Desde la encomienda de
Barcelona, retomamos el apartado dedicado a indagar mejor en los aspectos
históricos de nuestra querida y entregada Orden del Temple.
Gracias a la perspicaz
visión del catedrático de historia medieval, Ms. Alain Demurger. Hemos extraído
de su libro “Vie et mort de l’ordre du Temple” un capítulo donde nos habla
sobre la influencia que tuvo el concilio de Troyes para los templarios.
Desde Temple Barcelona
deseamos que su lectura os sea entretenida y placentera.
“Aunque
llevaban nueve años embarcados en esta empresa, no eran más que nueve.” Como ya
he dicho, esta frase de Guillermo de Tiro, repetida al unísono por todos los
historiadores del Temple, nos deja más bien escépticos. En efecto, cuando Hugo
de parte hacia Occidente en 1127, va acompañado de otros cinco templarios:
Godofredo de Saint-Omer, al que se relaciona con la familia de los castellanos
de esta ciudad, Pagano de Montdidier, Archimbaldo de Saint-Amand, Godofredo
Bisol y un tal Rolando, todos ellos procedentes muy probablemente del medio de
la caballería, avanzadilla de la sociedad feudal. Nueve menos seis, quedan sólo
tres en Jerusalén. ¿No parece un poco justo para cumplir las misiones de la
orden?
Se
puede suponer, claro está, que existía ya la clase de los hermanos sargentos,
al menos de hecho, si no de derecho. En efecto, la primera regla, la que Hugo
de Payns hizo aprobar en el concilio de Troyes, no imponía más que una
condición para la admisión en la orden: ser de condición libre. Señalemos también
que, en ese momento, la misión única de la milicia del Temple consistía en
proteger a los peregrinos en las vías de acceso a la Ciudad Santa. Habrá que esperar
a 1129 para que los templarios se enfrenten por primera vez a los infieles en
el combate. ¿Así que nueve? No, realmente, los templarios eran ya mucho más
numerosos.
En
consecuencia, me siento inclinado a considerar el viaje de Hugo de Payns a
Europa desde tres puntos de vista:
·
El
de la crisis de crecimiento. La orden se ha extendido. No lo bastante, sin
embargo, para hacer frente a su misión, aunque ésta se reduzca todavía a una
labor de policía. Las cuestiones de organización empiezan a preocuparla.
Conviene resolverlas. Tal es el objeto de la regla.
·
El
de la crisis de conciencia o, si se prefiere, la crisis de identidad. Resulta
de las críticas formuladas contra la nueva milicia, de las implicaciones
militares de su misión, pero también de las dudas, de las interrogaciones de
los hermanos sobre la calidad espiritual de su compromiso. Críticas y dudas que
frenan la expansión de la orden y paralizan su acción. Hugo de Payns va a pedir
a san Bernardo una respuesta a estas cuestiones.
·
El
del reclutamiento, por último. Hugo actúa como enviado del rey Balduino II, que
le ha encargado reclutar soldados para Oriente, pero también como jefe de su
orden. Quiere reclutar futuros templarios y desarrollar en Occidente el apoyo
logístico necesario para las empresas del Temple en Oriente. Tal será el motivo
de la gira que harán Hugo y sus compañeros durante los meses que siguen al
concilio de Troyes.
¿Pasó
Hugo por Roma antes de dirigirse a Champaña? Es probable. El papa Honorio II
(1124-1130) seguía de cerca la experiencia de la orden y los problemas de la
cruzada. Como enviado de Balduino II, Hugo no podía dejar de visitar al papa. Y
como maestre del Temple, cabe pensar que le sometió los proyectos de su regla.
Hugo
llega después a Troyes para participar, en enero de 1128, en el concilio de los
prelados de Champaña y Borgoña. Se trata de un concilio más entre otros muchos:
Bourges, Chartres, Clermont, Beauvais, Vienne en 1125, Nantes en 1127, Troyes y
Arras en 1128, después Châlons-sur-Marne. París, de nuevo Clermont, Reims…La
influencia de san Bernardo y el Cister deja una profunda huella en estos
concilios provinciales, destinados a precisar la reforma de la Iglesia tras la solución
de la querella de las investiduras, el gran conflicto entre el papa y el
emperador provocado por la reforma gregoriana.
El
prólogo de la regla del Temple expone la lista de los participantes: el
cardenal Mateo de Albano, legado del papa en Francia; los arzobispos de Reims y
Sens, con sus obispos sufragáneos; varios abades, entre ellos los de Vézelay,
Citeaux, Clairvaux (se trata de san Bernardo), Pontigny, Troisfontaines, Molesmes;
algunos laicos, Teobaldo de Blois, conde de Champaña, Andrés de Baudement,
senescal de Champaña, el conde de Nevers, uno de los cruzados de 1095. Se ha
puesto en duda la presencia de san Bernardo. Sin pruebas. Su ausencia
resultaría extraña, puesto que se hallan presentes los principales dignatarios
del Cister: Esteban Harding, abad de Citeaux (1109-1134), y Hugo de Mâcon, abad
de Pontigny. Añadiremos que el arzobispo de Sens, Enrique Sanglier, es amigo de
Bernardo. El número y la calidad de los clérigos cistercienses lo demuestra
ampliamente. La influencia de las ideas reformistas fue determinante.
