Desde la encomienda de
Barcelona seguimos con el apartado ofrecido para divulgar, la vida y obras del
Padre Pío.
Para ello, hemos recuperado
un nuevo texto de D. José Mª Zavala de su obra “Padre Pío: Los milagros
desconocidos del santo de los estigmas”, donde nos revela la entrega del santo
de los estigmas por acercar las almas a Dios.
Desde Temple
Barcelona, os recomendamos su lectura.
Resulta
imposible iluminar al gigante sin indagar en sus profundas raíces.
Nacido
el 25 de mayo de 1887, miércoles, a las 17 horas en Pietrelcina (Benevento), en
la casa familiar de Vico Storto Valle, 27, Francesco Forgione di Nuncio, como
se le bautizó en la iglesia arciprestal de Santa maría de los Ángeles, prometió
con sólo cinco años “fidelidad” a San Francisco de Asís.
A
esa misma edad, sabemos por su futuro director espiritual, Benedetto de San
Marco in Lamis, que se le apareció el Sagrado Corazón de Jesús en el altar
mayor de la Iglesia ,
indicándole que se acercase hasta él para bendecir con su santa mano la cabeza
del pequeño en agradecimiento por haberle consagrado su amor.
Los
padres de Francesco, Grazio María Forgione y María Giuseppa di Nuncio, eran
campesinos de la Italia
profunda que mantenían laboriosamente a sus siete hijos, dos de los cuales
fallecieron a temprana edad.
El
Padre Martindale aseguraba que Grazio y María Giusseppa recordaban
extraordinariamente en sus facciones, amabilidad y acogida a los padres de
Jacinta y Francisco, los videntes de Fátima.
El
futuro Padre Pío era un niño normal, que jugaba con sus amigos y obedecía a sus
padres. Claro que en alguna ocasión el pequeño espetó a su madre: “No quiero ir
con este niño porque es blasfemo”.
Evitaba
así las malas compañías que ofendían a Dios. Varios vecinos le vieron rezar el
Rosario con nueve o diez años mientras pastoreaba las ovejas. A veces sufría
con paciencia encomiable las burlas de algún compañero.
Desde
la más tierna infancia grabó en su alma la huella de Dios, tanto para la
penitencia como para la oración.
Asiduo
acólito, rezaba siempre de rodillas con gran recogimiento; incluso a puerta
cerrada, con la complicidad del sacristán, con quien quedaba a una hora
concreta para que le abriese la puerta del templo sin que nadie más se enterase.
El
sacerdote Giuseppe Orlando testimoniaba los sacrificios del bambino, a quien reprendió más de una
vez por dormir en el suelo con una piedra como almohada, rechazando la cama que
su madre le había preparado con esmero.
Uno
de sus compañeros de pastoreo, Ubaldo Vecchiarino, confesó que una noche
invernal se acercó con varios amigos a casa de Francesco para espiarle a través
de la ventana: su habitación estaba a oscuras, pero oyeron los golpes de
alguien que parecía azotar su cuerpo con un cordón de cáñamo.
Su
propia madre le sorprendió varias veces flagelándose la espalda con una cadena
de hierro hasta sangrar. Preocupada por su salud, decidió preguntarle otro día
por qué lo hacía. El respondió: “Debo golpearme como los judíos lo hicieron con
Jesús”.
Semejante
sed de sufrimiento no obedecía a un propósito masoquista. Todo lo contrario:
era el niño quien decidía abrazar la
Cruz de Cristo, como lo haría de adulto, para expiar sus
propios pecados y los de gran parte de la Humanidad. El sufrimiento
físico, y sobre todo el moral, tenían por tanto el mismo sentido que Jesús les
dio al extender los brazos en la cruz para redimir al mundo. La mortificación
escondida constituyó siempre para el Padre Pío la piedra de toque del Amor, con
mayúscula. Amor a Jesús, primero, y a los demás como consecuencia de aquél. En
una palabra: Caridad.
Sor
Consolata me comenta sobre él:
“Era
el cantor de la misericordia de Dios. Él mismo solía decir: “He sido portador
de la misericordia de Dios, pero el número de convertidos lo sabremos sólo por
el Cielo”.
Su humildad era proverbial. Cierto día, la
religiosa le dijo:
-Padre,
cuando rezo por usted no sé qué pedir…
-¿No
sabes qué pedir? –se extrañó él. Yo te lo diré. Di al Señor: “Haz que este
pobre desgraciado haga siempre Tu voluntad”.
Y
añadió, con lágrimas en los ojos:
-Te
lo repito; cuando quieras rezar por mí pide solamente esto: “Que este pobre
desgraciado haga siempre Tu voluntad”.
