Desde la encomienda de
Barcelona volvemos a retomar el apartado diseñado para conocer a la enigmática
María Magdalena. Para ello os hemos acercado un nuevo texto del teólogo catalán
Lluís Busquets de su obra “Els evangelis secrets de Maria i de la Magdalena. La història amagada”,
donde esta intenta aclararnos qué posición social tuvo la Magdalena tanto fuera
como dentro del círculo cristiano que rodeó a Jesús de Nazaret.
Desde Temple Barcelona
os invitamos a que disfrutéis de su lectura.
¿María Magdalena o
María “la Grande ”?
Iª parte
Nos
ha sido presentada como una discípula de Jesús –de las que le servían con sus
bienes, como las desconocidas Susana y Juana, esposa de un funcionario de
Antipas (Lc 8, 3). ¿Era una mujer rica, con posibles merced al negocio del
pescado de Magdala? Avancemos desde ahora que, pese a haberse escrito mucha
literatura a partir de este dato exiguo de Lucas, de la misma manera que
queremos ser honrados al hablar de otras interpolaciones, ésta, aunque nos
duela, porque deja a la
Magdalena en una nebulosa original, para muchos expertos
sería una interpolación más. Lucas inserta mujeres que abastecen de provisiones
a los de Jesús durante los primeros tiempos de la predicación galilea, cuando
eso muy posiblemente sucedió mucho más tarde, y él solo pudo verlo en lugares
más urbanizados siguiendo a Pablo de Tarso. Este hecho de convertir a
determinadas discípulas de Jesús en simples sufragistas de sus gastos solamente
se halla en Lucas, y hoy se considera una proyección lucana al pasado de una
época posterior en la que el cristianismo naciente era sostenido por
protectores adinerados (sobre todo, protectoras). En este sentido opina King,
que se basa en otros autores, especialmente en Jane Schaberg. Ésta asegura que
la idea de Lucas de que las mujeres ricas estaban cerca de Jesús no tiene su
origen en las tradiciones perdidas del movimiento del galileo y sus discípulos,
sino en experiencias posteriores de la joven Iglesia de las ciudades del
Imperio romano fuera de Palestina, que Lucas proyecta hacia atrás, a la época
de Jesús (cf. Hch 16, 14s, 17, y 4.12).
Reparemos
en que Marcos ni siquiera menciona a la Magdalena durante el ministerio de Jesús (aparece
sólo cuando la crucifixión); para él, al menos, “no fue una de las personas
importantes en la vida de Jesús, ni su seguidora más próxima y, todavía menos,
la compañera de su vida o su amante; en cambio, Lucas, que escribe tres o
cuatro lustros más tarde, consciente o no, es el primero en reducir el estatus de
María Magdalena, y el de las mujeres en general, a papeles subordinados al de
los hombres (¿misoginia?). Esta restricción del papel de las mujeres se puede
probar por diversas razones: a) sólo otorga, de manera anacrónica, el título de
apóstol a los Doce (Lc 6, 13) y al hecho de ser varón (Hch 1, 21); b) sólo él
impone dejar a la esposa para seguir a Jesús (Lc 14, 25); c) a diferencia de Mc
y Mt, las mujeres no son enviadas por el ángel a la Resurrección a
anunciar nada a los discípulos; d) aunque lo hacen, no las creen y les dicen
que deliran; e) al contrario que Mt y Jn, ninguna mujer recibe aparición alguna
del Resucitado. Para Carmen Bernabé, profesora de Teología en Deusto, “parece
evidente que Lucas proyecta en estas discípulas de primera hora la situación de
las mujeres de su comunidad”. Sólo a los apóstoles y discípulos varones se les
reserva el papel de ver al Resucitado, de responsabilizarse de la predicación
del Evangelio y de acrecentar las iglesias; a las mujeres se las reduce a
simples receptoras de curaciones (Lc 8, 2) y a convertirse en un mero respaldo
financiero del movimiento de Jesús, un hombre dispuesto a cambiar el mundo, a
transformar el opresivo reino del César (el Imperio Romano) en otra clase de
mundo ideal, el del Reino de los Cielos. Pero, ¿qué podía motivar a la Magdalena a dejarlo todo
para seguir a Jesús?
