Ecce homo!(III)
Desde la encomienda de
Barcelona, volvemos a recuperar el apartado dedicado a indagar qué posibles
objetos pudieron venerar los templarios. Para discernir esa cuestión, hemos recogido
un nuevo texto escrito por la paleógrafa italiana Barbara Frale, de su libro “I
templari e la sindone di Cristo”, donde nos relata algunos detalles
concernientes al mandylion.
Desde Temple Barcelona
estamos convencidos que su lectura la encontraréis atractiva.
7. De carne y sangre: Iª parte
En
1997, el historiador romano Gino Zaninotto se percató de que un manuscrito
griego de la Biblioteca Apostólica
Vaticana que databa del siglo X se había conservado un discurso solemne escrito
por Gregorio el Referendario, archidiácono de la basílica de Santa Sofía de
Constantinopla encargado de las relaciones diplomáticas entre el emperador y el
patriarca. Gregorio había ido personalmente a Edesa en la expedición de Juan
Curcuas organizada en el 944 para recuperar el mandylion y había investigado en el archivo de la ciudad en torno a
documentos antiguos que narraban la historia de la imagen; luego escribió la
homilía en la que celebraba la importancia de la reliquia y contaba
sintéticamente su historia. El relato del Referenciado estaba inédito –uno de
los tantos tesoros ocultos que se guardaban en la Biblioteca pontificia-
y fue publicado por el bizantinista André-Marie Dubarle en la especializada
Revue des Études Byzantines.
Según
el archidiácono Gregorio, la imagen es en realidad una impronta embellecida por
las gotas de sangre que manaron del costado herido de Cristo: en la tradición
precedente, el mandylion se describía
generalmente como un trozo de lino de pequeñas dimensiones, del tamaño de una
toalla, como su nombre indica, que llevaba únicamente la impronta del rostro de
Jesús. Pero la homilía del Códice Vaticano griego 511 lo describe como una
impronta que contenía el tórax con la señal de la lanza y el borbollón de
sangre surgido de aquella herida; por tanto, era la imagen del cuerpo todavía
con vida. De acuerdo con la tradición más antigua, el mandylion no tenía nada que ver con la muerte de Cristo: se trataba
simplemente de su retrato en vida. Los primeros testimonios de esta leyenda
hablaban de un intercambio de cartas entre Jesús y Abgar, rey de Edesa, un
personaje que ha sido identificado como Abgar V el Negro; este soberano había
oído hablar de la gran fama de Jesús como sanador, sabía que lo buscaban para
matarlo y por eso le había enviado un mensajero para ofrecerle refugio seguro
en su ciudad.
Eusebio
de Cesarea, el cultísimo obispo que fue consejero espiritual de Constantino,
incluyó el episodio en su Historia eclesiástica, pero sin ninguna referencia a
la imagen. En realidad, eso podría haberse debido a una intervención del propio
Eusebio, que seleccionó de la tradición únicamente lo que consideraba valioso y
eliminó (o más sencillamente ignoró) lo que le parecía más difícil de
compartir. Sabemos que el obispo de Cesarea se oponía férreamente al culto de
las imágenes. Es famosa su carta a la emperatriz Constanza, quien, enterada de
que ciertos grupos de cristianos poseían el retrato auténtico de Jesús
Nazareno, había pedido al obispo que empleara su influencia para procurarle una
copia. La respuesta fue un reproche seco y sin medias tintas:
Aun
cuando declaras que no me pides la imagen de la forma humana transformada en
Dios, sino el icono de su carne mortal, tal como era antes de su
transfiguración, yo respondería: ¿no conoces el pasaje en el que Dios manda no
realizar imágenes de nada propio de las alturas celestiales ni de esta tierra,
aquí abajo?
Hoy,
semejante actitud puede parecer demasiado intelectual, incluso antipática; pero
hemos de ponernos en el lugar de estos personajes y observar atentamente la
realidad de su época. Eusebio no era un incrédulo, por supuesto, pero era un
gran teólogo antes que una persona muy devota: su preocupación fundamental era
conjurar el peligro de la idolatría, riesgo que para los cristianos es
gravísimo y está siempre al acecho. En el Imperio romano estaba muy difundida
la costumbre de producir retratos realistas que representaban a los difuntos
queridos, y las tablas que se han encontrado en la necrópolis de El Fayún, en
Egipto, muestran que se buscaba que estos retratos fueran lo más parecidos
posible al modelo: muchos de ellos están tan cuidados que parecen fotografías.
