Ecce homo!(III)
Desde la encomienda de
Barcelona, volvemos a compartir más datos con todos vosotros sobre la imagen que los templarios veneraron. Para ello hemos
seleccionado un nuevo capítulo de la paleógrafa italiana Barbara Frale, extraído
de su libro “I templari e la sindone di Cristo”, donde nos aporta nueva
información para esclarecer qué fue o a quién representaba el “baphomet”
templario..
Desde Temple Barcelona
os recomendamos su atenta lectura.
4.El poder del contacto
Fuera
quien fuese el misterioso hombre que veneraban los templarios, lo cierto es que
lo consideraban sagrado y poderoso, hasta tal punto que alguien, en algún
momento todavía por precisar, llegó a pensar que era conveniente hacer que su
carisma protegiese físicamente a los templarios durante toda su existencia. Y
hacerlo incluso sin que ellos lo supieran, gracias a un pequeño objeto que
conservaba y transmitía su poder. Las fuentes del proceso abundaban en
testimonios que atribuyen una sacralidad muy especial al cordoncillo de hilo de
lino que llevaban puesto los templarios, sacralidad que provenía del contacto
con un objeto digno de la máxima reverencia: sólo pocos de ellos sabían que
había sido consagrado con el poder de algo venerable en grado sumo, y en el
sino de esta pequeña minoría sólo alguno era consciente de que los cordoncillos
eran ellos mismos poderosas reliquias porque su carácter sagrado se debía al
contacto con el “ídolo”.
La
costumbre de llevar siempre un cordoncillo de lino sobre la camisa, incluso por
la noche, ya había sido introducida por san Bernardo en la regla templaria
aprobada en Troyes en 1129. Su significado era sobre todo simbólico, porque
representaba una advertencia sobre la necesidad de mantener el voto de
castidad. Dormir con los calzones y el cinturón ceñido sobre la camisa quería
decir en el fondo dormir vestidos, y esto se tenía por algo muy decoroso, dado
que en los dormitorios las camas de los hermanos de la orden estaban una junto
a otra: las luces de pequeñas lámparas ardían toda la noche para proteger la
intimidad honesta, desalentando a todo tipo de malintencionados y a las
personas en busca de encuentros indecorosos.
Pero
con el paso del tiempo se perdió la conciencia de ese significado antiguo, a
tal punto que en el momento del proceso sólo lo recordaban unos pocos. En el
curso del siglo XIII cobró vida una nueva tradición simbólica asociada al
cordoncillo, que se expandió porque la tradición originaria había quedado
obsoleta: ya en 1250 los templarios acostumbraban consagrar cordones de su
hábito poniéndolos en contacto con los lugares más importantes de Tierra Santa
vinculados a la vida de Jesús, o bien con reliquias particulares que se
guardaban en Outremer y por las que
la orden profesaba gran veneración.
El
caballero Guy Dauphin, preceptor del Temple en la región francesa de Auvernia
y miembro del Estado Mayor, lo explicaba
claramente durante el proceso:
…dijo
que se ceñían un cordoncillo sobre la camisa con la que dormían en señal de
castidad y de humildad; los cordoncillos que él mismo se ceñía habían estado en
contacto con una pilastra que se hallaba en Nazaret, exactamente en el lugar en
que el ángel hizo su anuncio a la beata Virgen María, mientras que otros habían
estado en contacto con reliquias preciosas que se guardaban en ultramar, como,
por ejemplo, las de los santos Policarpo y Eufemia.
Guy
Dauphin había sido recibido entre los templarios en 1281, pero la costumbre de
consagrar los cordoncillos mediante el contacto con las reliquias era más
antigua: el fraile caballero Gérard de Saint-Martial, que en el momento del
proceso era anciano, había entrado en el Temple en 1258 y contó que ya entonces
se estilaba convertir el cordón en reliquia consagrándolo con el carisma sacro
que emanaba de la basílica de Nazaret, en el lugar donde el arcángel Gabriel
había llevado a la Virgen
el anuncio de la
Encarnación.
