En la sociedad europea en la que vivimos inmersos entre prisas y en un constante e ingenuo reivindicar de derechos universales. Una sociedad proteccionista, donde la autoridad cada día va diluyéndose como si de un mero azucarillo se tratase y donde la inquietud más importante para la gran mayoría de personas que habitamos en el viejo continente es la de envejecer entre comodidades. Con este pensamiento generalizado, muy difícilmente pueda entenderse y mucho menos defenderse, los ideales que propiciaron la revuelta de la cristiandad (hoy término mal llamado “Occidente”) para conquistar
Teniendo en cuenta estos factores, desde la encomienda de Barcelona hemos creído conveniente el explicar el ideal que se tenía en Europa a finales del siglo XI. Una manera de pensar que acabaría propiciando una guerra entre religiones que hoy conocemos con el término de “Cruzadas” y que en definitiva precipitó la creación de diferentes órdenes, entre ellas
Hemos encontrado interesante el recoger un texto del escritor e historiador francés Michel Lamy y que ha sido publicado en su libro “La otra historia de los templarios”. Deseamos que su lectura os sea enriquecedora.
Por los caminos de peregrinación
Remontémonos en el tiempo hasta finales del siglo X. Cuesta imaginar, en nuestra época, lo que fueron los terrores del Año Mil. La interpretación de las Escrituras había convencido a toda la cristiandad de que el Apocalipsis se produciría en ese año fatídico. Revelación, en el sentido etimológico del término, pero también destrucción, dolor: retorno de Cristo a la tierra y juicio de los hombres, selección entre ellos para enviar a unos al Paraíso con los santos y a otros a los Infiernos a fin de ser sometidos al tormento eterno.
Los cristianos vivieron ese Año Mil y su aproximación en medio de la angustia. Y nada pasó, al menos nada peor que los años precedentes. ¿Se había equivocado
En el siglo anterior, los cristianos se habían puesto en camino para dirigirse en peregrinación hacia los lugares donde estaban enterrados los santos. Estos últimos habían intercedido sin duda a favor de los hombres y Dios había acabado dejándose conmover. Uno de los más eficaces de ellos debía de haber sido Santiago, quien, en Compostela, atraía a miles de hombres y de mujeres que abandonaban su familia, su trabajo, dejándolo todo para ir a rezarle en ese lugar de Galicia donde la tierra terminaba.
Se había estado muy cerca de la catástrofe definitiva, y las hambrunas de 990 y 997 eran la prueba de ello. Se había evitado lo peor, y se conocía la forma: preciso era que los hombres emprendieran una y otra vez el camino, que los monjes orasen, que todos hicieran penitencia. ¿No convenía ir más lejos, llevar a cabo la peregrinación última, la única verdaderamente merecedora del viaje de una vida, o sea, ir a los lugares en donde el hijo de Dios había sufrido para redimir los pecados de los hombres: Jerusalén?
Michelet escribió: “Los pies llevaban hasta allí por sí solos”, y John Charpentier observa:
“¡Dichoso aquel que regresaba! Más dichosos aún el que moría cerca de la tumba de Cristo”, y que podía decirle, según la audaz expresión de un contemporáneo (Pierre d’Auvergne): “Señor, moristeis por mí y yo he muerto por vos”.
Unas multitudes cada vez más numerosas se pusieron en camino hacia Jerusalén. La ciudad pertenecía a los califas de Bagdad y de El Cairo que dejaban libre acceso a estos peregrinos. Pero todo cambió cuando los turcos se apoderaron de Jerusalén en 1090. Al comienzo, se limitaron a vejar a los cristianos, desvalijándoles a veces, infligiéndoles una humillación tras otra, obligándoles a adoptar actitudes contrarias a su religión. Paulatinamente, la situación se agravó: hubo ejecuciones, torturas. Se habló de peregrinos mutilados, abandonados desnudos en medio del desierto. Desde Constantinopla, el emperador Alejo Comneno había dado la señal de alarma.
