Desde
la Encomienda de Barcelona queremos compartir con todos vosotros un texto del historiador
y novelista aragonés, D. José Luis Corral que hemos extraído de su obra “Breve
historia de la Orden del Temple”, donde nos habla sobre el ideal de las
Cruzadas.
Desde
Temple Barcelona deseamos que disfrutéis con su lectura.
Por José Luis Corral
La mayoría de las
religiones aspira a ser católica, es decir, universal, verdadera y santa, y por
tanto única y excluyente. Durante los primeros siglos de nuestra era, el
cristianismo monopolizó la interpretación de la Revelación divina en los países
ribereños de la cuenca mediterránea, con la excepción de algunos núcleos de
irreductibles judíos dispersos por ella. Pero en los primeros decenios del
siglo VII, un individuo llamado Mahoma convulsionó desde el corazón de arabia
la creencia en Dios y provocó una profunda ruptura religiosa que todavía
permanece. El islam, la nueva religión, o mejor, la nueva forma de religión
predicada por Mahoma entre los años 610 y 632, se extendió a una velocidad
increíble desde Arabia por Asia occidental y central y por todo el norte de
África; y en el año 711 cruzó el estrecho de Gibraltar para imponerse en la
península Ibérica y en el sur de Francia.
En la península
Ibérica, tras varios siglos recluidos en las montañas del norte, los reinos y
Estados cristianos se lanzaron a la conquista del territorio musulmán del sur;
la idea de recuperar todos los territorios perdidos a manos del islam se
convirtió para la cristiandad en una obsesión.
Ya en el siglo IX el
papa Juan VIII había indicado que aquel cristiano que muriera en defensa de la
fe iría directamente al cielo. La idea no era nueva; durante los tres primeros
siglos quienes morían por su fe cristiana eran considerados mártires por la
Iglesia; y en consecuencia elevados a la santidad. Pero los mártires eran
defensores “pasivos” de la fe cristiana; morían por su ideal, por no renegar de
sus principios.
Con el triunfo del
cristianismo, establecido en el año 380 como la religión oficial del Imperio
romano, la perspectiva cambió siendo considerados como la principal fuerza de
la Iglesia, y su sangre como el abono más fecundo para su propagación, pero los
mártires lo eran en zonas ahora ajenas al Imperio, en reinos y Estados a los
que había que llevar el cristianismo, tierras de paganos como los bárbaros
germanos de las fronteras del norte, o de adoradores del fuego, como los
persas.
Ahora bien, la
irrupción del islam lo cambió todo. Hacia el año 750 la mitad del mundo
conocido se había convertido a una religión nueva, el islam. El hasta entonces
cristianismo triunfante y en crecimiento sólo había tenido que hacer frente a
los movimientos heréticos surgidos en su seno y a la conversión de los
territorios paganos que habían quedado al margen del Imperio. Pero con el islam
la situación era bien distinta. La pugna dialéctica y teocrática ya no era
contra las atávicas creencias de los adoradores de la naturaleza, ni contra las
supersticiones de los paganos incivilizados y bárbaros. Los musulmanes traían
un concepto mucho más elevado de Dios y a la vez más sencillo de comprender que
el del cristianismo. Además, se decían herederos de una larga tradición de
profetas y depositarios de la última revelación divina al hombre, y proclamaban
la universalidad de sus creencias y la permisividad de culto para los que
llamaban dimmi, las gentes del Libro,
es decir, cristianos y judíos.
No era precisamente
así como la Iglesia contemplaba al islam, sino como una religión falsa y
perversa que era sólo una desviación más de la ortodoxia, una herejía como
tantas otras, sino una creación maligna que amenazaba con destruir la verdadera
fe.
Así, los cristianos
ya tenían un objetivo por el que morir, y no era otro que la defensa de su fe
frente al islam. Ante el avance musulmán y frente a la propuesta de la yihad, la incorrectamente denominada
guerra santa musulmana, la Iglesia promovió la cruzada, la guerra justa y santa
para imponer la ortodoxia cristiana.
San Agustín, el gran
teórico del cristianismo de principios del siglo V, y sin duda el más
influyente intelectual en el pensamiento cristiano hasta el siglo XII, ya había
apuntado el concepto de guerra santa, que alcanzó cierto predicamento en la
época carolingia –hacia el año 800 Carlomagno realizó varias expediciones
militares contra los paganos sajones, a los que sometió y obligó a bautizar-, y
que culminó en el siglo XI con numerosos llamamientos a utilizar la fuerza
militar contra los enemigos de la Iglesia, a los que se demonizaba. El islam
había ido un paso más allá al proclamar la yihad, la defensa de la fe islámica,
incluso por las armas si fuera preciso. No en vano, en algunos poemas y
cantares de gesta de la época de Cristo aparece como un jefe militar dirigiendo
a sus soldados, que son precisamente los apóstoles.
Así, la Iglesia del
siglo XI acabó por decretar que la guerra por causa de la fe no sólo era justa
y santa, sino necesaria para imponer el triunfo del cristianismo y erradicar
tanto el islam como a los herejes que se desviaban de la doctrina y del dogma
fijados en los concilios. Y así pasó de rechazar el uso de las armas y condenar
la violencia a potenciar ambas acciones.
Una de las razones
del éxito de la expansión del islam había sido precisamente la yihad, es decir, la llamada a defender
esta religión por todos los medios. Los musulmanes conquistaron Tierra Santa entre
los años 636 y 640, y tomaron posesión de Jerusalén, la ciudad sagrada para las
tres grandes religiones monoteístas (cristianos, judíos y musulmanes). La cristiandad
consideró esa pérdida como una terrible desgracia.
Durante varios siglos,
la Iglesia bastante tuvo con mantenerse a la defensiva, pero a fines del siglo
XI se sintió con la fuerza necesaria como para convocar a la conquista de
Jerusalén. Ese nuevo espíritu dio origen a las Cruzadas, con el objetivo de
recuperar los Santos Lugares y mantenerlos bajo dominio cristiano. El movimiento
cruzado duró dos siglos, el XII y el XIII, justo los de mayor desarrollo y
apogeo de la sociedad medieval.
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