experto en la construcción de fortalezas y un buen estratega militar, porque de otro modo jamás hubiera sido elegido para dirigir el ejército de la Orden.
Pese a su escasa capacidad intelectual, en cuanto fue elegido maestre o se dio cuenta de la penosa situación del Temple o fue infortunado y alertado de ella por sus consejeros, porque al poco tiempo de tomar posesión del cargo viajó a Europa en busca de ayuda. En diciembre de 1294 se encontraba en Roma, donde asistió a la abdicación del anciano Papa Celestino V y a la elección del nuevo pontífice, Bonifacio VIII, quien ratificó la exención (del pago de cualquier tipo de impuestos) de la Orden en la isla de Chipre.
El Papa Bonifacio VIII
Chipre, donde los templarios habían tenido muy mala experiencia en la corta época en que a finales del siglo XIII la gobernaron, se había convertido en el refugio de todos los miembros de la Orden que tuvieron que abandonar los castillos de Tierra Santa en 1291. A un Capítulo General del Temple, celebrado por estas fechas en la ciudad chipriota de Nicosia, asistieron cuatrocientos caballeros, la mayoría, pues en la isla de Chipre debía de haber alrededor de quinientos. Molay pretendía renovar la Orden tras el abandono de Tierra Santa; para ello abogaba por una mayor disciplina, por lo cual se confiscaron los objetos personales de los templarios y cualquier tipo de escrito que tuvieran guardado; también se retiraron todas las ropas que no fueran reglamentarias y se reforzaron todas las normas de la regla.
El reino chipriota hubiera podido ser un buen dominio para los templarios, como lo sería la isla de Rodas para los hospitalarios, si en su momento, allá por 1190, hubieran comprendido la importancia de poseer un señorío territorial de estas características donde asentar su autonomía y extender su dominio. Pero no fue así. Chipre había sido adquirida a los templarios por la familia de los Lusignan, y eran ellos los señores de la isla cuando hubo que abandonar Siria y Palestina. En esas circunstancias, la convivencia no era fácil. Los reyes de Chipre tenían instalado en el interior de sus dominios a un poder autónomo, como era el Temple, que nunca obedecería mandatos, en tanto los templarios carecían de unas bases territoriales propias en las que asentarse con seguridad. Y así, los enfrentamientos no tardaron en producirse. En 1298 Molay discutió con el rey de Chipre por el control del ejército templario.
Entretanto, el papado optó por intentar recomponer la situación y sondeó el estado de la cristiandad para convocar una nueva cruzada. Ya en 1291, el 21 de marzo, poco antes de la caída de Acre, el Papa Nicolás V había realizado una convocatoria de cruzada. Los que quisieran asistir a ella deberían reunirse el 24 de junio de 1293. Cuando la bula de la nueva cruzada llegó a sus destinatarios, reyes, príncipes, nobles y clérigos europeos, Acre ya había caído en poder del islam y no existía una sola posesión cristiana en Tierra Santa, exceptuando el islote de Ruad. La convocatoria papal fue un absoluto fracaso.
Sólo quedaba una solución: intentar retomar la vieja alianza con los mongoles, quienes a punto estuvieron de lograr la derrota del islam cuarenta años antes. El soberano mongol de las tierras del Occidente asiático era entonces el ilkan Ghazan, quien aceptó el acuerdo que le ofreció el rey cristiano de Armenia. Los templarios, ansiosos de participar en nuevas batallas tras ocho años de inactividad en Chipre, se sumaron a la alianza que años atrás tanto habían denostado. Mongoles, armenios y templarios se reunieron en otoño de 1299 en las ruinas de la otrora imponente ciudad de Antioquía, ahora reducida a un montón de ruinas. El ejército combinado de estas tres fuerzas se elevaba a unos cien mil hombres, divididos en varios cuerpos de ejército. Uno de ellos, compuesto por treinta mil combatientes, los dirigía Jacques de Molay. Era la primera vez que un maestre del Temple tenía bajo su mando varias divisiones del ejército mongol. Los aliados avanzaron hacia el sur hasta encontrarse con el formidable ejército musulmán, integrado por unos ciento cincuenta mil soldados, la mayoría mamelucos de Egipto.
