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miércoles, 24 de febrero de 2010

La ramificación escocesa del Temple


Después de haber tratado la teoría francesa sobre los herederos oficiales del Temple en el capítulo “los templarios de Napoleón”, descrita por el historiador francés Michel Lamy, en su libro “La otra historia de los templarios”; hoy queremos abordar la “teoría británica” comentada a continuación y que desde la encomienda de Barcelona, deseamos que sea de vuestro agrado.

imagen de Robert Bruce

Otra tradición hace, sin embargo, de Aumont, el sucesor directo de Jacques de Molay sin pasar por el conde de Beaujeu.

D’Aumont, Maestre de Auverge, habría huido en compañía de dos comendadores y cinco caballeros disfrazados de albañiles. El grupito habría conseguido llegar a Escocia y refugiarse en una isla. Habrían contactado con el comendador George de Harris y decidido con él mantener la Orden. El día de San Juan de 1313, durante el Capítulo Extraordinario, d’Aumont habría sido nombrado Gran Maestre de la Orden. El Temple entonces, habría velado sus rituales tras los símbolos de la masonería y sus miembros se habrían hecho pasar por “masones libres” o, dicho de otro modo, por francmasones. A partir de 1361, la sede de la Orden habría sido establecida en Aberdeen, para luego expandirse de nuevo un pocos por todas partes de Europa bajo el velo de la masonería.

La tesis de un origen templario de la masonería era cara al baronet escocés Andrew-Mitchell Ramsay que, en el siglo XVIII, buscaba raíces prestigiosas para la francmasonería. En aquella misma época, en el convento llamado de Clermont, se instituyeron grados de “masones-templarios”. El barón de Hund, que participó en ello, parece estar en el origen de la historia del caballero de Aumont. Esta leyenda hizo fortuna, particularmente en Alemania, donde las sociedades secretas pululaban literalmente.

Provisto de una credencial firmada por Carlos Eduardo Stuart, el barón de Hund, se hizo otorgar el título de Gran Maestre de los templarios, lo que no dejó de levantar algunas protestas en el mundo masónico. En cualquier caso, fue así como el barón de Hund creó la Orden de la Estricta Observancia Templaria cuyo ritual sigue utilizándose en algunas logias bajo el nombre de rito escocés rectificado. Paralelamente, bajo la influencia del lionés Jean-Baptiste Willermoz, la leyenda templaria iba a llevar a la creación de determinados “altos grados” en la masonería, tales como los Caballeros Bienhechores de la Ciudad Santa.

No entraremos en pormenores respecto a estos asuntos que animaron el mundo de las logias durante décadas. Recordemos simplemente la pretensión de la francmasonería de poseer una legitimidad templaria.

Es innegable que pudieron existir unos puntos en común, aunque sólo fuera por la propia índole de la masonería operativa, la de los gremios de obreros y de oficios. No hay que olvidar esos compañeros que pasaron a la clandestinidad después de la caída de la Orden. También ellos pudieron proporcionar a la masonería futura una parte de estas leyendas fundacionales y de esos rituales que tanto deben a la arquitectura. Pero sigamos con la pista escocesa para ver si, aparte de un deseo de los masones del siglo XVIII de atribuirse unas raíces templarias, podría esconder un fondo de verdad.

La suerte de los templarios ingleses

Inglaterra y Escocia se mostraron muy reticentes a seguir los pasos de Felipe el Hermoso. No obstante, habiendo cedido el propio Papa a las presiones del rey de Francia y pedido a los príncipes cristianos que arrestaran a los templarios que se encontraban en su territorio, su posición se volvió incómoda. Había que aparentar al menos hacer algo. Se impartieron unas órdenes, pero cabe preguntarse si no iban, acompañadas de la consigna secreta de no poner demasiado celo en ellas, puesto que no parece que fueran ejecutadas muy fielmente. Por más que Eduardo II fuera el yerno del rey de Francia, la lucha contra los templarios no era decididamente su guerra y no dudó en expresarlo y en ponerlo por escrito. Dirigió incluso misivas a los reyes de Portugal, de Castilla, de Aragón y de Sicilia, diciéndoles que no creía en absoluto las atrocidades de las que se acusaba a los templarios y que se trataba de “calumnias de malas gentes que están animadas no por el celo de la rectitud, sino por un espíritu de codicia y de envidia”.

