Desde la encomienda de
Barcelona queremos aportar más información para conocer las vinculaciones que
tuvieron los templarios con las reliquias cristianas. Comienza por tanto un
nuevo apartado destinado a aportar más luz a las ambigüedades del tan famoso
“Bafometo”. Hemos recogido un capítulo de la paleógrafa italiana Barbara Frale,
recuperado de su libro “I templari e la sindone di Cristo”, donde nos ayuda a
conocer aspectos interesantes para llegar a una conclusión acertada.
Desde Temple Barcelona
os invitamos a saborear su atrayente lectura.
Ecce homo! (III)
1.Una sacralidad especial
Una
vez despejado de confusión el terreno y verificado el origen de las acusaciones
de islamismo y brujería, el resto de las descripciones relacionadas con el
ídolo de los templarios resulta muy concreto: se trata simplemente de un
retrato humano producido con distintos materiales y que representa a un hombre
desconocido. En este grupo de descripciones realistas, descripciones de simples
objetos de arte sagrado, es donde se encuentran los datos más interesantes. El
ídolo es un simple objeto, aun cuando los templarios, por el motivo que fuese,
parecieran otorgarle un valor único, sin parangón. Su condición de retrato
resulta evidente ya durante el primer interrogatorio inmediatamente posterior a
la detención de octubre de 1307; pero el sensacionalismo con el que se había
dado a conocer la detención de los templarios confundió las ideas de todos. Se
había proclamado la herejía y la brujería; ahora, por tanto, se veían por doquier
presencias ocultas.
El
sargento Rayner de Larchent lo vio doce veces durante doce capítulos generales
distintos, el último de los cuales se celebró en París el martes siguiente a la
fiesta de los santos apóstoles Pedro y Pablo, en el mes de julio anterior al
arresto. De acuerdo con él, se trataba de una cabeza con barba que los frailes
adoraban, besaban y llamaban su “salvador”; no sabía dónde se la depositaba ni
quién cuidaba de ella, pero creía que estaba en poder del gran maestre, o bien
del dignatario que preside el capítulo general. En París la vieron también los
frailes Gautier de Liencourt, Jean de la Tour , Jean le Duc, Guillaume d’Erreblay, Raoul de
Gisy y Jean de le Puy. La ceremonia de presentación estaba presidida por el
gran maestre o más a menudo por el visitador de Occidente, hugues de Pérraund,
que ocupaba el segundo puesto en la jerarquía de mando de la orden y se
convertía de hecho en el templario más poderoso de Europa cuando la máxima
autoridad del Temple se hallaba en Oriente. Bajo interrogatorio, Hugues de
Pérraud admitió la existencia de este ídolo y de su culto, pero no suministró
detalles útiles para nuestros actuales objetivos de investigación histórica:
Interrogado sobre la ya mencionada cabeza,
dijo bajo juramento haberla visto, tenido en la mano y tocado cerca de
Montpellier, durante un capítulo. Tanto él como los otros frailes presentes la
adoraron: sin embargo, él sólo fingió hacerlo, actuando de boquilla, no de
corazón, y no saber decir si los otros la adoraron de corazón. Interrogado
sobre dónde estaba el ídolo, dijo que se lo dejó a fray Pierre Allemandin, que
era preceptor de la residencia de Montpellier, pero que no sabe si los agentes
del rey la encontrarán. Dijo que esta cabeza tenía cuatro pies, dos delante, en
la cara, y dos detrás.
