Ecce homo!(III)
Desde la encomienda de
Barcelona, os servimos más información sobre aspectos fundamentales para
entender por qué los cristianos veneramos imágenes religiosas y la importancia
que cobraron las reliquias para también la orden del Temple. En esta ocasión la
paleógrafa italiana Barbara Frale, cuyo texto hemos seleccionado de su libro “I
templari e la sindone di Cristo”, viene a indicarnos que el baphomet templario
muy bien pudo a ver sido la propia Sábana Santa.
Desde Temple Barcelona
estamos convencidos que su lectura os atrapará.
4. Icono Físico
Según
Ian Wilson, la Sábana Santa
plegada para dejar ver únicamente la imagen del rostro era en realidad un
objeto que en su tiempo poseían los emperadores bizantinos y que se consideraba
una de las reliquias más preciosas y veneradas de la cristiandad: era un
retrato auténtico del rostro de Jesús que reproducía fielmente su fisionomía.
Robada en el tremendo saqueo de Constantinopla de abril de 1204, la valiosísima
reliquia terminó en manos de la orden de los templarios, que continuaron
venerándola en su sagrario original, pero prefirieron guardar silencio acerca
de su existencia, dado que las vías por las que les había llegado no eran
precisamente claras. En las páginas siguientes se seguirá en sus líneas
fundamentales la reconstrucción de Wilson, pero he creído necesario replantear
por completo muchos puntos e insertar incluso nuevos paréntesis para dejar más
claro el contexto.
Había
una antigua tradición teológica que vinculaba indisolublemente este retrato con
los evangelios y la vida de Cristo; en cierto sentido, podríamos decir que para
muchos autores teólogos del mundo antiguo aquel objeto venía ser casi un
manifiesto del cristianismo.
En
la antigua ciudad de Edesa, actual Urfa en Turquía, se guardaba y veneraba en
los primeros siglos de la era cristiana una imagen de Jesús en tela, de la que
se decía que no era obra humana (acheropita);
el retraso, que la tradición siempre ha llamado mandylion (en griego “toalla” o “pañuelo”), era el objeto más
sagrado para la comunidad cristiana local. En el año 943, cuando ocupaba el
trono de Bizancio el emperador Romano I Lecapeno, se festejaba un aniversario
especialmente importante. Cien años antes, en el 843, un trascendental decreto
imperial había dejado definitivamente fuera de la ley, y declarado herética, la
corriente teológica de la inconoclasia, literalmente “destrucción de las
imágenes”, que por algunos decenios contara con el favor de diversos
emperadores bizantinos y que, en un exceso de fanatismo religioso, había
destruido un número incalculable de obras de arte.
Los
iconoclastas, los destructores de iconos, fundamentaban sus convicciones en una
interpretación de Jesucristo distinta de la que había definido la Iglesia católica en el
Concilio de Nicea del año 325, donde se fijó la profesión de fe de los
cristianos. El credo de Nicea afirmaba que Jesucristo era hombre verdadero y
Dios verdaderos, es decir, que reunía en él la naturaleza humana y la divina;
pero los iconoclastas eran monofisitas, palabra derivada del griego monophysis, que significa “una sola
naturaleza”; según su opinión, la naturaleza humana de Jesús, mortal e ínfima,
había sido inevitablemente absorbida por la naturaleza: la divina. Siendo en
todo y para todo igual a Dios. Jesús no debía ser representado, puesto que no
era lícito representar a Dios, y por eso se destruían todas sus imágenes. El 25
de marzo de 717 fue coronado emperador de Constantinopla León III Isáurico,
hombre que había llegado al trono desde la carrera militar tras haber sido
comandante del gran reparto instaurado en Anatolia. Nacido en Siria, León había
heredado de la mentalidad de su pueblo de origen una cierta tendencia a
considerar sospechosa la veneración de las imágenes porque podía ocultar el
riesgo de la idolatría, mal en el que a los cristianos, lo mismo que a tantos
otros pueblos de Oriente Medio, siempre les preocupaba caer. Cuando se
familiarizó con las costumbres de Constantinopla, León III se dio cuenta de que
el culto de las imágenes sagradas había asumido un papel fundamental incluso en
la liturgia, y que en la práctica se había convertido en una de las formas
principales de expresión de la religiosidad bizantina; el hecho escocía la
sensibilidad de algunos teólogos extremistas, que veían en el cristianismo una
religión espiritual, y por eso condenaban el culto que se profesaba a las
imágenes, simples objetos materiales. León III abrazó esta línea de
pensamiento, pero su elección le atrajo la hostilidad del pueblo: el 19 de
enero del 729 unos fanáticos llegaron a desfigurar a cuchilladas uno de los
iconos de Cristo más célebres de la capital, lo que produjo una insurrección
popular, que León III mandó ahogar en sangre. Esta política le acarreó también
la ruptura de relaciones diplomáticas con la Iglesia de Roma, que en esos años estuvo bajo la
dirección de los papas Gregorio II (715-731) y su sucesor Gregorio III
(731-743): ambos creían que la naturaleza humana de Cristo era digna de ser
representada y venerada por los fieles mediante la contemplación del arte
sagrado. En realidad, la veneración de las imágenes se fundaba en una
antiquísima tradición que se remontaba a los orígenes mismos de la Iglesia. Ya en el siglo IV, el
obispo Atanasio de Antioquía exaltaba las imágenes de Jesús recordando el pasaje
de los evangelios según el cual Cristo había dicho: “Quien me ve, ve al Padre”;
para la comunidad de los cristianos, por tanto, poseer retratos fieles de Jesús
era una riqueza, y contemplar su forma humana podía ser una valiosa ayuda en la
plegaria.