En el monasterio de Santa Catalina, en el Sinaí, se conservan un par de
espléndidos iconos de la época del emperador Justiniano (527-565) con la
representación de Jesús y San Pedro, que derivan justamente de esta tradición
del retrato romano de la era imperial. Que se trata de obras inspiradas en
retratos realistas es evidente incluso para los profanos en la materia: el
icono de Pedro tiene en su parte superior tres cornisas redondas en cuyo
interior se encuentran los retratos de San Juan (representado como un muchacho
de unos quince años), Jesús y María, cuyas facciones presentan un notable
parecido entre sí. Desde los tiempos más antiguos los cristianos acostumbraban
tener en la casa retratos de Jesús y también de Pedro y Pablo, pero Eusebio no
lo aprobaba: en realidad, muchos cristianos eran antiguos paganos conversos
recientemente bajo el estímulo de la política religiosa de Constantino, y
tendían a venerar estas imágenes con la misma actitud con que hasta poco antes
habían adorado los ídolos paganos. El cristianismo requería un cambio radical
de mentalidad, del modo de ver el mundo, lo cual, naturalmente, no se podía
lograr en unos meses. Entre tanto, hasta que los neófitos maduraran una
conciencia verdaderamente cristiana, era más prudente romper por completo con
todo lo que había formado parte de su viejo culto pagano. Sobre la base de este
ponderado razonamiento, Eusebio prefería que no se tuviera ninguna clase de
figuras realistas de Cristo, sino sólo imágenes ideales y simbólicas. Tal vez
fue por ese mismo motivo que todo el arte cristiano de los siglos I-IV prefirió
no retratar a Jesús, sino que lo presentó mediante símbolos (el pez, el ancla),
o bien mediante personajes particulares que remiten a las parábolas (el Buen
Pastor), o incluso como un joven dios Apolo, de una belleza ideal y
despersonalizada, absolutamente ajeno al retrato de un hombre concreto.
En
el año 400, la leyenda de Abgar apareció en una nueva versión en un texto de
autor desconocido titulado Doctrina de
Addai: según este relato, además de haber escrito una carta a Jesús, el rey
Abgar le habría enviado un pintor, que consiguió hacerle un retrato de gran
fidelidad, “decorado con marvillosos colores”, y cerca de cien años después, el
historiador armenio Moisés de Koren se refirió al mandylion como a una imagen pintada en un lienzo de seda. En el
curso del siglo VI, y en particular en la época en que Edesa fue conquistada
por los persas, se empezó a hablar del mandylion
no ya como el retrato de un pintor, sino como una imagen “acheropita”, es
decir, no realizada por mano humana alguna, sino producida en virtud de un
milagro. Según el historiador bizantino Evagrio, que vivió en aquella época,
los habitantes de Edesa lo consideraban una reliquia de inmenso poder y lo
habían usado en algunos ritos, gracias a los cuales se habían salvado del
enemigo.
Sólo
con la expedición del general Curcuas, bajo Romano I, en el año 943, y la
posterior transferencia del mandylion
a Constantinopla, la tradición del sudario comenzó a llenarse de referencias a la Pasión de Cristo. Eran
referencias muy claras, y sin embargo hubo un intento de pasar sigilosamente
sobre ellas con evidente perturbación: se había descubierto, con toda
evidencia, que la imagen de Jesús en la tela era la imagen de Jesús difunto, un
detalle de ninguna manera desdeñable y sobre el cual la tradición jamás había
hablado.
Gregorio
el Referendario y el general Curcuas habían llevado su ejército a Edesa
dispuestos a traer a su tierra un retrato auténtico de Jesús que gozaba de
inmensa fama. Naturalmente, lo que esperaban ver era una efigie del “Cristo
Pantocrátor”, el poderoso Señor del Mundo que sonreía y bendecía a los fieles
en el resplandeciente oro de los mosaicos de las paredes de las grandes
basílicas; sobre la base de esa misma imagen se hacía representar el emperador
de Constantinopla y en tiempos de Justiniano, pero también a Constantino se le
habían rendido honores como vicario de Cristo en la tierra y de la misma
dignidad que los apóstoles. Gregorio el Referendario y Juan Curucas esperaban
ver el retrato de un rostro de belleza divina, un retrato de Jesús vivo, capaz
de inspirar una majestad tan profunda que sólo pudiera emanar del Señor del Mundo
y su inmediato subordinado, el emperador de Bizancio. En cambio, se encontraron
ante la impresionante impronta de un muerto, el cadáver de un hombre
crucificado y con todo el cuerpo atormentado por heridas. En el mandylion había sangre, y no una que otra
gota, sino un borbollón enorme, visible como el que puede salir de un tórax
lacerado.
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