¡Pobre
de mí! –se lamentaba el Padre Pío por carta, el 6 de noviembre de 1919-. ¡Pobre
de mí! No puedo encontrar reposo. Cansado, inmerso en la más extrema angustia,
en la más desesperada desolación. Vivo en la angustia más angustiada, no ya por
no poder encontrar a mi Dios, sino por no poder ganar a todos los hermanos para
Dios. Sufro y busco en Dios la salvación para ellos…¡Qué terrible cosa es vivir
del corazón! Esto obliga a morir en cada uno de los momentos y de una muerte
que no llega nunca a hacerme morir, sino para vivir muriendo y muriendo vivir”.
¿Sufrir?
¿Para qué? ¿Por quién?
Sufrir
para renovar la Pasión
por Jesús. Su continua experiencia mística, bendecido por tan admirables dones,
tenía precisamente como fin aumentar su capacidad de sufrimiento, como advertía
el cardenal Giuseppe Siri.
Sufrir
por todos, sin excepción. “No he venido a salvar a los justos, sino a los
pecadores”, dijo el Señor.
Muchos
“peces gordos”, como el Padre Pío solía llamar a los grandes pecadores,
mordieron el anzuelo de la conversión gracias al infalible cebo del sufrimiento
escondido.
Mary
Pyle, una protestante americana que permaneció muchos años junto a él en San
Giovanni Rotondo tras convertirse al catolicismo, y que a su muerte legó toda
su fortuna a la Iglesia
y al convento de capuchinos de Pietrelcina, ahondaba en ese mismo afán de
capturar almas para el Señor, durante su encuentro con la publicista María
Winowska:
“El
Padre Pío es un especialista en “peces gordos”, como se dice vulgarmente. Pero
no lo olvide: cuando él se hace cargo de uno, es para siempre. En cierta
ocasión, me decía: “Quando io ho
sollevato un ‘anima, non la lascio ricadere più”; “Si alguna vez he
levantado un alma, puede estar muy tranquila, que no la dejaré caer de nuevo”.
También
“levantó el alma” de Domenico Tizzani, “un excelente maestro”, en palabras del
Padre Pío, que le impartió clases particulares durante tres años hasta
completar la enseñanza elemental.
El
profesor había abandonado su ministerio sacerdotal para convivir con una mujer
que le dio una hija. Años después, ordenado ya sacerdote, el Padre Pío pasó
junto a la casa de su antiguo maestro en Pietrelcina. A la entrada, vio llorar
desconsolada a una joven mujer. Era su única hija. Enterado que su padre
agonizaba, no vaciló en socorrerle pese a su condición de excomulgado.
El
último reencuentro entre profesor y alumno fue un calco de la parábola
evangélica del hijo pródigo. Ambos lloraron de inmensa alegría: Domenico,
arrepentido de sus pecados; su confesor, agradecido al Señor por su retorno al
redil.
Días
después, Domenico entregó su alma a Dios en medio de una paz infinita.
¡Cuántas
veces, a lo largo de su vida, el Padre Pío se ofreció al Señor por los demás
como un cordero pascual!
Las
locuciones con personajes celestiales traslucen su pasión incondicional por las
almas. Copiadas y transmitidas por el Padre Agostino de San Marco in Lamis, la
del 28 de noviembre de 1911 dice, por ejemplo, así:
“¡Oh,
Jesús! ¡Te recomiendo aquella alma! Debes convertirla. ¡Oh, Jesús! Te
recomiendo aquella persona: conviértela, sálvala. ¡Oh, Jesús! Convierte a aquel
hombre; te ofrezco por él todo mi propio ser”.
Al
día siguiente, volvía de nuevo a la carga:
“¡Dios
mío! ¡No le castigues! ¡Tampoco a nuestros sacerdotes les castigues! ¡A
nuestros superiores ayúdalos también! ¡Oh, concédele esta gracia! ¡Te he de
cansar! ¡Tú debes decir que sí! ¡Si se trata de castigar a los hombres,
castígame a mí! Debes ayudar a los sacerdotes, principalmente en nuestros
días…”
A
una de sus hijas espirituales, les escribía: “¿Cómo puedo olvidarte a ti, que
me has costado tan duros sacrificios y a quien he engendrado para Dios entre
agudos dolores?”.
Y
a un joven, llegado a San Giovanni desde el confín del mundo, le recordaba: “Yo
te rescaté al precio de mi sangre”.
¿No
se dice acaso en la carta a los Hebreos, “sin efusión de sangre no hay remisión”?
El
Padre Pío hizo suya esta frase de Paulo de Tarso a los Gálatas: “Hijos míos,
por quienes padezco otra vez dolores de parto hasta que Cristo esté formado en
vosotros”.
Sabía
perfectamente que la principal causa de tantos fracasos en las obras de apostolado
era la pretensión de ganar almas para Cristo sin sacrificio personal.
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