¿Cómo
se explica esto? La respuesta es muy simple y se encuentra ya en la Biblia, que
expresa la mentalidad religiosa de los hebreos, de donde deriva la de los
cristianos. Cuando Dios se apareció a Moisés en el monte Horeb como zarza
ardiente que no se consumía, le ordenó que se quitase las sandalias porque
aquello era suelo santo (Éxodo 3, 1-6). El lugar conservaría para siempre parte
del poder de aquel Ser Supremo que allí se manifestaba, y entrar en contacto
con el lugar sagrado aportaría siempre gran beneficio para los fieles.
Con
posterioridad a 1250, con Jerusalén perdida decenios atrás y cada vez más
lejana la perspectiva de recuperarla, los templarios sintieron la necesidad de
mantener un contacto físico, concreto, con los lugares de la vida de Cristo;
fue así como adquirieron el hábito de procurarse reliquias personales que
pudieran llevarse siempre encima como defensa de los pecados del alma y los
riesgos de la batalla: en el fondo, esto respondía bien a su perfil de orden
militar y religioso, y el propio san Bernardo había subrayado que el templario
siempre, todos los días de su vida, combatía en dos frentes. Durante las
décadas precedentes, cuando Jerusalén y el Santo Sepulcro estaban bajo custodia
cristiana, los templarios se reunían en la gran basílica para celebrar
liturgias nocturnas particulares de las que las fuentes no nos dicen nada:
probablemente consagraban sus cordoncillos, símbolo de los votos religiosos del
Temple, poniéndolos sobre la piedra donde había sido depositado el cadáver de
Jesús tras la crucifixión. En ese caso, los convertían por esa vía en
invaluables reliquias de la
Pasión de Cristo que llevarían siempre encima para que
cuidaran de su salvación física y espiritual. Más tarde, perdido el Sepulcro
por la reconquista de Saladino, tuvieron que resignarse a consagrar sus
cordones con otra cosa: lugares santos del reino cristiano, sí, pero sin duda
no tan valiosos como el Sepulcro, o bien ciertas reliquias de las que la orden
se había apoderado y que en la segunda mitad del siglo XIII constituían un
tesoro que se conservaba en la ciudad de Acre.
Entre
los templarios circulaba el rumor de que el misterioso “ídolo” se conservaba
precisamente en el tesoro de Acre, y todo hace pensar que su identidad fue un
secreto para la mayoría de los frailes. Fuera como fuese, en la orden había
muchas copias distribuidas entre las diversas encomiendas; al parecer, estas
imágenes no eran expuestas sólo a la veneración de los templarios, sino también
a la de los fieles laicos que frecuentaban las iglesias del Temple, como si
pertenecieran a un misterioso personaje sagrado que protegiera de modo especial
a la orden. Se tenía al retrato más por una reliquia que por una simple imagen,
se lo conservaba y exponía junto con las otras reliquias de los templarios e
incluso la liturgia con la que se lo veneraba preveía justamente aquel beso
ritual que por tradición se daba a las reliquias. Según algunos templarios,
llamaban “el Salvador” al ídolo; no se rezaba para pedirle favores materiales
como riqueza, éxito con las mujeres o poder en el mundo, sino el más alto de
los valores cristianos, la salvación del alma.
¿Es
posible saber con certeza quién era el hombre representado en ese retrato?
Afortunadamente, sí. En el año 1268, el sultán Baibars se apoderó de la
fortaleza de Safed, que había estado en posesión de los templarios; sin duda,
se asombró de encontrar en la sala principal de la fortaleza, precisamente en
la que se celebraba el capítulo de la orden, un bajorrelieve que representaba
la cabeza de un hombre con barba. El sultán no supo quién era aquel hombre, y
tampoco el historiador moderno puede formular una hipótesis al respecto, pues
el monumento fue destruido. De todos modos, hay algunas representaciones del
mismo personaje en objeto s que sin duda pertenecieron a los templarios, que se
conservan todavía hoy y que permiten no sólo ver la identidad del misterioso
hombre, sino incluso palparla: se trata de unos sellos del maestre del Temple
que se conservan en archivos de Alemania, y que llevan en su reverso
precisamente el retrato de un hombre con barba, y de una tabla que se encontró
en la iglesia de la residencia templaria de Templecombe, Inglaterra.
