Desde la encomienda de
Barcelona, hoy conmemoramos el Día de los Difuntos, jornada especial para rezar
por las almas que están en el purgatorio; es decir aquéllas que no son todavía
puras para poder arribar al Reino de Dios.
Para esta ocasión
hemos creído interesante sustituir los espacios físico-temporales como son: el
Cielo, el Purgatorio o el Infierno, para centrarnos en los estados psicológicos
de los humanos, aquéllos que nos atormentan o nos elevan, dependiendo de cómo nos
vemos a nosotros mismos.
Para ello, hemos
encontrado apropiado, compartir con todos vosotros un cuento del poeta español
Gustavo Adolfo Bécquer, donde su autor, utiliza lo fantástico y lo sobrenatural
como herramienta para la búsqueda de lo real.
Desde Temple
Barcelona, esperamos que ambas lecturas –la de ayer y la de hoy- las hayáis
encontrado originales.
Apólogo
Brahma
se mecía satisfecho sobre el cáliz de una gigantesca flor de loto que flotaba
sobre el haz de las aguas sin nombre.
El
éter encendido palpitaba en torno a las magníficas creaciones, misterioso
producto del consorcio de las dos potencias místicas.
Brahma
había deseado el cielo, y el cielo salió del abismo del caos con sus siete
círculos y semejante a una espiral inmensa.
Había
deseado mundos que girasen en torno a su frente, y los mundos comenzaron a
voltear en el vacío como una ronda de llamas.
Había
deseado espíritus que le glorificasen, y los espíritus, como una savia divina y
vivificadora, comenzaron a circular en el seno de los principios elementales.
Unos
chispearon con el fuego, otros giraron con el aire, exhalaron suspiros en el
agua o estremecieron la tierra, internándose en sus profundas simas.
Visnú,
la potencia conservadora dilatándose alrededor de todo lo creado, lo envolvió
en su ser como si lo cubriese con un inmenso fanal.
Siva,
el genio destructor, se mordía los codos de rabia. El lance no era para menos.
Había
visto los elefantes que sostienen los ocho círculos del cielo, y al intentar
meterles el diente, se encontró con que eran de diamante; lo que dice sobrado
cuán duros estaban de roer.
Probó
descomponer el principio de los elementos y los halló con una fuerza
reproductora tan activa y espontánea que juzgó más fácil encontrar el último
punto de la línea de circunferencia.
De
los espíritus no hay para qué decir que, en su calidad de esencia pura,
burlaron completamente sus esfuerzos destructores.
En
tal punto la creación y en esta actitud los genios que la presiden, Brahma,
satisfecho de su obra, pidió de beber a grandes voces.
Diéronle
lo que había pedido, bebió, y no debió de ser agua, porque los vapores,
subiéndosele a la cabeza, le trastornaron por completo.
En
este estado de embriaguez deseó alguna cosa muy extravagante, muy ridícula, muy
pequeña; algo que formara contraste con todo lo magnífico y lo grandioso que
había creado: y fue la humanidad.
Siva
se restregó las manos de gusto al contemplarla.
Visnú
frunció el ceño al ver encomendada a su custodia una cosa tan frágil.
Los
hombres, en tanto, andaban mustios y sombríos por el mundo, ocultándose
avergonzados los unos de los otros, cerrando los ojos para no ver a su
alrededor tanto grande y eterno, y no compararlo involuntariamente con su pequeñez
y su miseria.
Porque
los hombres tenían la conciencia exacta de sí mismos.
¿Queréis
acabar de una vez con vuestros males? -les dijo Siva-. ¿Queréis morir?
-¡Sí,
sí! -exclamaron en tumulto-. ¿Para qué queremos este soplo de existencia?
-Yo
soy un estúpido, lo sé, y me avergüenzo de mi barbarie -decía uno.
-Yo
soy deforme -añadía el otro-, y me entristece el espectáculo de mi ridiculez.
-Y
tenemos estas y estas fallas y aquellas y las otras miserias -proseguían
diciendo los demás, enumerando el cúmulo de males y defectos de que entonces,
como ahora, se hallaban plagados los hombres.
-Es
cosa hecha -dijo Siva, viendo la decisión de la humanidad entera.
Y
levantó la mano para destruirla; pero en aquel instante se interpuso Visnú.
-Esperad un día -exclamó, dirigiéndose a los hombres-, un día no más. Voy a
daros de beber un elixir misterioso. Si mañana después de haberlo bebido
queréis morir, que vuestra voluntad se cumpla.
Los
hombres aceptaron, y Siva dejó su presa refunfuñando entre dientes, porque
conocía el ingenio y la travesura de su competidor. Visnú que efectivamente era
hombre, digo mal, era dios de grandes recursos en las ocasiones críticas, se
las compuso de manera que a las pocas horas tenía ya hecho y embotellado su
elixir en tal cantidad que tocó a frasco por barba.
Pasó
la noche, durante la cual los hombres no hicieron otra cosa que sorber por la
nariz aquella especie de éter mágico; y cuando tornó a brillar la luz, vino
Siva de nuevo a renovar sus proposiciones de muerte.
Los
hombres, al oírle, comenzaron por maravillarse y acabaron por reírsele en las
barbas.
-¡Morir
nosotros -exclamaron-, cuando un porvenir inmenso se abre ante nuestra vista!
Yo
-decía el uno- voy a conmover el mundo con la fuerza de mi brazo.
-Yo
voy a hacer mi nombre inmortal en la tierra.
-Yo,
a avasallar los corazones con el encanto de mi hermosura.
-Y
así, todos iban repitiendo;
-¡Morir
yo, que siento arder en mi frente la llama del genio; yo, que soy fuerte; yo,
que soy hermoso, yo, que seré inmortal!
Siva
no daba crédito a sus ojos, y unas veces le daban ganas de rabiar y otras de
reír a carcajada tendida ante el espectáculo de tan ridícula transformación. En
aquel momento pasaba Visnú a su lado, y el genio destructor no pudo menos de
dirigirle estas palabras:
-¿Qué
diantre les has dado a estos imbéciles, que ayer estaban todos mustios,
cabizbajos y llenos de la conciencia de su pequeñez, y hoy andan con la frente
erguida, burlándose los unos de los otros, creyéndose cada uno cual un dios?
Visnú,
con mucha sorna, y dándole un golpecito en un hombro, se inclinó al oído de
Siva y le dijo en voz muy baja:
-Les
he dado el amor propio.
Apólogo, Gustavo
Adolfo Bécquer. La
Gaceta Literaria 28 de febrero, 1863
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