El
testimonio no especifica qué tipo de imagen era, pero por el hecho de tener
cuatro pies, parece tratarse de un objeto tridimensional que se apoyaba en dos
soportes. Con el tiempo, esta idea se fue confirmando progresivamente. Al final
de su investigación de la Curia Romana
en el verano de 1308, el papa retiró las indagaciones de manos de los
inquisidores y decretó que les fueran encomendadas, en todo el territorio, a
comisiones constituidas por obispos locales. Éstos eran personas independientes
del rey de Francia y de los planes de los estrategas de la realeza, y la tarea
que les había confirmado el papa era simplemente arrojar luz sobre el escabroso
proceso. Tal vez algunos de estos obispos, por motivos personales, albergaran
antipatía respecto de los templarios –se sabe, por ejemplo, que esta orden
religiosa rica, poderosa y colmada de privilegios era objeto de una envidia muy
extendida-, pero no tenían ningún interés directo en perseguirlos, como ocurría
con el rey de Francia y el colegio de juristas de Guillaume de Nogaret. No es
casual que durante las investigaciones realizadas por los obispos diocesanos
comenzaran a debilitarse muchas de las acusaciones previas, a la vez que otras
adquirían un perfil más racional y creíble.
Los
obispos diocesanos comprendieron muy pronto que el denostado ídolo-cabeza de
los templarios era en realidad un relicario en forma de busto y que contenía
restos de algún santo, o sea, un objeto muy común en el arte sagrado medieval.
Este hecho resultó claro en cuanto la dirección de los interrogatorios pasó a
manos del papa; en efecto, ya en la investigación realizada en Poitiers en
junio de 1308, Clemente V pudo percatarse de ello personalmente. En su
presencia, el fraile sargento Étienne de Troyes relató lo siguiente:
Respecto de la cabeza dijo que era costumbre
de la orden celebrar todos los años un capítulo general con ocasión de la
fiesta de los apóstoles Pedro y Pablo, y que uno de ellos tuvo lugar en París
en el curso del año en que él ingresara en la orden. Étienne de Troyes
participó en el capítulo los tres días que éste se prolongó: comenzaron en la
primera parte de la noche y continuaron hasta la primera hora del día. Durante
la primera noche llevaron una cabeza: su portador era un sacerdote que avanzaba
precedido de dos hermanos de la orden que sostenían grandes antorchas y velas
encendidas en un candelabro de plata. El sacerdote depositó la cabeza en el
altar, sobre dos cojines y un tapete de seda. Le parece que era una cabeza de
carne humana desde la parte alta del cráneo hasta el nudo de la epiglotis;
tenía el pelo blanco y no había ninguna cubierta. También la cara era de carne
humana y le parecía muy lívida y descolorida, con la barba mezclada de pelos
oscuros y canas, semejante a la que usan los templarios. Entonces el visitador
de la orden dijo: “Adorémoslo y rindámosle homenaje, porque él es quien nos ha
hecho y quien nos puede destruir”. Todos se aproximaron con gran reverencia,
rindieron homenaje a aquella cabeza y la adoraron. Oyó decir a alguien que
aquel cráneo pertenecía al primer maestre de la orden, fray Hugo de Payens: de
la nuez hasta los húmeros estaba vestido de oro y plata con incrustaciones de
piedras preciosas.
El
mismo objeto, con toda probabilidad un relicario del fundador Hugo de Payens,
también lo vio, siempre en París, el fraile Bartholomé Bocher, de la diócesis
de Chartres, que entró en la orden en 1270; según sus palabras, el relicario no
estaba siempre en aquel lugar, sino que lo llevaban únicamente en ciertas
ocasiones especiales, para recogerlo y devolverlo luego a otro sitio:
El templario que lo recibió en la orden le
mostró una cierta cabeza que alguien había puesto en el altar de aquella
pequeña capilla, junto al santuario y los vasos con las reliquias; le dijo que
cuando se viera en dificultades invocara la ayuda de aquella cabeza.
Interrogado sobre cómo estaba hecha la cabeza, respondió que se parecía a la
cabeza de un templario, con el sombrero y la barba carnosa y larga; pero no
sabía decir si era de metal, madera, hueso o carne humana, y su preceptor no le
especificó de qué material era. Nunca la había visto antes ni volvió a verla
después, pese a haber pasado al menos cien veces por aquella capilla.
El
relato podía resultar sugerente, sobre todo porque se producía en presencia del
papa, quien, tras casi un año de denuncias y tremendos rumores populares,
conseguía por primera vez escuchar personalmente a los templarios;
naturalmente, la escenificación de este culto misterioso que surgía de las
tinieblas a la vacilante luz de las velas no podía impresionarlo bien, pero el
testimonio en sí mismo no era particularmente grave. Los templarios dedicaban
un culto especial a su fundador Hugo de Payens, lo veneraban como un gran santo
en ciertas liturgias nocturnas y en ellas exponían su cabeza momificada (o tal
vez conservada de manera natural), bien acomodada en un gran relicario de gran
valor. Hugo de Payens nunca había sido canonizado oficialmente y para la Iglesia de Roma seguía
siendo simplemente un lego que había escogido servir a Dios de la misma manera
que una incalculable cantidad de monjes y sacerdotes anónimos. Hugo de Payens
nunca había sido elevado a los honores del altar, y Clemente V, en su condición
de canonista, no podía ver con buenos ojos que se le brindara una veneración
tan solemne, pero en la Edad Media
la gente estaba acostumbrada a considerar santas a ciertas personas, incluso
antes de morir, por su estilo de vida sencillo. Apenas muertas, sus cuerpos,
junto con todo lo que habían poseído, se convertían de inmediato en preciosas
reliquias, la gente empezaba a rezar sobre sus tumbas y a pedirles que hicieran
milagros e intercedieran ante Dios, sin esperar a que la Iglesia completara su
largo y prudente itinerario burocrático de beatificación. Los santos se
convertían en tales por aclamación popular. Cuando en Asís se corrió la voz de
que Francisco se estaba muriendo en la Porziuncola , el pueblo se puso a rezar esperando
con impaciencia poder finalmente ver y venerar los estigmas de su cuerpo; éste
es un caso famoso y particular, pero podrían citarse muchos otros por el
estilo.
La
idea de que el contacto con el cuerpo de los santos producía efectos
beneficiosos no era ninguna novedad del Medievo, sino que pertenecía a la más
antigua tradición cristiana: en los Hechos de los Apóstoles se cuenta que la
gente se acercaba a san Pablo mientras predicaba y los fieles le tocaban la
ropa con pañuelos, porque estaban convencidos de que de esa manera convertían
éstos en reliquias. El carisma divino del apostolado pasaba de su cuerpo a las
ropas y de éstas a los pañuelos. El hecho de venerar a su fundador Hugo de
Payens, que según los templaros era un santo, podía incitar a Clemente V a
amonestarlos para que redujeran el culto a una devoción mucho más sobria: pero
distaban mucho de probar la hipótesis de herejía.
Es
un hecho que en el interrogatorio de Chipre, a cargo de una comisión de
prelados locales a mil Mills de distancia de Felipe el Hermoso y de sus
presiones, los templarios negaron tajantemente toda acusación relacionada con
comportamientos o ideas perversas en materia de fe. Además, prestaron
voluntariamente declaración muchos nobles laicos, sacerdotes y frailes externos
a la orden, todos lo cuales afirmaron que los templarios observaban el culto
con ejemplar devoción. Al parecer, practicaban liturgias muy sugerentes y
particulares de adoración de la cruz el Viernes Santo, en las que participaban
también personas ajenas a la orden. Un sacerdote dijo que solía asistir a misa
en la iglesia del Temple, que a veces también había concelebrado con capellanes
de la orden y que las fórmulas de consagración de la hostia eran las correctas.
Un dominico que a menudo prestaba servicio religioso entre los templarios dijo
que había oído a muchos de ellos en confesión, tanto en Chipre como en Francia,
y que ninguno cargaba en la conciencia el peso de actitudes heréticas.
La
acusación de idolatría y de incredulidad respecto de la comunión demostró muy
pronto ser un gran bluf. Sin embargo, en su construcción, Guillaume de Nogaret
y sus colaboradores habían utilizado los mimos métodos que para las otras
imputaciones, es decir, el de la verdad a medias. Habían partido de un
reducidísimo núcleo de hechos reales, de una pizca de verdad oportunamente
amplificada y tergiversada.
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