Los
expertos también debaten este punto. Para los que consideran el de Jesús un
movimiento apocalíptico, el galileo no era un reformador a largo plazo, aunque
sus enseñanzas propiciaran cierta reforma social en la medida en que sus
seguidores debían llevar a la práctica los valores del nuevo Reino; para otros,
Jesús pretendía conseguir una sociedad igualitaria que reemplazara las
estructuras jerárquicas, de modo que promovía una política de absoluta igualdad
entre ambos sexos. Todo ello tenía su aliciente. A pesar de estos datos tan
escasos en relación con las opresiones sufridas por la mujer judía, hay quien
los toma como una de las escasas informaciones antiguas que permiten una
indagación histórica y estudian la falta de libertad de una mujer como la Magdalena en una cultura
androcéntrica como la suya y la de sus alrededores para definir cuál podía ser
el atractivo liberador que podía encontrar en el mensaje de Jesús.
Debió
de haber un poco de todo. Jesús, como
profeta apocalíptico, no podía ser un reformista social a largo plazo. Entre
otras cosas, porque no había largo plazo. Los apocalípticos creían
inminentemente la intervención de Yahvé, porque en el mundo había fuerzas cósmicas
malignas, antagónicas a la divinidad, que empujaban a hombres y mujeres a
actuar de maneras contrarias a la voluntad divina. Más que concebir el pecado
como una mala acción individual, se entendía como una violación de los deseos
de Dios en el mundo. Yahvé reharía el mundo de arriba abajo, inclusive la sede
de su culto, el Templo de Jerusalén. Yahvé enviaría desde el cielo a alguien a
quien Jesús denominaba “Hijo del Hombre”, que derribaría a los poderosos y
enaltecería a los humildes. “Porque todo el que se ensalce, será humillado; y
el que se humille, será ensalzado” (Lc 4, 11). Se planteaba como un cambio
radical, urgente: “Yo os aseguro que entre los aquí presentes hay algunos que
no gustarán la muerte hasta que vean venir con poder el Reino de Dios” (Mt 9,
1). La llegada de este nuevo Reino, pues, era inminente (ésta era la buena
nueva, el Evangelio): “Yo os aseguro que no pasará esta generación hasta que
todo esto suceda” (Mc 13, 30). Es natural que algunos discípulos dejaran sus
trabajos para seguirlo. Había que prepararse y llevar una vida de acuerdo con
este nuevo Reino, reflejo de las virtudes de Dios –justicia, libertad, amor…-,
donde no debía existir soledad (para ello había que visitar a viudas y
huérfanos), ni hambre (para esto era necesario repartirse el pan), ni pobres
(había que vender las posesiones y regalárselas a ellos), ni odio (la estima de
los discípulos debía ser digna del nuevo Reino), ni demonios (los seguidores de
Jesús los tenían que expulsar), ni guerras (había que trabajar por la paz)…
Entendámonos.
Jesús, como hombre de su tiempo, por avanzado que fuera, no podía proclamar lo
que hoy denominamos la igualdad de géneros o sexos ni establecer relaciones
igualitarias en una sociedad altamente jerarquizada. A la hora de tener discípulos,
de hecho, elige a hombres y no a mujeres. En el nuevo Reino de los Cielos que
Yahvé debía instaurar, habría gobernantes como siempre los había habido en el
pasado de Israel. El propio Jesús o los intérpretes que redactaron los
Evangelios estaban convencidos, como en los viejos tiempos, de que los doce
apóstoles elegidos por él regirían las doce tribus del nuevo pueblo de Dios:
‘Yo
os aseguro que vosotros que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el
Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros
en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel’ (Mt 19, 28; Lc 22,
28ss).
Entonces,
¿qué atractivo entrañaba su mensaje para las mujeres? “Como apocalipsista
judío, Jesús creía que los verdaderos seguidores de Dios serían reivindicados
cuando el Señor llevara la salvación al mundo que había creado.” Este mensaje
era absolutamente revulsivo y prometía un cambio radical en el que los
oprimidos y los humildes serán liberados y enaltecidos. La mujer en general, y
la judía en particular, por poca ambición que tuviera, se hallaba sometida por
todas partes (primero, a los padres; después al marido) y no tenía escapatoria
ni sabía dónde encontrar cobijo. De acuerdo con el mensaje de Jesús, las
familias terrenales y sus valores opresivos quedaban atrás, tenían fecha de
caducidad (“Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y
mi madre”: Mc 3, 35).
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