El enfrentamiento entre ambas fuerzas se produjo los días 22 y 23 de diciembre de 1299. De un lado formaban los mongoles de Ghazan, los armenios del rey Hetum y los templarios, además de otros armenios, chipriotas y los caballeros hospitalarios, y del otro los musulmanes. La batalla, librada en Hims, entre Alepo y Damasco, es una de las más grandes de cuantas se han librado en la historia de la humanidad. Los musulmanes fueron derrotados y durante seis meses el sur de Siria y el norte de Palestina quedaron en manos de los aliados. Los templarios pudieron regresar, aunque por muy poco tiempo, a su primera sede en el Templo de Jerusalén, Jacques de Molay, pudo pisar el suelo de la explanada de las mezquitas, ciento doce años después de que la Orden tuviera que abandonarla cuando Saladino la conquistara.
Aún así, para afianzar este triunfo hacían falta tropas que consolidaran las conquistas, miles de hombres dispuestos a acudir a la defensa de Tierra Santa, como había ocurrido durante los últimos doscientos años. Jacques de Molay envió columnas de soldados en varias direcciones con instrucciones de moverse mucho y rápido para dar la impresión de que eran muchos más hombres de los que realmente había, pero fue en vano. El Papa no convocó ninguna nueva cruzada y los templarios debieron abandonar definitivamente Jerusalén, aunque todavía realizaron algunas incursiones en la región de Tortosa y en el delta del Nilo.
A los europeos inmersos en los inicios de una larga crisis que duraría dos siglos, ya no les interesaba ni Tierra Santa, ni los Santos Lugares ni la mismísima Jerusalén. Los templarios eran los únicos que mantenían un cierto espíritu de resistencia ante el islam, encarnado en la guarnición que habían destacado en Ruad, un islote rocoso a tres kilómetros de la costa a la altura de la ciudad de Trípoli, que no disponía ni siquiera de agua para abastecer a su guarnición. Pese a todo, los templarios aguantaron allí hasta 1303, cuando la mayoría de los defensores sucumbió ante un ataque de veinte barcos y diez mil soldados mamelucos; sólo unos pocos lograron huir y alcanzar las costas de Chipre. Jacques de Molay había decidido mantener este enclave con ciento veinte caballeros, quinientos arqueros y cuatrocientos sirvientes, pese a las dificultades y gastos que entrañaba esa defensa, con la esperanza de disponer de una cabeza de puente desde la que invadir Tierra Santa. La derrota de mongoles y armenios en 1303 en la batalla de Marj as-Saffar, unos pocos kilómetros al sur de Damasco, acabó definitivamente con las pocas esperanzas que les quedaban a los templarios.
Ante la gravedad de la situación, el papado optó por aplicar algunas medidas urgentes. Una de ellas consistió en proponer la unión de las órdenes del Temple y del Hospital en una sola. El proyecto no fue bien visto por los templarios, a quienes no les apetecía en absoluto mezclarse hasta confundirse en una nueva orden fruto de la fusión con sus enemigos seculares, los hospitalarios. El Papa sostenía que la existencia de una sola orden mejoraría mucho la acción y su eficacia. Desde luego, los templarios se negaron y su maestre Molay se mostró tajante: el Temple debería seguir siendo una orden autónoma y con su propia personalidad.
Ramón Llull
La propuesta del papado iba en serio. En 1301 se presentó en Chipre el sabio mallorquín Ramón Llull, una de las figuras más prestigiosas y consideradas de la Iglesia en su tiempo. Propuso al maestre Molay que reconsiderara la idea de la fusión de las dos grandes órdenes de la cristiandad. Llull tenía sesenta y seis años y pese a su edad y a la fama que le precedía no pudo lograr que el maestre del Temple alterara su negativa a la unión. Una tradición asegura que Llull había sido salvado por los templarios de un envenenamiento del que fue víctima durante su viaje a Oriente. Los hospitalarios también se negaron a considerar siquiera su fusión con el Temple; ninguna de las dos órdenes estaba dispuesta a renunciar a su autonomía.
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