Desde la encomienda de Barcelona recobramos
el apartado configurado para acabar con las mentiras y tergiversaciones
históricas referentes a la Orden
del Temple.
Por ese motivo, hemos elegido un nuevo capítulo
de la paleógrafa italiana Barbara Frale, extraído de su libro “I templari e la
sindone di Cristo”, donde recogerá ideas para delatar al mentiroso y condenado
rey francés, Felipe el Hermoso.
Desde Temple Barcelona estamos deseosos
de continuar desenmascarando a los personajes que mancharon el respetado nombre
de los templarios.
10
Un mosaico de
fragmentos
El
análisis de los documentos no deja dudas: sólo una pequeña, una pequeñísima
minoría de los templarios que compadecieron en el proceso estaba en condiciones
de decir algo acerca de este objeto fantasmal, e incluso una gran parte de esta
pequeña minoría sólo se refirió a él porque había oído a otros fabular acerca
del mismo, es decir, sin tener una experiencia directa y personal de él. Es muy
poco en comparación con la casi totalidad de los testimonios, que no dicen
absolutamente nada del ídolo. Sobre 1.114 deposiciones realizadas por los
templarios en el curso del proceso, únicamente 130 contienen al menos alguna
referencia al ídolo, pero la gran mayoría de estos testimonios se limita a
confirmar lo que la acusación sugería: es evidente que se trata de admisiones
debidas a la tortura o a otras formas de violencia. Las declaraciones que
tienen al menos alguna información sobre el ídolo son tan sólo 52, lo que
representa el 4,6%. Por lo menos en lo que esto respecta, Felipe el Hermoso
decía la verdad: sólo poquísimos frailes de la orden estaban al tanto de esa
cuestión, frente a la gran mayoría que no tenía la más mínima idea, y podemos
considerar plausible el dato, ya que no cabe duda de que los inquisidores y los
juristas del rey no carecían precisamente de medios de persuasión. Estos
escasísimos testimonios, -verdaderos “mirlos blancos”, si se me permite la
expresión- no describen un mismo e idéntico objeto, sino que, por el contrario,
los detalles que dan de él son completamente diferentes. Creo que todo esto ha
desalentado a los estudiosos de llevar a cabo investigaciones científica en
este terreno. En realidad, ante la gran variedad de formas que confiere al
conjunto el aspecto de un gran batiburrillo de cosas dichas como al azar, se
siente la tentación de mezclarlo todo sin haber distinciones y etiquetar un
bloque estas descripciones como trágicas mentiras debidas a la tortura.
Para
complicar aún más las cosas, algunos frailes prestan testimonio varias veces en
el curso del proceso, pero sus afirmaciones cambian de una indagación a otra
por diversos motivos, que a menudo sólo podemos intuir (la tortura, la promesas
de premios, la voluntad de vengar alguna injusticia de la que se ha sido
objeto, etc.). Un caso paradigmático es el del fraile Raoul de Gisy, preceptor
de la encomienda de Latigny y encargado de recaudar los impuestos reales en el
condado de Champaña: este personaje pasó de una primera versión muy
impresionante de los hechos, según la cual había visto al menos siete veces al
ídolo, que presentaba la imagen de un demonio, a otra completamente distinta,
de acuerdo con la cual sólo lo había visto una vez y no tenía ni idea de qué
era en realidad. La explicación reside en el hecho de noviembre de 1307, bajo
la “presión” de Guillaume de Nogaret y del inquisidor de Francia, en el
interrogatorio realizado al día siguiente de su detención ilegal, cuando el rey
inventaba a toda velocidad pruebas gravísimas contra los templarios para
justificar ante el papa su detención en contravención de los derechos de la Iglesia ; en cambio, el
segundo testimonio tuvo lugar el 5 de enero de 1312 en una indagatoria
realizada por la comisión de obispos, cuando ya el papa se había hecho cargo de
la conducción del proceso y los interrogatorios estaban rodeados de mayores
garantías.
El
historiador puede sentirse desorientado, como le ocurre al arqueólogo cuando,
una vez abierto el yacimiento de una antiguo vertedero, se encuentra ante
millares de pequeñísimos fragmentos de vasos de estilo, material y colores
diferentes mezclado al azar, que deberá identificar y recomponer con todo
cuidado. No obstante la diversidad de sus disciplinas, el método para poner
orden en el caos y llegar a un conocimiento suficientemente válido es el mismo:
trabajar con paciencia de cartujo separando en distintos grupos todos los
fragmentos del mismo tipo e ir a la vez descartando los materiales extraños que
no sirven, los auténticos detritos que han ido a parar allí por pura
casualidad.
Con
una cuidadosa lectura de las circunstancias en las que se produjeron los
interrogatorios de los frailes logramos distinguir algunas verdades, que nos
serán muy útiles para comprender muchas cosas acerca del proceso contra los
templarios. Sabemos, por ejemplo, que en ciertos casos los templarios fueron
interrogados una primera vez, pero que los inquisidores no se sintieron
satisfechos con sus testimonios porque habían negado casi todos los cargos de
la acusación. Antes de dar por válidas esas declaraciones, mandaban someterlos
a tortura, luego se les daba tiempo para reflexionar y finalmente se los
interrogaba otra vez: en esta oportunidad, sus confesiones, condicionadas con
detalles que los torturadores consideraban satisfactorios, eran escuchadas y
registradas. Sabemos además que el proceso pasó por varias fases, y estas fases
difieren mucho entre sí en cuanto a los métodos y la buena fe con que se
realizaban los interrogatorios; por tanto, las informaciones que los investigadores
deseaban obtener eran muy distintas según los momentos y los lugares: quien
preguntaba podía condicionar de manera decisiva las respuestas.
La
cuestión del ídolo es una de las más complejas porque era la acusación que más
se prestaba a que se le atribuyeran connotaciones fantásticas, en parte por la
violencia y en parte por la sugestión –poderosísima, lo que nunca debe
subestimarse- que surgió por doquier en el oscuro clima del escándalo. Superado
el primer impacto, más bien desconcertante, se aprecia con claridad que detrás
de todas estas descripciones del ídolo sólo hay cinco tipos de objeto que se
repiten una y otra vez, aunque son detalles ligeramente distintos. Tres de
ellos son objetos empleados para el culto, cosas al fin y al cabo similares a
muchas otras que los fieles del Medievo veían todos los días en las iglesias:
un busto-relicario, una pintura sobre tabla y, por último, el retrato de un
hombre en forma bastante extraña e indefinida. No cabe duda de que el hecho de
que los templarios venerasen esos retratos en secreto provocaba en los
investigadores la imperiosa necesidad de saber quién era el hombre
representado, pero la mera presencia de estas imágenes en las iglesias de la
orden no era suficiente para sostener la acusación de herejía. Sin embargo, a
ello se prestaban perfectamente los otros dos tipos de objetos, porque eran
cosas capaces de ejercer un poder de sugestión enerote sobre la mente del
hombre medieval: el que la acusación consiguiera encontrar alguno en las
encomiendas templarias y llevarlo ante el papa tal vez habría bastado para
lograr rápidamente la condena de la orden entera. El primero de estos supuestos
“ídolos” que se trató de hacer describir a los frailes bajo interrogatorio era
un retrato de Mahoma, que se presentaba como prueba de que los templarios
habían traicionado la fe cristiana pasándose secretamente al islam; el segundo
era una imagen monstruosa o directamente diabólica, útil para sostener que los
templarios se habían entregado a la brujería.
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