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jueves, 4 de junio de 2009

La Tercera Cruzada: Iª Parte.


Si la pérdida de Edesa provocó una gran conmoción en Europa y movilizó a Luis VII de Francia y a Conrado III de Alemania, la de Jerusalén supuso el mayor cataclismo para la cristiandad desde la aparición del islam. En ese momento era el Papa Urbano III, contra quien estaba luchando el emperador Federico I Barbarroja. Abrumado y desesperado por el impacto de las noticias que llegaban de Tierra Santa, Urbano III falleció apenas una semana después de saber que Jerusalén ya no era cristiana; hubo quien aseguró que el Papa había muerto de pena.

El Papa Urbano III
Gregorio VIII, elegido pontífice inmediatamente, envió una carta fechada el 29 de octubre del mismo año 1187 a los monarcas cristianos conminándoles a unirse para una nueva cruzada a cambio de notables indulgencias, a la vez que les pedía que resolvieran las querellas entre ellos y se centrasen en la lucha contra el enemigo común: los musulmanes. Pero Gregorio VIII, que había sido entronizado el 20 de octubre de ese año, falleció el 15 de diciembre; su pontificado no duró ni siquiera dos meses. Aun así, el llamamiento a la cruzada ya estaba en marcha. A fines del siglo XII los ímpetus de los primeros años de las Cruzadas se habían desvanecido. Entre los cristianos de Tierra Santa y los de Occidente se había abierto una brecha demasiado amplia. En territorio cruzado vivían cristianos que ya habían nacido en él y no quedaba vivo ninguno de los pioneros.

Con la pérdida de Jerusalén y de la mayoría de las ciudades de Palestina y Líbano, los templarios perdían buena parte de su razón de ser, y su papel en la Iglesia comenzó a ponerse en entredicho. Antes incluso de la caída de la Ciudad Santa en manos de Saladino, algunos clérigos habían criticado la actitud de los templarios, sobre todo su afán desmesurado de riquezas, su orgullo y altivez. Como ocurriera en Europa hacia 1140, también en Tierra Santa surgieron voces que cuestionaron a la Orden del Temple. Guillermo de Tiro, nacido en Jerusalén hacia 1130 fue también uno de ellos.

Está claro que ni siquiera en Tierra Santa los templarios despertaban unanimidad a la hora de ser considerados como los principales defensores de la Cristiandad.

Sin embargo, a finales de 1187 esa cuestión no era precisamente la más importante. La llamada del Papa para una nueva cruzada fue bien acogida en Europa. Los reyes de Francia e Inglaterra y el emperador de Alemania reaccionaron con presteza y decidieron unir sus esfuerzos para recuperar Jerusalén. Desde luego, los enfrentamientos entre los monarcas cristianos, entre el emperador de Alemania y el papado; y entre genoveses y pisanos, resultaban una fuente constante de escándalos que una nueva cruzada podía contribuir a calmar.

Por su parte, la moral de los templarios no estaba precisamente en su mejor momento. Su décimo maestre, Gérard de Ridefort, estaba preso. Su sede fundacional en Jerusalén, que además les había dado nombre, estaba perdida y destruida. Saladino, además, les había arrebatado los castillos de Baghras y Darbsaq, juntamente con la fortaleza de Safed, que había sido considerada como inexpugnable. La realidad les había demostrado que ellos solos no podían siquiera mantener Tierra Santa en manos de los cristianos. Su orgullo quedó muy resentido.


Tras el desconcierto que siguió al desastre de 1187, los templarios procuraron reorganizarse. El hermano Terricus, que había sido preceptor del Temple en Jerusalén, se había hecho cargo de la dirección de la Orden en ausencia del maestre Ridefort. Terricus, olvidándose del legendario orgullo templario, pidió ayuda a los reinos cristianos y procuró acordar con Saladino la liberación del maestre. Por estar prohibido pagar rescate alguno para liberar a un templario de prisión, se negoció la libertad del maestre a cambio de Gaza. Los templarios que custodiaron esta ciudad costera debieron de sorprenderse mucho cuando oyeron al maestre ordenarles que se rindieran y entregasen sin luchar la ciudad a Saladino. Los caballeros obedecieron y Gaza pasó sin que se derramara una gota de sangre a poder del sultán, quien cumplió su palabra y soltó a Ridefort.

Una vez libre, Gérard de Ridefort, que tanto daño había causado por su insensatez y su afán de guerra, volvió a dirigir el Temple tras su captura en los Cuernos de Hattin. Y si antes de la prisión su actitud había sido muy belicosa, ahora lo sería mucho más. En cuanto fue liberado, se puso al frente de los templarios y volvió a inmiscuirse en los asuntos políticos.

En el verano de 1188 también fue liberado el rey Guido, tras un año de cautiverio en Damasco. Saladino estaba seguro de que los cristianos volverían a enfrentarse entre ellos y que la presencia de Guido sería un factor más para la confusión.

Durante ese mismo año la Cristiandad se movilizó como nunca antes lo había hecho para la Tercera Cruzada. Felipe II de Francia, Ricardo I de Inglaterra y Federico I de Alemania, los tres soberanos más poderosos de Occidente, tomaron la cruz y decidieron ir en persona a la cruzada. Durante todo un año se realizaron los preparativos para llevar a cabo una empresa de semejante envergadura. El emperador de Alemania congregó a varias decenas de miles de hombres, hasta cien mil según algunos cronistas, con el propósito de trasladarse por vía terrestre atravesando Europa hacia Constantinopla, para desde allí, siguiendo la ruta de la Primera Cruzada, llegar hasta Jerusalén. Felipe Augusto y Ricardo Corazón de León lo harían por mar, desde las costas del sur de Francia y desde Sicilia. La idea principal era realizar un ataque combinado y planificado, pero no se decidió que hubiera un mando unificado.

A comienzos de 1189 empezaron a llegar importantes contingentes de cruzados a las costas de Tierra Santa; eran la avanzadilla de la Tercera Cruzada, que se adelantaban a la llegada de los tres soberanos. Guido había logrado recuperar el mando del ejército y decidió, junto con el maestre Ridefort, que la conquista de la ciudad de Acre sería el primer paso para reconquistar los territorios perdidos en 1187, pues su posesión era crucial para lanzar una contraofensiva contra Jerusalén.

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