Desde la encomienda de
Barcelona, seguimos con la segunda parte del apartado destinado a saber algo
más sobre los elementos que pudo venerar la Orden del Temple. Para tal fin, hemos extraído un
nuevo texto escrito por la paleógrafa italiana Barbara Frale, de su libro “I templari
e la sindone di Cristo”, donde nos pincela argumentos que como mínimo, hacen
reflexionar.
Desde Temple Barcelona
recomendamos su lectura.
Ecce homo!(III)
7. De carne y sangre: IIª parte
En
lugar del Rey de los Reyes, lo que encontraron en Edesa fue el Hombre de los
dolores. Nada podía estar más lejos de la gloria del emperador bizantino que
aquella visión piadosa, que parecía el símbolo mismo de la humanidad vencida
por el dolor y la muerte. Sin embargo, había en el mandylion algo inefable que las fuentes no nos describen, y eso fue
lo que animó a los funcionarios a presentarse ante el emperador con el objeto
tan radicalmente distinto de lo que se esperaba. Las fuentes que relatan su
llegada a la capital contienen ciertos detalles curiosos, difíciles de entender
en un primer momento: los hijos del emperador Romano miran la reliquia, pero no
consiguen distinguir los detalles, mientras que su yerno Constantino
Porfirogéneta, que heredará el trono, percibe enseguida todas las
particularidades y experimenta una gran emoción.
¿Qué
significa todo esto? Si este relato se refiere a la Sábana Santa de Turín, como
sostiene Ian Wilson, parece muy fiable, porque como se sabe, la imagen del
sudario tienen la curiosa propiedad óptica, ya señalada más arriba, de que sólo
es visible si se lo mira de al menos dos metros de distancia, pero desaparece
rápidamente cuando uno trata de acercarse a la tela. Mi impresión personal es
que ha de haber algo más, es decir, que Constantino VII consigue ver la imagen
porque es capaz de aceptarla tal como es: por alguna razón especial, a
diferencia de tantos hombres de su tiempo y de tantos otros que lo habían
precedido, logró captar el valor de un retrato de Cristo con los signos
indudables del sufrimiento y de la muerte. Es seguro que el descubrimiento de
la verdadera “identidad” del mandylion
produjo una conmoción y planteó el delicado problema de justificar que la
tradición lo hubiese ocultado siempre tras la apariencia de un simple retrato;
pese a todo, Gregorio el Referendario apostó por su autenticidad porque estaba
seguro de que el emperador lo recibiría con mucha satisfacción e incluso que
descubriría la increíble novedad.
Romano
I había tenido que luchar durante mucho tiempo contra los paulicianos y otros
grupos heréticos que continuaban manifestándose en el territorio del imperio y
aprovechando la cuestión religiosa para poner en tela de juicio la autoridad
imperial. Los paulicianos y otras sectas del mimo tipo derivaban sus creencias
de la antigua herejía del gnosticismo, que en los primeros siglos de la era
cristiana había sembrado gran confusión doctrinal, sobre todo entre las
iglesias de Oriente Medio. Pese a estar divididos en muchos grupos que
respondían a distintos evangelios, los gnósticos tenían en común la convicción
de que Jesús no había dio en realidad un hombre de carne y hueso, sino un puro
espíritu, una especie de ángel aparecido en la tierra, pero que no tenía un
cuerpo de carne, sino únicamente una apariencia humana. El Cristo era un
símbolo y al mismo tiempo un mensajero celestial que se había manifestado en
medio de los hombres para enseñarles cómo alcanzar el conocimiento de Dios (en
griego, gnosis); y una vez cumplida
su misión había vuelto a su dimensión originaria. Según los gnósticos, Cristo
nunca se había encarnado, nunca había sufrido la Pasión , nunca había muerto
y por tanto tampoco había resucitado. El emperador Romano I había comprendido
que una lucha religiosa no se podía librar con la mera fuerza del ejército,
sino que necesitaba también la confrontación en el terreno de las ideas. Ya el
famoso mandylion del que hablaba la
tradición podía ser útil para desmentir a los herejes, porque era un retrato
realista del rostro de Cristo, mientras que ellos decía que Cristo nunca había
poseído un verdadero cuerpo humano; este extraño, este inquietante objeto que
llegaba de Edesa, sin embargo, lo mostraba bajo la forma de una naturaleza
tremendamente humana, de un realismo doloroso e impactante. Poseer su sudario
funerario con todos los signos de la
Pasión , embebido incluso de la sangre surgida de su costado,
era demostrar a todo el mundo la falsedad de la prédica de los herejes.
Gregorio
el Referendario frecuentaba la corte de Romano I debido a sus tareas
diplomáticas y seguramente conocía la naturaleza de la familia imperial. Era un
diplomático y sabía de política: consideró que la reliquia podía ser también un
arma poderosísima de lucha ideológica contra la proliferación de herejías y que
al menos alguien de la familia de Romano I sabría apreciarla, sin duda. Fue un
juicio perspicaz, pues en el curso de sólo unos meses el joven Constantino VII
Porfirogéneta ascendió al trono de Bizancio y convirtió al mandylion en el objeto más venerado y celebrado de todo el imperio.
De
hecho, justamente durante el larguísimo reinado de este hombre, el pensamiento
religioso bizantino tuvo un desarrollo notable y puso en primer plano de la
liturgia y de la teología la figura del Cristo sufriente, el cuerpo muerto y
martirizado por la Pasión ,
mientras que anteriormente sólo había exaltado la de la Resurrección
resplandeciente de gloria. También se introdujo un nuevo elemento de la
liturgia, llamado epitàphios, un paño
que llevaba la imagen recamada o pintada del Cristo en el sepulcro antes de la Resurrección , con las
manos unidas sobre el pubis, exactamente como se ve hoy en la Sábana Santa de Turín. Es muy
difícil, tal vez históricamente imposible, que este cambio fuera independiente
de lo que acababa de descubrirse acerca de la verdadera naturaleza del mandylion. Lo que se veía en la tela
cuando se la desplegaba produjo en los contemporáneos una impresión tan fuerte
como para orientar la investigación teológica en direcciones inexploradas, y tan poderosa
como para cambiar la sensibilidad religiosa de un mundo. Bizancio descubría el
crucifijo como la imagen de un hombre aniquilado por la violencia de otros
hombres, desnudo, ensangrentado, la cabeza caída sobre el pecho y ya sin
aliento. Durante siglos se lo había representado siempre con los ojos abiertos
de un hombre vivo y el rostro sereno, sin la más mínima huella de dolor, a
menudo hasta lujosamente vestido de color púrpura y una diadema de oro en la
cabeza, en lugar de la Corona
de Espinas. Durante casi mil años, los fieles habían venerado la absurda imagen
de un emperador suntuosamente ataviado, majestuosos e impasible, que ha llegado
a la cruz casi por azar; en el fondo, aunque sin incurrir en herejía, la idea
de que el Elegido de Dios pudiera ser ajusticiado como un criminal era dura de
oír. Ahora, en cambio, los teólogos contemplaban una dimensión nueva de la fe:
los místicos se distinguían por su llanto sobre las heridas de Jesús.
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