¿Cómo
se ejerció? Se ha repetido con exceso que la regla del Temple se debe a san
Bernardo, que fue él su autor. Basta, sin embargo, con remitirse al prólogo de
la misma:
“Y
oímos por capítulo común la manera y el establecimiento de la orden de
caballería de la boca del antedicho maestre, hermano Hugo de Payns; y según el
conocimiento de la pequeñez de nuestra conciencia, lo que nos pareció bien y
provechoso lo alabamos, y lo que nos parecían sin razón lo descartamos. Y todo
lo que en el presente concilio no pudo ser dicho ni contado por nosotros […]lo
dejamos a la discreción de nuestro honorable padre Honorius y del noble
patriarca de Jerusalén, Esteban de la
Ferté , que conocía la cuestión de la tierra de Oriente y de
los pobres caballeros de Cristo […]. Yo, Juan Miguel […], fui el humilde
escribano de la presente página, por mandato del concilio y del venerable padre
Bernardo, abad de Clairvaux, a quien se había encargado y confiado este divino
oficio.”
Si
Bernardo hubiera escrito la regla, los templarios no hubieran dejado de
vanagloriarse de ello.
La
regla fue redactada en Oriente, con ayuda del patriarca de Jerusalén. Hugo la
discutió después con el papa, antes de someterla al concilio de Troyes, en el
que sabía que predominaba la influencia del Cister. Los padres, con Bernardo a
la cabeza, corrigieron ciertos detalles, modificaron algunos artículos y
dejaron puntos en suspenso, remitiéndolos al papa y al patriarca. Y en efecto,
este último revisará la regla en 1131, revisión que suscitó diversas
dificultades. Me ocuparé más a fondo de ellas en un capítulo posterior.
A
decir verdad, la influencia cisterciense se sitúa sobre todo en otro plano.
Tras haber subrayado, sin reflexionar lo bastante, la filiación benedictina de
las órdenes militares, los historiadores han atraído más recientemente la
atención sobre la observancia agustiniana. La regla de san Agustín rige en
general las comunidades de canónigos regulares, adscritos a una iglesia
catedral. Ahora bien, en sus comienzos, la nueva orden estaba vinculada a la
comunidad de canónigos regulares del Santo Sepulcro de Jerusalén. Muy pronto,
sin embargo, surgen las dificultades, lo que puede resultar paradójico, puesto
que el desarrollo de las comunidades de canónigos regulares es reciente y
parece particularmente bien adaptado a los proyectos de la reforma gregoriana
de la Iglesia. Recordemos
el texto de Emoul, ya citado y muy injustamente olvidado: “Y obedecemos a un
sacerdote y no hacemos actos de armas”. Para los nuevos caballeros, los
canónigos regulares son en primer lugar y de manera exclusiva clérigos.
Pero
las exigencias de la cruzada, encarnadas entre otros en los templarios,
resultan incompatibles con un modelo únicamente clerical. Hace falta una
síntesis entro los ideales monásticos tradicionales y las necesidades de la
cruzada.
El
monacato cisterciense, nacido en ese comienzo del siglo XII de la “conversión”
de algunos jóvenes nobles, desengañados de la vida secular, supo comprender
esas aspiraciones, aunque sin captarlas. San Bernardo era y siguió siendo un
monje, pero ayudó a los templarios a encontrar su marco original. Desde un
punto de vista más general, se subraya hoy en día lo suficiente el papel del
Cister en la génesis de la mayor parte de las órdenes militares de los siglos
XII y XIII.
El
Cister se esforzó también por actuar directamente sobre las almas, por insuflar
en los laicos el espíritu cisterciense. La reforma gregoriana puso en marcha un
ambicioso programa de cristianización de la sociedad. La primera fase tendió a
moralizar la Iglesia
(lucha contra la simonía y el concubinato de los sacerdotes), a clericalizar
las órdenes monacales (fue la obra de Cluny). Liberó al clero de la tutela de
los laicos, izándolo muy por encima de éstos. En un segundo tiempo, los
gregorianos desearon extender a los laicos la reforma moral, ofreciéndoles, por
ejemplo, un modelo de santidad: el caballero de Cristo. Fiel a este proyecto,
el Cister supo inculcar la idea fundamental de que no hay salvación sin una
conversión interior, sea cual sea el orden de la sociedad al que se pertenezca
y la función que se ejerza por la voluntad del Creador. San Bernardo era lo
bastante sensible a las realidades de la sociedad de su época para no exigir de
todos que siguieran su mismo camino. Exploró otras vías hacia la salvación,
entre ellas la elegida por los templarios.
Su
comprensión y su ayuda serán particularmente útiles y eficaces durante la
verdadera crisis de conciencia que agita la milicia en el momento –un poco
antes, un poco después- del concilio de Troyes.
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