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miércoles, 7 de abril de 2010

Los diez pensadores más grandes de todos los tiempos: 4. Santo Tomás de Aquino


Desde la encomienda de Barcelona, deseamos compartir el siguiente texto del escritor y filósofo Will Durant, de su libro “Las ideas y las mentes más grandes de todos los tiempos”, donde recoge a Santo Tomás de Aquino, imprescindible para aquellas personas que deseen profundizar para conocer el verdadero pensamiento filosófico que esconde el sentimiento cristiano en la Edad Media, y que afortunadamente, aún queda latente.

Esperamos sea de vuestro agrado.

Así que en Grecia pasa rápidamente y llegamos a Roma. ¿Quiénes fueron allí los grandes pensadores? El primero y el mejor de todos fue Lucrecio y, sin embargo, su filosofía no era la suya propia sino que, con modesto candor, fue adjudicada a Epicuro y como su influencia sobre su propia gente y la posteridad fue esotérica y esporádica, tocando únicamente las mentes más preclaras, tendremos que dejarle fuera de nuestro círculo, consolado con su alto lugar en la literatura del mundo. Y cuando a Séneca, Epicteto y Aurelio, fueron demasiado de los griegos, adaptadores de la apatía de Zeno hacia una Roma moribunda. Mientras ellos escribían, la vieja civilización estaba desapareciendo; la fuerza había huido de los tendones y nervios de su gente; los hombres libres eran sustituidos en todas partes por esclavos y las orgullosas ciudades libres del pasado eran humilladas con el vasallaje y los tributos. La clase dominante se dividió en pródigos epicúreos o en espartanos estoicos, demasiado militantemente austeros como para complacerse en los deleites de la filosofía. De repente, el antiguo edificio se colapsó y la civilización europea quedó hecha ruinas.

Volvió a empezar de nuevo cuando la Iglesia solucionó la lucha de facciones con la autoridad mística de la palabra, que hizo que los hombres volvieran de los campos de batalla a una vida estable. Los emperadores pasaron, los Papas permanecieron; las legiones ya no marchaban, pero los monjes y misioneros de la fe ascendente creaban calladamente un nuevo orden en el que el pensamiento pudiera volver a crecer una vez más. ¡Qué larga, triste y deprimente fue esta segunda adolescencia de la mente consciente europea! Incluso en la actualidad, estamos tan precariamente establecidos en la Ilustración que todavía podemos sentir, como si fuera un recuerdo, la inquisición tenebrosa de tantos años.

Y luego creció el comercio, las villas se doctoraron y se convirtieron en ciudades, las escuelas en universidades y de nuevo fue posible que una parte de la humanidad fuera liberada de los trabajos pesados para poder dedicarse al ocio y al lujo del pensamiento. Abelardo despertó a la mitad de un continente con su elocuencia. Buenaventura y Anselmo establecieron en una teología majestuosa la lógica de la fe medieval. Cuando el trabajo de preparación hubo terminado, llegó otro Aristóteles, Santo Tomás de Aquino, un hombre que hizo del Universo su especialidad y que construyó un frágil puente de razón sobre los abismos que superaban el conocimiento y la creencia. Lo que Dante hizo para las esperanzas y temores del renacimiento católico. Santo Tomás de Aquino lo logró con su pensamiento; unificó el conocimiento, lo interpretó y lo concentró todo en los grandes problemas de la vida y de la muerte. Ahora el mundo no le sigue, porque prefiere a un Tomás dubitativo a uno dogmático, pero hubo un tiempo en que cada intelecto honraba al Doctor Angélico y cada filosofía tomaba su gigantesca Summae como sus premisas. Incluso hoy, en cien universidades y en mil facultades, su pensamiento sigue siendo reverenciado como más sólido que la ciencia, y u filosofía es el sistema oficial de la iglesia más poderosa de la cristiandad. Puede que no le amemos como hemos amado a los rebeldes y a los mártires de la filosofía, pero a causa de su modesta supremacía en un gran siglo y de su vasta influencia sobre millones y millones de seres humanos, debemos reservarle un lugar en nuestra letanía del pensamiento.

No dudo que en algunos corazones se romperán ante esta selección, incluyendo el del autor. Hay tantos nombres más que uno podría invocar aquí de un modo más amante que el de Tomás de Aquino, nombres mucho más compatibles con el mundo moderno; nombres como los de Spinoza o Nietzsche, por los que uno podría sentir un afecto apasionado, en lugar de un mero respeto intelectual. Pero si no respetamos las normas que nosotros mismos hemos establecido. Daría lo mismo que abandonáramos al instante nuestra búsqueda; nuestra lista sería entonces un álbum de favoritos, en lugar de una galería de grandes mentes.

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