Desde la encomienda de
Barcelona continuamos con el apartado dedicado a conocer la vida y obras del
Padre Pío.
Para ello, hemos extraído
un nuevo texto de D. José Mª Zavala de su libro “Padre Pío: Los milagros
desconocidos del santo de los estigmas”, donde nos ofrece los milagros del
santo de los estigmas, que realizó a diferentes personas, intercediendo para
mayor gloria del Señor.
Desde Temple
Barcelona, estamos seguros que con los relatos os emocionaréis.
Ver o no ver
Sin
sufrimiento, tampoco había curaciones…
María
Winowska, Leandro Sáez de Ocáriz, Francisco Sánchez-Ventura y otros tantos
autores daban fe de un nuevo prodigio suyo con la niña Ana María Gemma di
Giorgi, quien, pese a nacer ciega y sin pupilas, recobró la vista al comulgar
de manos del Padre Pío el 18 de junio de 1947.
Años
después, concluida la enseñanza secundaria, se vio a la joven pasear del
bracete de su abuela por San Giovanni. Preguntado por su curación, el Padre Pío
puntualizó: “No me mezcléis en ese asunto… no fui yo sino la Madonna ”.
Pero
dejemos a la protagonista, Ana María Gemma di Giorgi, que explique cómo empezó
todo:
“Yo
nací precisamente en la
Nochebuena de 1939, noche santa que conmemora el nacimiento
del Niño Jesús. Mis padres afirmaban que mis ojos estaban medio cerrados, pero
no percibieron en ellos nada anormal. Fue a los tres meses, aproximadamente,
cuando mi madre, mientras me bañaba, notó que mis ojos no reflejaban su imagen
como en los otros niños; reparó entonces en que carecía de pupilas. Espantada,
se precipitó con mi abuela en casa del médico, quien me llevó luego a dos
especialistas que no dudaron en declararme ciega por falta de pupilas. Mi madre
tenía entonces dieciocho años y, aunque bastante inteligente, no comprendía en
su ingenuidad lo irremediable de mi mal. Mi abuela, en cambio, consciente de mi
oscuro destino, comprendió que la única esperanza de curación dependía de un
milagro del Cielo. Como tenía muy pocos meses, yo no me daba cuenta de lo que
pasaba, por lo que ruego a mi abuela que continúe este relato, explicando cómo
el Señor tuvo la bondad de concederme la vista por intercesión del Padre Pío de
Pietrelcina.”
La
abuela conoció entonces, por una monja, la existencia del Padre Pío.
Soñó
con el fraile la noche siguiente y decidió escribirle a San Giovanni Rotondo,
relatándole la odisea de su nietecita.
Entre
tanto la religiosa, que ya había escrito al Padre Pío, recibió poco después una
postal suya que decía: “Te aseguro que rezaré por la niña, pidiendo lo que más
le convenga”.
Abuela
y nieta se encaminaron finalmente a San Giovanni, donde tuvo lugar el prodigio,
como ya sabe el lector. Los médicos aseguraron que, sin pupilas, la niña no
podía ver. Pero lo cierto era que la pequeña veía perfectamente y consagró su vida
a Dios, cambiando su nombre por el de Ángela de la Divina Misericordia.
Como
ella, Grazia Siena, ciega de nacimiento, también recuperó la vista al cabo de
veintinueve años por intercesión del Padre Pío.
El
mismo fraile que medió en la curación de Gemma y de Grazia, optó en cambio por
el más absoluto mutismo con el ciego Petruccio, a quien todo el mundo conocía
en San Giovanni Rotondo en los años sesenta.
El
Padre Pío, que amaba a Petruccio, le dijo un día:
-¡Tú
sabes que hay muchos en el mundo que pecan por sus ojos…!
A
lo que el pobre ciego repuso:
-Entonces,
Padre: que el Señor tome los míos… Se los ofrezco por todos los pecadores.
Desde
aquel día, el Padre Pío guardó a Petruccio como el más preciado tesoro para la
expiación de las almas.
De muribundas, nada
Las
curaciones provenían incluso del otro lado del Atlántico, como la de la Madre Teresa Salvadores,
superiora del taller-escuela de la Medalla
Milagrosa de la
Ciudad de Montevideo, en Uruguay.
El
converso Alberto del Fante recordaba que esta monja se debatía entre la vida y
la muerte a principios de 1921. El informe médico era descorazonador: la
paciente adolecía de una grave afección cardíaca, con lesión en las aortas,
unida a otros gravísimos problemas gástricos originados por un cáncer de
estómago que le carcomía las entrañas.
La
religiosa no podía moverse de la cama si no era con ayuda de sus hermanas;
tampoco toleraba ya ninguna clase de
medicamento, salvo las inyecciones de morfina que retardaban su agonía.
En
noviembre de aquel año, la comunidad escribió al Padre Pío pidiéndole un
milagro, mientras la enferma aguardaba ya resignada su final, habiendo
renunciado incluso a la morfina.
Damiani
conservaba como oro en paño un tesoro traído de su reciente visita a San
Giovanni Rotondo: uno de los guantes del Padre Pío.
La
propia Madre Teresa Salvadores desvelaba lo que a continuación sucedió:
“Me
pusieron el guante, primero al lado de donde tenía una hinchazón tan grande
como un puño; luego en la garganta, donde sentía que me asfixiaba. Me adormecí
de inmediato. En mi sueño vi al Padre Pío que me tocaba en el costado dolorido;
después me sopló en la boca, diciéndome muchas cosas que no eran de este mundo.
El hecho es que, al cabo de tres horas, desperté y pedí mi hábito para
levantarme de la cama donde yacía desde hacía meses… Me incorporé sin ayuda de
nadie y bajé a la capilla… Al mediodía fui al refectorio y yo, que desde hacía
tiempo no probaba bocado, comí incluso más que mis hermanas… Desde aquel día no
he vuelto a sentir nada.”
Su
propio médico, Juan Bautista Morelli, profesor ordinario de la Universidad de
Montevideo, viajó luego a Italia para conocer al Padre Pío y regresó a su país
convertido en un hombre nuevo.
La
misma suerte que la Madre Teresa
corrió la terciaria franciscana Paulina Preziosi, madre de cinco hijos.
Desahuciada por su médico a causa de una grave pulmonía, su familia pidió
también auxilio al Padre Pío. “Díganle que no tenga miedo, porque resucitará
con el Señor”, sentenció el fraile.
La
noche del Viernes Santo, mientras la enferma rogaba al Señor que la curase en
atención a sus cinco hijos, se le apareció el Padre Pío: “No temas –le dijo-.
No temas, criatura de Dios. Ten fe y espera. Mañana, cuando suenen las
campanas, estarás curada”.
Esa
misma noche, la mujer entró en coma; su familia preparó la mortaja para
revestirla en cuanto falleciese.
Pero
al día siguiente, al toque de las campanas del Cristo Resucitado, Paulina
Preziosi se incorporó de la cama movida por una fuerza sobrenatural mientras
entonaba loas a Jesús y alabanzas al Padre Pío.
Infinita
es la misericordia del Señor.
La Misericordia del Señor, a través de instrumentos como el Padre Pío,se manifiesta curando el dolor del ser humano y trayendo esperanza y calor a los corazones. Bendito sea Dios en su Infinita Misericordia.
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