Desde la encomienda de
Barcelona proseguimos con el apartado destinado a conocer mejor la vida y
naturaleza de Jesús de Nazaret. Esta vez, el teólogo J.R. Porter nos habla en
su libro “Jesus Christ” sobre las interpretaciones que de Él tenemos gracias
principalmente a los evangelios y también del contenido de los textos del
Antiguo Testamento.
Desde Temple Barcelona
deseamos que disfrutéis de su cálida lectura.
Representación
de la Santísima Trinidad
donde se reconoce la filiación de Jesús con el Padre.
La
afirmación de que Jesús es el Hijo de Dios ha sido central para la fe cristiana
desde los primeros tiempos, tal y como demuestra el Nuevo Testamento. En ningún
pasaje de los evangelios aparece el título en boca de Jesús, pero su costumbre
de dirigirse a Dios como su Padre no implica sólo que se veía a sí mismo como
un hijo de Dios, sino que se percibía a sí mismo como Hijo de Dios en un
sentido especial.
En
los evangelios, Jesús habla en dos ocasiones de sí mismo como “el Hijo” en
referencia a Dios como su Padre, pero los entendidos con frecuencia discuten
sobre si estos ejemplos pueden considerarse palabras auténticas de Jesús. En el
primer pasaje, Jesús afirma que “ni aún los ángeles que están en el cielo, ni
el Hijo” saben cuándo llegará “el final”, sino sólo el Padre (Mc 13,32; Mt 24,
36). Es probable que se trate de palabras realmente pronunciadas por Jesús, ya
que es improbable que los primeros cristianos hubieran inventado una
declaración así de ignorancia por su parte, colocándose a un nivel inferior a
Dios. La frase “ni el Hijo” se omite en muchos de los manuscritos primitivos
del Evangelio según Mateo, lo que parece apoyar la idea.
En
el segundo pasaje, Jesús dice que sólo el Hijo conoce al Padre y sólo el Padre
conoce al Hijo (Mt 11, 27; Lc 10, 22). Aunque es posible que las palabras, tal
y como han llegado a nosotros, fueran elegidas por la Iglesia primitiva, es
probable que se basaran en una declaración auténtica con la que Jesús habría
confirmado su especial intimidad con su Padre celestial.
La
parábola de los viñadores infieles (Mc 12, 1-11 y paralelos) alcanza su clima
cuando el terrateniente ausente envía a su hijo a cobrar sus deudas de los
obreros del viñedo. Todos los entendidos están de acuerdo en que la parábola es
una alegoría, y que el terrateniente representa a Dios, el viñedo a Israel y el
hijo a Jesús. En este caso, Jesús habla de sí mismo como Hijo de Dios en un
único sentido. Los seguidores de Jesús deben convertirse en hijos de Dios (Mt 5,
45; Lc 6, 35), pero ellos disfrutan de esta condición porque siguen las
enseñanzas y el ejemplo de Jesús: él es el primer y verdadero Hijo de Dios en
un único sentido. Con frecuencia, las Escrituras hebreas describen al pueblo de
Israel como hijos de Dios (Ex 4, 22; Jer 31, 20) y en escritos posteriores el
israelita recto es específicamente hijo de Dios (Si 4, 10; Sb 2, 17-18).
Probablemente,
el bautismo de Jesús resultó significativo para su comprensión de sí mismo,
cuando fue dotado con el Espíritu Santo y la voz celestial le proclamó, por
primera vez, “Mi Hijo, el Amado”. De esta manera, según los evangelios, el
verdadero carácter y vocación de Jesús le fueron revelados y se pusieron a
prueba con su encuentro con el diablo.
El hijo mesiánico
El
término de “Hijo de Dios” está estrechamente relacionado con el título de
“Mesías” (Mt 16, 16; 26, 63; Mc 14, 61; Lc 22, 67-70). En las Escrituras
hebreas el monarca reinante era llamado Hijo de Dios (Sal 2, 7; 2 S 7, 14),
pero en tiempos de Jesús, este tipo de referencias se entendían como referidas
a un futuro descendiente del rey David: el Mesías.
La
declaración de Dios en los Salmos 2, 7 (“Mi hijo eres tú, yo te engendré hoy”)
era especialmente significativa para los primeros cristianos (Act 13, 33), y
Marcos y Lucas repiten estas palabras en
sus relatos sobre el bautismo de Jesús (Mc 1, 11; Lc 3, 22). Servía como una
fórmula por la que Dios adoptaba a una persona como hijo suyo, y también se
refleja en la narración de Lucas de la Natividad , donde el futuro niño será una figura
real, que Dios designará como “el Hijo del Más Alto” o el “Hijo de Dios”, y
recibirá “el trono de su antepasado David” (Lc 1, 32; 35).
El
título de “Hijo de Dios” es especialmente caracterizado del Cuarto Evangelio,
donde se relaciona también con el reinado de Israel y otros conceptos
mesiánicos (Jn 1, 49; 11, 27; 30, 31). Pero el evangelista lleva la idea mucho
más lejos. La filiación divina de Jesús es completamente única (Jn 1, 18). Es
una entidad preexistente que siempre ha estado con el Padre (Jn 13, 3),
desconocido para el mundo hasta que fue revelado en su encarnación (Jn 6, 42).
Este concepto es comparable con algunas creencias judías de la época de que el
Mesías permanecería oculto en el Cielo hasta que se revelara en la Tierra.
Para
Juan, Jesús no es simplemente adoptado como retoño de Dios sino que es
literalmente su hijo, “igual a Dios” (Jn 5, 18), con el que comparte su
divinidad y ejerce total autoridad divina (Jn 3, 35-36; 17, 10). Jesús lo
expresa inequívocamente: “Yo y el Padre una cosa somos” (Jn 10, 30).
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