Poco
después, san Basilio, obispo de Cesarea (330-379), fundador de un movimiento
monástico muy extendido en Oriente, había escrito una obra titulada Tratado del Espíritu Santo, en la que
explicaba este concepto teológico con un ejemplo muy eficaz. Según san Basilio,
cuando los súbditos rendían homenaje a la estatua de su emperador, el afecto y
la veneración que le dedicaban se transferían a la propia persona del
emperador; de la misma manera, el culto que los cristianos rendían al retrato
de Cristo estaba dirigido a la persona de Jesús y, en consecuencia, no era
idolatría. En otra obra, Basilio sostenía que la imágenes de los mártires
tienen la capacidad de expulsar los demonios, concepto que compartía el hermano
Gregorio, obispo de Nisa, según el cual las representaciones de los santos
inducen al fiel a imitarlos: por eso “las pinturas mudas de las paredes de las
iglesias son en realidad capaces de hablar y de prestar una gran utilidad”.
Pero
probablemente el defensor más apasionado del culto de las imágenes ha sido el
monje Juan Damasceno (circa 650-749), uno de los espíritus más brillantes de
toda la milenaria historia del cristianismo. Había vivido en la Siria dominada por los
árabes, lo que, paradójicamente, le había permitido expresar sus convicciones religiosas
con una libertad muy superior a la de sus correligionarios que vivían en
territorios bajo el gobierno de Constantinopla: en realidad, los árabes
imponían a los cristinos, súbditos suyos, el pago de una tasa especial, con lo
cual quedaban en libertad de observar su propio culto sin la intromisión de los
gobernadores en sus cuestiones de dogma. Su Tratado de las imágenes describía
esta práctica de devoción con gran finura teológica y un lenguaje muy ágil, a
veces hasta poético: en una palabra, había sabido reflejar el fervoroso amor
que la gente común experimentaba por las representaciones más importantes de
Cristo, la Virgen
y los santos. Juan Damasceno partía de una verdad muy sencilla, al alcance de
todos: para el cristiano, Jesús era también una realidad terrenal, concreta y
material. En vida había caminado por las calles de Palestina y en esa tierra
arenosa había quedado las huellas de sus pies: después de la muerte y la
resurrección, gracias la poder del Espíritu, Cristo seguía estando vivo y activo
en la vida de los fieles, como había dicho en el Evangelio de Mateo: “Estoy con
vosotros todos los días”.
El
retrato de Jesús que conserva la tradición simboliza y recuerda al cristiano
esa presencia física terrenal y cotidiana, y ese contacto reconforta
enormemente en las dificultades de la vida. No se podía privar a la gente de
esta oportunidad de relación personal con lo divino en nombre de un
razonamiento tan abstracto, no era justo. Más allá de todo esto, aquella
extraña visión de la fe que promovían ciertos autores de refinadísimo
pensamiento no se conformaba al dictado original de los evangelios, los que
decían claramente que, incluso después de la resurrección, Jesús tenía un
cuerpo concreto que se podía ver y tocar. Según Juan Damasceno, Cristo es un
“icono físico” del Padre (èikon physikè),
una imagen viva y llena de Espíritu Santo, capaz de acercar el hombre a Dios y
purificarle así el alma y los pensamientos.
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