Desde
la Encomienda de Barcelona queremos compartir con todos vosotros una nueva
leyenda templaria. Esta vez la historia, sucede en tierras gallegas. El texto
en cuestión, realizado por el investigador histórico, el valenciano D. Santiago
Soler Seguí, cuya publicación la hemos entrado en el libro “Codex Templi”.
Desde
Temple Barcelona, deseamos que su lectura os entretenga.
El paisaje norteño
que sirve de escenario a esta leyenda aparece maravillosamente descrito en los
versos de “El último templario”, tradición gallega recogida por José Castro
Pita:
“En
medio de los mares, besado por la espuma, las ruinas de un castillo del Temple
yo admiré, y vi a sus caballeros en mitad de las brumas, blandiendo sus espadas
por la cristiana fe”.
Cuenta la historia
que el joven Guillelme se debatía entre su alma guerrera y aventurera, y su
corazón melancólico y enamorado. Como sus antepasados, soñaba con poder
participar en los juegos florales, componer bella poesía, ser capaz de
transmitir los sentimientos más profundos, pero también soñaba con la idea de
cabalgar hacia Jerusalén, defender sus murallas, expulsar al infiel de Tierra
Santa y proteger a los peregrinos, como la Orden del Temple.
Mas el bueno de
Guillelme sentía que sus fuerzas flaqueaban cada vez que pensaba en una bella
joven, hidalga honesta, que ocupaba su corazón.
Así ocurrió que una noche,
bajo el amparo de las estrellas y al resplandor de la luna, el joven Guillelme
cruzó una tierna mirada y un profundo suspiro con la hermosa joven Rosalía, que
lo estaba esperando junto a una enorme cruz de piedra próxima a un templo.
Fue en ese momento
cuando el joven caballero, sacando fuerzas de flaqueza, le contó a la dama su
intención de ser templario. Rosalía entre sollozos y lágrimas, intentó en vano
que el joven renunciara a su idea, y entristecida y llorosa, le hizo un último
ruego:
-Si muero, tal vez mi
cadáver deje fuera del ataúd la mano de desposada, si es así, estréchala tú
entonces, pero pronuncia también mi nombre antes de tu muerte.
No hay datos sobre
las andanzas del valeroso Guillelme. Es de suponer que ingresó en la Orden del
Temple, seguramente en la encomienda de San Fiz do Ermo, o tal vez en otra de
menor importancia aunque subordinada a la principal de San Fiz.
Galicia se encontraba
por aquel entonces en la retaguardia de la Reconquista, por lo que la función
principal de las encomiendas templarias en esa región estaba relacionada con la
administración y la intendencia. No obstante, cabe pensar que Guillelme
realizaría alguna actividad militar, como era su deseo, protegiendo a los
peregrinos contra los salteadores que infestaban los caminos, no en Tierra
Santa, sino en Galicia. No debe olvidarse que San Fiz do Ermo se hallaba en
pleno bullicio del Camino de Santiago.
Transcurrió el tiempo
y una tarde gris, el buen caballero Guillelme acertó a pasar cerca de una
abadía. Apenas desmontó de su cabalgadura, una punzada fría como el hielo
congeló su corazón. Varias voces entonaban en el interior de la abadía un De
Profundis.
A pesar de todo, con
coraje, siguió adelante, al tiempo que su mirada contemplaba un túmulo con
antorchas encendidas, rodeando el cadáver de una hermosa mujer que tenía una
mano fuera del ataúd.
El joven templario se
acercó al cadáver, y estrechó con suavidad y cariño la mano de la mujer; las
lágrimas recorrieron su rostro entristecido y se retiró apesadumbrado.
Buscó después un
lugar apartado donde poder entregarse a la meditación y a la melancolía. Y lo
halló en un magnífico monasterio, levantado sobre las rocas de una pequeña isla
en la costa cantábrica, donde las aguas del río Sor y del río Arrotreba se unen
para morir devorados por las olas del mar.
En aquella época, el
rey Felipe IV de Francia había ordenado quemar todos los pendones y enseñas del
Temple que ondeaban en los Dardanelos. La Orden del Temple, injuriada y
derrotada, sin hogar y sin altares, abandonaba poco a poco sus últimas
fortalezas y encomiendas en toda Europa.
Y cuenta la leyenda
que en la isla de Coelleira, donde se encontraba Guillelme, se oyó una noche
tañer las campanas del monasterio. Varios hombres armados degollaban sin piedad
ninguna a los monjes que allí dormían.
Treinta y cinco
templarios yacían muertos, inertes, a los pies de sus asesinos. Al despuntar
los primeros rayos del sol, sólo quedaba una víctima a la que sacrificar. Era un
joven valeroso, rubio, con los ojos entristecidos. Se presentó pues a las
puertas del convento, donde sus asesinos lo esperaban con los rojos aceros
ensangrentados.
-
Aquí me tenéis. Soy el último
templario.
Y clavando su rodilla
en tierra y alzando la mirada al cielo, gritó:
-
¡Rosalía, Rosalía!
Después, sintió cómo
el frío acero penetraba en su cuerpo varias veces, hasta que cayó en un último
suspiro.
Algunos años más
tarde moría en la orilla del río Landro un noble caballero perteneciente a la
ilustre familia de los Quirós, señor de todos aquellos vastos parajes, y bajo
cuya dominación se había llevado a cabo el brutal asesinato de los freires.
Y afirma la tradición
que, para salvar su alma, apenada por aquel crimen, el caballero ordenó que se
escribiese este cláusula en aquel crimen, el caballero ordenó que se escribiese
esta cláusula en su testamento: “Dejo treinta y seis misas para bien de las almas
de treinta y seis religiosos que por orden del rey, y en una sola noche, he
mandado degollar en la isla de la Colleira”.
Fotografía de la isla de Coelleira
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