Desde la
encomienda de Barcelona continuamos con el apartado histórico de la Orden del
Temple. Hoy, recogemos otro nuevo texto del catedrático en historia Alain
Demurger de su obra “Vie et mort de l’ordre du Temple”, que nos explica los
detalles de la famosa batalla de Hattin que supuso uno de los mayores varapalos
que sufrió la Orden del Temple en Tierra Santa.
Desde Temple
Barcelona deseamos que su contenido lo encontréis interesante.
Por Alain Demurger
A
comienzos de año, Rinaldo de Châtillon se ha apoderado, a pesar de las treguas,
de una gran caravana musulmana. Saladino exige reparación al rey. Éste ordena a
Rinaldo que restituya el botín. Rinaldo se niega con altivez. Saladino no
esperaba más que eso. Moviliza y galvaniza el mundo musulmán y, en la
primavera, reúne el más formidable ejército jamás reclutado por los musulmanes.
A
pesar de sus divisiones, el reino de Jerusalén reacciona. Guido de Lusiñán
envía una delegación a Raimundo. Gerardo de Ridefort y Roger des Moulins forman
parte de ella. Por el camino, tropiezan con un destacamento musulmán que
Raimundo está obligado a dejar pasar por su territorio de Tiberíades en virtud
de la tregua acordada tan imprudentemente. Gerardo de Ridefort lo considera
como la prueba evidente de la traición del conde. En el acto, moviliza a los
ochenta templarios presentes y cuarenta caballeros de Nazaret, decide atacar, a
pesar de una inferioridad numérica abrumadora. Rechaza con desprecio la opinión
del maestre del Hospital y de un caballero del Temple, Jacquelin de Mailly,
partidarios de eludir el combate. Naturalmente, el 1 de mayo, en el lugar
llamado la Fuente del Berro, los cristianos son aniquilados. Sólo –o casi-
consigue escapar Ridefort. A partir de entonces, los acontecimientos se
precipitan. Guido y Raimundo se reconcilian, al menos en apariencia.
Siguiendo
el consejo de Ridefort, el rey convoca todas las fuerzas del reino. Ciudades y
fortalezas se vacían de sus guarniciones. Ridefort se ofrece a contribuir al
pago de esas tropas con la parte del tesoro del rey de Inglaterra, Enrique II,
confiada a los cuidados del Temple. Enrique II ha hecho voto de cruzada y ha
enviado a Tierra Santa cantidades importantes de dinero, que han sido
entregadas a los hospitalarios y los templarios con prohibición formal de
tocarlas antes de su llegada. En caso contrario, el rey se reembolsará con los
bienes de las órdenes en Inglaterra. Ni siquiera la embajada enviada a
Occidente en 1184, convencida de que Enrique II no tomará nunca el camino de
Jerusalén, ha logrado obtener de él que abandone el tesoro. “Queremos un
príncipe con necesidad de dinero, no un dinero con necesidad de príncipe”, se
dice que declaró el patriarca de Jerusalén.
A
pesar de esto, Ridefort abre los cofres y puede pagar así de cuatro a cinco mil
peones.
Saladino
ha puesto sitio a Tiberíades, que defiende Esquiva, la mujer de Raimundo. Éste se
encuentra en Saforia, donde efectúa su concentración de todo el ejército del
reino. Su opinión se impone: no abandonar el lugar, donde abundan los
manantiales; no buscar el combate; esperar a que el ejército de Saladino se
desbande, ya que no puede permanecer mucho tiempo movilizado. Sin embargo,
durante la noche, Ridefort acude a ver al rey, atiza su desconfianza contra
Raimundo, el “traidor”, y excita su vanidad, demostrándole que sólo una
victoria militar le asegurará definitivamente el trono. “El rey no se atrevió a
contradecirle, pues le quería y le temía a la vez, ya que fue él quien le hizo
rey y le entregó el tesoro del rey de Inglaterra”. Para lograr una victoria,
hay que moverse y obligar a Saladino a levantar el sitio de Tiberíades.
En
la mañana del 3 de julio, el ejército recibe con sorpresa la orden de ponerse
en camino. Durante todo el día, por un desierto árido, bajo un cielo de plomo,
muertos de sed hombres y caballos, la columna avanza con lentitud desesperante,
hostigada por las flechas. Fatigados por las pesadas armaduras, que no pueden
quitarse, los caballeros, y con ellos los peones, tienen que acampar a medio
camino, sin lograr alcanzar siquiera las fuentes, poco alejadas, de Kafr
Hattin, a pesar de un cambio de itinerario aconsejado por Raimundo. El calvario
continúa al día siguiente. Los arqueros francos, que van a pie, están en
posición de inferioridad con respecto a los arqueros montados del adversario;
los turcoples, esencialmente pertenecientes a las órdenes militares, no logran
alejar a estos últimos. Las cargas del Temple, que asegura la retaguardia,
fracasan por falta de apoyo.