No
cabe duda de que en todos los casos son copias del rostro de Cristo,
representado sin aureola ni cuello, como si de alguna manera hubiera sido
separada del resto del cuerpo. Es un modelo iconográfico bastante raro en la Europa medieval, pero
extremadamente extendido en Oriente, porque reproduce el verdadero aspecto de
Cristo tal como aparecía en el mandylion,
la más preciosa de las reliquias en poder de los emperadores bizantinos. Según
una tradición muy antigua, se trataba de un retrato de Cristo no producido por
mano humana, sino de manera milagrosa cuando Jesús se pasó por la cara una
toalla (mandylion, en griego); no era
un retrato propiamente dicho, es decir un dibujo, sino más bien una impronta,
una estampación. Guardado en el gran sagrario del palacio imperial de Constantinopla,
el mandylion fue copiado innumerables veces en frescos, miniaturas e iconos
sobre madera, y poco a poco la tradición de este retrato milagroso se difundió
también en Occidente. Todavía hoy, en algunas de las basílicas más importantes
de Europa quedan obras de arte que lo reproducen, como por ejemplo el icono
sobre tejido conocido como Santo Rostro de Manoppello, las que se conservan en
Génova, Jaén, Alicante, la que se guarda en la basílica de San Pedro en el
Vaticano, dentro de la capilla de Matilde de Canossa: en todos los casos son
copias del mandylion realizadas en
Oriente.
La
tabla que se encontró en la iglesia templaria de Templecombe parece muy
interesante porque reproduce directamente la forma del estuche-relicario de
Constantinopla tal como se la ve en muchas representaciones, ante todo en la
espléndida miniatura perteneciente al códice Rossiano griego 251 de la Biblioteca Apostólica
Vaticana: el rostro se muestra inserto en una especie de custodia rectangular
que tiene las dimensiones precisas de una toalla, más ancha que larga, y esta
custodia tiene una abertura en el centro que deja ver sólo el rostro de Cristo,
separado del cuello y del resto del cuerpo. En el icono de Templecombe, la
forma de este recuadro que deja ver los rasgos humanos de Jesús y los destaca
de la cubierta en un elegante motivo geométrico cuadrifolio muy apreciado en
Oriente y que ya en el siglo IX se usaba en los relicarios bizantinos.
Por
tanto, en sí mismo, el fantasmagórico ídolo de los templarios era un tipo muy
particular de retrato de Jesús, pero en la confusión de los interrogatorios,
muchos frailes, sometidos a tortura o bien sugestionados por los inquisidores,
terminaron por describir todo lo que de alguna manera pudiera asemejarse a
aquella extraña cabeza masculina sobre la que los inquisidores querían
informaciones a toda costa. Era un retrato que respondía al estilo de la
iconografía oriental, importada de Constantinopla, pero poco conocida en
Europa, y estaba presente en muchas encomiendas de la orden en distintas
formas, como iconos pintados sobre madera, bajorrelieves o en forma de tela de
lino, aunque en este último caso con la representación del cuerpo entero. El
último de estos objetos únicamente lo vieron unos frailes en el sur de Francia:
no parecía una pintura, sino más bien una imagen de rasgos indefinidos y era
monocromática. Se trataba de un retrato absolutamente particular, imposible de
reconocer para quien no tuviera conocimiento de ciertos hechos: reproducía a
Cristo en una versión trágicamente humana, muy distinta de la del Resucitado a
la que los templarios estaban acostumbrados. Y todo hace pensar que los
dirigentes de la orden tuvieron sus razones para mantener en secreto su
existencia.
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