En agosto de 1189 un nutrido ejército cristiano, en el que formaban los templarios, sitió Acre. Saladino envió tropas para rechazarlos, pero los cristianos resistieron. En septiembre apareció el propio sultán con más contingentes. El 4 de octubre se libró en las afueras de Acre una batalla entre ambos bandos; los cristianos no conseguían rechazar a los musulmanes y éstos no lograban desbaratar el cerco, por lo que, tras varias horas de lucha, el resultado de la pelea quedó en tablas.
Gérard de Ridefort, totalmente desquiciado y loco, se negó a abandonar el campo de batalla. La escena que presenciaron ambos bandos fue esperpéntica. Completamente solo, en medio del campo, Ridefort blandía su espada amenazando al ejército musulmán, mientras todos los demás cristianos se habían retirado a sus posesiones defensivas. Ni uno solo de los templarios se había quedado al lado de su maestre, quien desafió a los musulmanes a combatir. Durante un buen rato los hombres de Saladino contemplaron con asombro a aquel personaje gritando como un poseso y amenazándolos con su espada. Cansados de sus diatribas y bravatas, lo capturaron con facilidad. En esta segunda ocasión Saladino no se molestó lo más mínimo y ordenó la ejecución del maestre.
Nadie debió de sentir la menor pena por ello; los templarios respiraron al fin por haberse librado de un jefe tan obcecado. Las acciones de Ridefort los habían conducido a una situación extrema, sin duda la peor que hasta entonces había atravesado la Orden. Cuanto hizo Ridefort acabó manchando a todos los templarios; tanto que cuando, a principios del siglo XIV, se disuelve el Temple todavía se recordarán las infamias cometidas por este maestre, que se aducirán en el memorial de agravios de la Orden.
Federico I Barbarroja hizo votos solemnes, aparcó su enfrentamiento con el papado y en mayo de 1189 se puso en marcha hacia Oriente. El impetuoso emperador germano obtuvo algunas victorias en Asia Menor y avanzó hasta Cilicia, cerca ya de las fronteras de Siria, pero un acontecimiento inesperado dio al traste con la cruzada de los alemanes. En el Selef, un riachuelo de escaso caudal, el emperador se ahogó el 10 de julio de 1190; nadie vio lo que pudo sucederle, porque se había separado de sus hombres para acercarse solo al río.
El efecto de su muerte fue fulminante sobre los cruzados alemanes; unos regresaron a sus casas y otros continuaron de manera descoordinada hacia el sur para integrarse en el ejército cruzado o buscar como mercenarios la fortuna que habían venido persiguiendo.
Pese a semejante revés –se había perdido la mitad de la fuerza armada de la Tercera Cruzada-, Felipe II y Ricardo I decidieron seguir adelante. Participaron juntos en una ceremonia religiosa en Vézélay, donde Bernardo de Claraval había llamado a la Segunda Cruzada, y partieron hacia Tierra Santa.
En la imagen, el rey Barbarroja.
Ricardo Corazón de León se detuvo algún tiempo en Sicilia; allí pactó con los templarios para que éstos velaran por sus intereses. Ahí comenzó la relación amistosa entre el Temple y el rey de Inglaterra, que se mantendría hasta la muerte de Ricardo.Desde Sicilia el rey inglés llegó a Chipre. Sin apenas esfuerzo conquistó esta isla, pero la vendió enseguida a los templarios por cuarenta mil monedas de oro. El Temple podía haber hecho de esta isla el solar de un Estado propio, como los hospitalarios en Rodas o en Malta más tarde, pero no supieron ni siquiera gobernar el territorio. Su orgullo, pese a lo que les había sucedido en los últimos años, seguía siendo enorme y su arrogancia les llevaba a tomar cuanto deseaban sin tener en cuenta la población indígena, que no tardó apenas nada en enemistarse con sus nuevos señores hasta estallar una abierta rebelión. Acosados por los chipriotas, los caballeros que habían tomado posesión de la isla se refugiaron en un castillo bajo la dirección del hermano Bouchart, el jefe templario de Chipre. Agrupados en la fortaleza, realizaron una salida y perpetraron una gran matanza entre la población. La situación del Temple en Chipre era insostenible y la única solución era abandonar la isla. Por mediación de Ricardo, el Temple alcanzó un acuerdo económico con el rey Guido de Lusignan, que les compró Chipre. Los Lusignan gobernarían este reino durante los siguientes trescientos años.
Mientras Ricardo I y Felipe II viajaban hacia Tierra Santa, el Temple había perdido a su maestre y no se había reunido el Capítulo General para elegir a su sucesor. A comienzos de 1191, casi año y medio después de la muerte de Ridefort, seguían sin maestre. El provenzal Gilbert Erail, que ya estuviera a punto de ser elegido, era el principal candidato, pero los caballeros decidieron optar por Robert de Sablé, caballero de Maine, que estaba viudo y tenía hijos, pero la razón principal era que lo recomendaba Ricardo Corazón de León, de quien era pariente lejano. Se alteraba así una tradición no escrita por la cual solía ser elegido como maestre un caballero que había pasado la mayor parte de su vida en la Orden.
Los templarios seguían ocupados en sus asuntos de Chipre y en el cerco de Acre, y sus encomiendas en Europa no cesaban de enviar recursos económicos y hombres para hacer frente a sus necesidades. Decenas de caballeros, centenares de caballos y miles de libras fluyeron en los últimos meses de 1189 y a principios de 1190 hacia las fortalezas templarias en Tierra Santa. La Orden había atravesado sus peores momentos e incluso se había sorprendido a uno de los hermanos, el caballero Gilbert de Hoxton, robando el dinero recaudado para la cruzada, pero la situación más grave parecía ya superada.
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