Cuando
los musulmanes incendian los matorrales, aprovechando una brisa favorable para
los latinos, se produce lo irreparable. Los peones se desbandan, arrojan sus
armas y se rinden o van a refugiarse en la cima de la montaña de los Cuernos de
Hattin. Al quedarse sin protección, la caballería sufre pérdidas enormes. Los caballos
caen heridos por las flechas o muertos a hachazos. Desmontados, abrumados de
cansancio y de sed, los caballeros se refugian en la cumbre, cerca de la tienda
del rey, que se ha conseguido levantar junto a la “verdadera cruz”,
transportada hasta allí. Cargas desesperadas permiten a algunos caballeros
franquear las filas musulmanas. Raimundo de Trípoli se encuentra entre ellos. Los
demás son hechos prisioneros.
Quince
mil hombres por lo menos quedan en manos de Saladino, que escoge entre ellos. Vende
a los peones como esclavos. Rinaldo de Châtillon, el “enemigo público número
uno”, es ejecutado en presencia de Saladino, quizá por su propia mano. Doscientos
treinta templarios y hospitalarios –se desconoce el número correspondiente a
cada orden- son entregados a los verdugos, conforme a la costumbre inaugurada
en Banias en 1157. En cambio Saladino perdona la vida al rey, a los barones de
Tierra Santa y a… Ridefort.
La
actitud de Saladino es interesante. Justifica así la ejecución de los
templarios y hospitalarios: “Quiero purificar la tierra de estas dos órdenes
inmundas, cuyas prácticas carecen de utilidad, que no renunciarán nunca a su
hostilidad y no darán ningún rendimiento como esclavos”. Su postura me recuerda
la del Viejo de la Montaña, el jefe de los asesinos de Siria, que juzgaba
inútil perder el tiempo haciendo desaparecer a los maestres de las órdenes
militares, ya que se elegía a otro en seguida, sin que esto perjudicase la
cohesión con la orden.
Los
musulmanes distinguen muy bien las órdenes militares, a las que ven como
bloques soldados por la disciplina y un fanatismo esencialmente antimusulmán,
de los poulains de Palestina, cuyo
deseo de “levantinizarse” han percibido sin dificultad. Las órdenes militares,
renovadas sin cesar por el aporte de hermanos desde Occidente, son
inadmisibles. El templario no se asienta, por definición. “Si queréis estar en
Acre, se os enviará a la tierra de Trípoli […] o se os enviará a Apulia”, se
dice al aspirante a templario durante su recepción (artículo 661).
A
partir de estas consideraciones, haré tres observaciones de alcance más
general.
En
primer lugar, conviene justipreciar los relatos de fraternización entre
templarios y musulmanes. Ya se conoce el texto de Usama, publicado con
frecuencia y muy extendido, en que se jacta de la amistad de los templarios. El
breve párrafo siguiente basta para demostrar los límites de la comprensión
entre templario y musulmán:
‘Vi
a uno de los templarios reunirse con el emir Muin al-Din cuando éste estaba en
el Domo de la Roca. “¿Quieres ver a Dios niño?, le preguntó. “Sí, desde luego”,
respondió Muin al-Din. El templario […] nos mostró la imagen de María con el
Mesías (¡la salvación esté con él!) en su regazo. “He aquí a Dios niño”, dijo
el templario. ¡Que Alá se eleve muy alto por encima de lo que dicen los impíos!’
La
alta política exige a veces que se tengan algunas amabilidades con el infiel,
pero no hasta el punto de renunciar a la Virgen María. Usama, que no cesa de
mandar a todos los francos al infierno, no alberga tampoco la menor intención
de ir más allá de la cortesía.
En
segundo lugar, todas las elucubraciones sobre un pretendido sincretismo con la
religión musulmana, la doctrina esotérica de los asesinos, etcétera, en una
palabra, todas las tentativas para demostrar que los templarios no eran
cristianos, o que no lo eran ya, quedan reducidas a poca cosa. Los templarios
son cristianos, y cristianos fanáticos. Los musulmanes lo perciben así.
En
tercer lugar, Ridefort representa quizás ese cristianismo agresivo, exacerbado,
que debía de estar más extendido de lo que se cree dentro de la orden y que
explica sin duda su elección a la cabeza del Temple. El análisis que G. Duby
hace de la batalla, juicio de Dios, partida de ajedrez en que se juega de golpe
toda la puesta, coincide con esta observación de D. Seward: en la batalla de la
Fuente del Berro, Ridefort pudo creer en el juicio de Dios y acordarse de Judas
Macabeo. “El número importa poco para vencer cuando la fuerza viene de Dios”.
Dicho
esto, se trata de un hombre excesivo. Su odio contra Raimundo de Trípoli es
enfermizo; su influencia sobre Guido de Lusiñán, desmesurada; su conducta en el
combate, también. No olvidemos que ha entrado en el Temple después de una
enfermedad. El relato de su muerte, hecho por Ambrosio, deja planear serias
dudas sobre su curación. Y no parecía una simple enfermedad de amor…
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