Liberar Jerusalén
Occidente se conmocionó. Era intolerable que se diera muerte a los peregrinos. No se podían dejar los lugares en manos de los infieles. El Año Mil había pasado, pero…
Pedro el Ermitaño, que había presenciado, en Jerusalén, verdaderos actos de barbarie, regresó totalmente decidido a sublevar a Europa y a poner a los cristianos en el camino de la cruzada. Se le vio recorrer considerables distancias montado sobre su mula, a la que la multitud arrancaba puñados de pelos para hacerse reliquias con ellos. Después de haber pasado Pedro el Ermitaño por alguna parte, los espíritus se inflamaban: hombres, mujeres y niños estaban impacientes por abandonarlo todo para dirigirse hacia su única meta: Jerusalén. Y una vez allí, ya se vería.
Por lo que respecta a los señores, se notaba un poco más de prudencia en su actitud. Más sensatez, sin duda, pero era también porque tenían más que perder: las tierras dejarían de estar protegidas, los bienes podrían atraer la codicia ajena, etc.
El 27 de noviembre de 1095, el papa Urbano II predicó ante un Concilio provincial reunido en Clermont. Proclamó: “Todo el mundo debe hacer renuncia de sí y cargar con la cruz”. El soberano pontífice veía también en ello una oportunidad para meter en cintura a esos laicos que se revolcaban en la lujuria o se dedicaban al bandidaje. Ir a liberar Jerusalén sería la vía de salvación.
A miles, los peregrinos se habían cosido sobre sus vestiduras cruces de tela roja que les iban a valer el nombre de cruzados. Primero fueron los pobres, los mendigos, los hambrientos o quienes quisieron liberar a Jerusalén, arrojándose a los caminos en bandas de harapientos al grito de “¡Dios lo quiere!”. Y aquellos que no partían practicaban la caridad con los demás para que tuvieran con qué sobrevivir durante el viaje. Algunos se decidían por una simple corazonada, por una señal: una mujer había seguido a una oca que tenía que llevarla a la ciudad santa. Aves, mariposas y ranas también fueron consideradas señales que indicaban el camino a seguir.
Pedro el Ermitaño y su lugarteniente, Gauthier-Sans-Avoir, arrastraban tras ellos a una multitud heterogénea que comenzó su cruzada dando muerte a los judíos del valle del Rin y sometiendo a pillaje los bienes de los campesinos húngaros. Llegaron a Constantinopla el sábado de Pascua de 1096. era el principio del fin. En Asia Menor, cerca de Civitot, una partida de estos cruzados mal armados sin ninguna experiencia en la lucha, fueron masacrados. Los supervivientes perecieron casi todos de hambre o a causa de la peste delante de Antioquía.
Los últimos vieron llegar entonces –más exacto sería decir finalmente –el ejército de los cruzados, el de los hombres de armas que habían terminado por seguir el ejemplo de los pordioseros. Armados hasta los dientes, decididos, esos guerreros se apoderaron de Antioquía. La meta estaba próxima: Jerusalén, tierra prometida. Se alzaron los cantos tan pronto como divisaron las murallas de la ciudad. Ya no hubo ni mendigos ni nobles, sino sólo cristianos extasiados, maravillados de su hazaña.
El 14 de julio de 1099, la tropa se puso en marcha y atacó la ciudad. Jerusalén fue tomada en un fogoso impulso a partir de la mañana del día 15, habían saqueado, violado, hasta el punto de que algunos cristianos orientales se vieron obligados a buscar refugio entre los turcos: era el colmo. Tampoco en Jerusalén se comportaron con particular caridad. Habiéndose refugiado numerosos musulmanes en la mezquita de Al-Aqsa, los cruzados los desalojaron y causaron una verdadera hecatombe. Un cronista anotaba: “La gente andaba en medio de la sangre hasta los tobillos” y Guillermo de Tiro precisaba:
La ciudad presentaba como espectáculo una tal carnicería de enemigos, un tal derramamiento de sangre que los propios vencedores quedaron impresionados de horror y de asco.
Durante una semana, masacres y luchas callejeras se sucedieron hasta que el olor de la sangre produjo náuseas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario