Desde la encomienda de
Barcelona volvemos con un capítulo más para indagar en aspectos importantes a
la hora de conocer mejor la historia del Temple.
Para ello hemos
seleccionado un capítulo escrito por el catedrático en historia, Alain Demurger,
extraído de su obra “Vie et mort de l’ordre du Temple”, donde esta vez nos
explica los problemas que tuvieron que pasar los templarios antes de ser
aceptados por la Iglesia.
Desde Temple
Barcelona, deseamos que su contenido os sea provechoso.
¿Conciliar
el ideal del monje y el del caballero? La regla de 1128 lo consigue, al menos
en el plano teórico. Pero aun siendo el fruto de diez años de experiencia,
¿responde a todas las preguntas que se plantean sobre el terreno, en Jerusalén,
los hermanos de la milicia de Cristo? Desde luego que no. El célebre texto de
san Bernardo De laude novae militiae (o
Elogio de la nueva milicia) debe comprenderse como una respuesta a los
dolorosos interrogantes de una comunidad en crisis de identidad.
Para
analizar esta crisis, hay que convencerse de que el hermano de la milicia de
los pobres caballeros de Cristo –así se autodenomina el Temple- no es un
soldadote que esconde la negrura de su alma bajo la bella capa blanca del
Cister. Naturalmente, más tarde, se mostrarán menos exigencias en el
reclutamiento, pero, en 1130, el Temple no equivale todavía a la Legión extranjera. Dicho
esto, supondría un exceso semejante no ver en los templarios más que
cistercienses militarizados, cuyo ideal sería el más que un entreacto en una
existencia esencialmente ascética”. ¿Monje o soldado? No, monje y soldado. Y
ahí está el problema.
Hugo
de Payns permanece lejos de Oriente durante tres años, de 1127 a 1130. allí se han
quedado los templarios, enfrentados a una tarea abrumadora. Tal vez con mayor
frecuencia de lo que desean, se ven obligados a recurrir a las urnas, a
combatir, a matar. ¿Están seguros de que todos los bandidos y saqueadores a los
que matan son infieles? Algunos cristianos indígenas les acompañaban.
¿Reconocerá Dios a los suyos? Estas palabras, pronunciadas durante el saqueo de
Béziers al comienzo de la cruzada contra los albigenses, no tienen vigencia en
1130. ¿Están en su derecho? La cuestión atormenta a los templarios. En 1129,
combaten por primera vez como verdaderos soldados. Derrotados, sufren pérdidas
sensibles, duran prueba moral cuando no se ve venir nada de Occidente, a pesar
de los esfuerzos de Hugo y sus compañeros.
Esta
crisis de conciencia afecta mucho más aún a los templarios porque saben que su
elección, pese a ser alentada por las principales autoridades religiosas, no se
aprueba por unanimidad. Incluso dentro de la Iglesia , hay quien se inquieta por la “nueva
monstruosidad” que supone la milicia de Cristo. Jean Leclercq, interrogándose
sobre la actitud de san Bernardo con respecto a la guerra, cita la opinión de
un cisterciense, Isaac de Stella: “Cuando una cosa se puede hacer legalmente,
¿no nos sentiremos tentados a hacerla por placer?”. No condena, pero duda.
He
ahí otro texto revelador de las preguntas que se formulan a ciertos medios, la
carta que Guigues, prior de la Gran Cartuja
dirigió a Hugo, probablemente en 1128:
En verdad, no podemos exhortaros a las guerras
materiales y a los combates civiles; tampoco somos aptos para inflamaros por la
lucha del espíritu, nuestra ocupación diaria, pero deseamos al menos advertiros
que penséis en ella. En efecto, es vano atacar a los enemigos exteriores si no
dominamos primero nuestros enemigos del interior… Hagamos primero nuestra
propia conquista, amigos muy amados, y podremos después combatir a nuestros
enemigos del exterior. Purifiquemos nuestras almas de sus vicios, y podremos
después purgar de bárbaros la tierra.
Un
poco más adelante, Guigues cita la
Epístola a los Efesios:
“Pues no es contra adversarios de carne y
hueso contra los que tenemos que luchar –está escrito en el mismo lugar-, sino
contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este
mundo tenebroso, contra los espíritus del mal que pueblan los espacios
celestes” (Ef. 6, 12), es decir, contra los vicios y sus instigadores, los
demonios.”
Sensible
a estas reticencias e informado de las dificultades de sus hermanos en
ultramar. Hugo de Payns contraataca.
Se
dirige en primer lugar a los templarios. En un manuscrito conservado en Nimes,
se incluye una carta escrita por un tal Hugo Peccator a sus hermanos milities Christi. Dicha carta aparece en
el manuscrito encuadrada por una versión de la regla del Temple y una copia de De laude de san Bernardo. La carta fue
atribuida primero a Hugo de Saint-Victor. Jean Leclercq, basándose en sus
concomitancias evidentes con el De laude,
quiso ver en ella un texto de Hugo de Payns. Un estudio reciente de Joseph
Fleckenstein pone de nuevo en duda esta identificación. En su opinión, el autor
de la carta es demasiado ducho en derecho canónico para que se le pueda
confundir con Hugo de Payns. Hecha esta salvedad, las preocupaciones de Hugo
Peccator coinciden con las del maestre del Temple, que concedió su aval a la
carta.
El
texto dice en sustancia que algunos reprochan a los caballeros de Cristo su
“profesión armada”, actividad perniciosa, incapaz de conducirles a la
salvación, puesto que les aparta de la oración. Tales reproches, que conmueven
a los templarios y hacen nacer dudas en su corazón, son infundados, una astucia
del Maligno. Hay que rechazar las dudas, signo de orgullo. Humildad,
sinceridad, vigilancia…Han de atenderse a sus deberes sin dejarse turbar. La
finalidad de la orden es luchar contra los enemigos de la fe en defensa de los
cristianos.
En
resumen, el texto está destinado a mantener el fuego sagrado. Y quizá también a
salvaguardar el rebaño de la influencia perniciosa de ciertos espíritus
fuertes.
Pero
Hugo de Payns no se detiene ahí. Está en juego la legitimidad de la orden, diez
años después de su creación…Se vuelve entonces hacia san Bernardo, la figura
más eximia de la cristiandad. Bernardo responde a su amigo mediante el
justamente célebre De laude:
Por tres veces, salvo error de mi parte, me
has pedido, queridísimo Hugo, que describa un sermón de exhortación para ti y
tus compañeros […]. Me has dicho que supondría para vosotros un verdadero
consuelo que os aliente con mis cartas, puesto que no puedo ayudaros con las
armas.
Para
medir la evolución de Bernardo, conviene recordar su actitud, más que
reticente, cuando el conde de Champaña entró en el Temple en 1126. Todavía en
1129, Bernardo escribe al obispo de Lincoln (Inglaterra), dándole noticias de
un canónigo de la catedral que, en su camino a Jerusalén, ha hecho un alto
definitivo en Clairvaux:
Vuestro
amado Felipe, que había partido hacia Jerusalén, ha hecho un viaje mucho más
corto y ha llegado al término al que tendía […]. Ha echado el ancla en el
puerto mismo de la salvación. Su pie pisa ya las piedras de la Jerusalén santa y adora
a su gusto, en el lugar en que se ha detenido, al que iba a buscar en Éfrata,
pero que ha encontrado en la soledad de nuestros bosques […]. Esta Jerusalén
aliada a la Jerusalén
celeste […] es Clairvaux.
Está
bien claro. La retirada del mundo propia del monje lo supera todo, incluso la
cruzada.
Bernardo
ha conocido y apreciado a los templarios en el concilio de Troyes. Sus
relaciones personales con Hugo de Payns –su tío, Andrés de Montbard, es uno de
los nueve fundadores de la orden- influyeron en este sentido. Pero la calidad
de la fe que descubrió en aquellos hombres fue, a mi entender, determinante.
Además, como hijo sumiso de la
Iglesia , san Bernardo no puede contrariar la voluntad del
papa, favorable al desarrollo de la orden. Admite, pues, la existencia de dos
vías para alcanzar Jerusalén, a la vez ciudad terrestre y ciudad celeste: la
guerra santa, el retiro monástico.
Al
término de una profunda reflexión sobre las ideas de guerra justa y guerra
santa, redondeará las ideas tradicionales sobre la teología de la guerra, sobre
la cruzada, guerra defensiva y, por consiguiente, justa, sobre la violencia,
que hay que reducir al mínimo, sobre la intención recta. Añade una reflexión
nueva sobre el misterio de la muerte. Presente en la guerra, la muerte se
orienta hacia otra cosa que sí misma, hacia el encuentro de Dios. El caballero,
no sólo no ha de temerla, sino que debe desearla, ya que su salvación será más
segura si le matan que si mata. San Bernardo, llega con esto al núcleo de la idea
de cruzada. Había quien emprendía el Santo Viaje sin esperanzas de regreso,
para ver Jerusalén, es decir, el sepulcro de Cristo, y morir.
La
composición del De laude señala, por lo tanto, una etapa importante en el
pensamiento de san Bernardo, evolución que le conducirá a predicar la segunda
cruzada en Vézelay.
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