Cuando Eduardo, a petición del Papa, se vio obligado a hacer proceder a unos arrestos, sus órdenes precisaron que los templarios debían ser bien tratados y no puestos “en una prisión dura e infame”.

Efectivamente, el trato que se les dispensó no fue demasiado terrible. Así, el Maestre para Inglaterra, Guillaume de La More, detenido el 9 de enero de 1308, fue albergado en el castillo de de Canterbury donde dispuso de todo lo necesario. El 27 de mayo fue puesto en libertad y, dos meses más tarde, las rentas de seis posesiones del Temple le fueron otorgadas para su mantenimiento. Lamentablemente, las presiones prosiguieron y el rey tuvo que tomar nuevas medidas menos agradables. Le resultaba tanto más difícil negarse a ello cuanto que un poco por todas partes había templarios que se ponían a confesar y se volvía imposible negar algunas prácticas muy poco católicas de la Orden. Pero entre tanto la mayoría de los templarios ingleses habían tenido tiempo suficiente para tomar sus disposiciones y ocultarse.

Cuando, en septiembre de 1309, los inquisidores del Papa llegaron a Inglaterra se asombraron del escaso celo puesto en los arrestos y Eduardo II estuvo, entre otras cosas, que escribir a sus representantes en Irlanda y Escocia para que obedecieran a las órdenes del papado.

Por supuesto, los inquisidores quisieron hacer uso de la tortura, pero, ahora bien, para ello necesitaban del auxilio del brazo secular. Eduardo II se hizo un poco de rogar y no autorizó más que “torturas limitadas”. En diciembre de 1309 tuvo que escribir de nuevo para apremiar a los arrestos que se llevaban a cabo con muy poco celo, pero, por supuesto, aparte de escribir para la galería, no hizo nada para volver las operaciones más eficaces. En marzo de 1310, y posteriormente en enero de 1311, insistió de nuevo ante sus oficiales, para que no se dijera, lamentando la libertad de que los templarios seguían disfrutando. Las vehementes protestas de los inquisidores no desembocaron más que en el arresto de nueve caballeros más. Desalentados, los inquisidores escribieron al Papa para quejarse de que no se les dejaba dar tormento a los prisioneros tal como ellos esperaban y reclamaron el traslado de los templarios ingleses a las mazmorras francesas.

Eduardo II pronto tuvo que resolverse a dejar a los hombres de Iglesia actuar como se les antojase.

Inglaterra, a su vez, se convertía en un lugar de descanso arriesgado para los hermanos del Temple, pero Escocia seguía siendo un refugio posible. Allí, Eduardo II no tenía un poder absoluto y sobretodo otros motivos de preocupación. Una buena parte del país se encontraba en manos de Robert Bruce, que reclamaba la independencia para Escocia. No sólo Bruce se batía contra las tropas de Eduardo II, sino que, excomulgado, no tenía ninguna razón para obedecer a las órdenes del Papa. Ahora bien, una tradición tenaz afirma que hubo templarios que ayudaron a Bruce en los combates. Se dice que fueron ellos quienes habrían hecho decantarse el resultado de la batalla a favor de los escoceses en Bannockburn en 1314, combate esencial para los futuros acontecimientos, puesto que fue decisivo para la independencia escocesa. Abandonados por el rey de Inglaterra, los templarios habrían elegido batirse en el otro bando, pero ello significa también que en 1314 estaban aún constituidos en un cuerpo perfectamente estructurado, por lo menos en territorio escocés.

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